diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Cada envío de un mensaje/texto a un afuera, a una comunidad de lectorxs, cifra una escena que se reitera en la literatura como comunicación o traslado de lenguaje a otros ojos. No pocas veces la escritura llega a configurarse en torno de un intercambio que comporta cierto ludismo: enviar (dar), y recibir. Unx alude a otrx como «queridx», algunas veces «amadx»; alguien recibe algo así como un regalo, como un premio a la espera: una carta que otrx ha escrito antes. Sí, una carta. No es esta vez un email, o un mensaje en Snapchat, o en WhatsApp, o en el Messenger de Facebook. Por eso es posible también apuntar que la ficción epistolar, en el caso de Querido Nicolás, de Pablo Pérez, se enmarca en la anacronía de una forma que nos tironea a unas décadas atrás –quizás más arduas, quizás no tanto, y resulte apenas una ilusión del presente que se nos depara a las tortas y a los putos por estos días. Y es sin dudas una anacronía altamente productiva la de esta forma de la ficción: lentifica, contiene la escritura en los ritmos más pausados del intercambio epistolar moldeado por sus convenciones. Esa suposición de un par se enlaza y reafirma con la carta; sin embargo, esa constancia en la reciprocidad de la epístola suele acomodar en la ficción un corte, una discontinuidad, o una disparidad. Podría hablarse también de una figura antitética, de una fértil unilateralidad como la que propone esta genial novela de Pérez, después de unos cuántos años de su anterior Un año sin amor (Buenos Aires: Norma, 1999; reeditada en 2012 como ebook por blatt & ríos). Sus cartas nos ubican, en esa unilateralidad, como privilegiadxs co-lectorxs de una correspondencia, junto a Nicolás, el amigo de Pablo, a quien las envía a Buenos Aires. A la vez encadenadas y desconectadas, unidas pero cortadas, o discontinuas, las cartas forman el relato que se imagina fuera del texto en una continuidad del viaje del protagonista por Europa, París y España, más precisamente. Es decir que la lectura de las cartas de Pablo a Nicolás nos permite ser testigos de lo que algunos teóricos del afecto llaman «extimidad» («extimacies», en inglés), palabra que traduce el oxímoron de una forma de «intimidad pública», como señalan Gregg y Seigworth en “An Inventory of Shimmers” (“Un inventario de fulgores”), la introducción a The Affect Theory Reader, de 2010). El «diario del sida» que Un año sin amor ya había escrito desde la intimidad revelada en la ficción, aquí encuentra una variación en torno a esa escritura que merodea el yo simulando ese «tú» al que se apela nombrando a Nicolás.
¿Pero cuáles son algunas de las formas de lo «éxtimo» en Querido Nicolás? Me gusta pensar en esta novela –traduzco aquí el sintagma de Ann Cvetkovich en An Archive of Feelings: Trauma, Sexuality and Lesbian Public Culture, de 2003– como un «archivo de sentimientos» porque acompaña de una forma inmejorable la lectura de Querido Nicolás como «…una exploración de los textos culturales en tanto repositorios de sentimientos y emociones, que están codificados no únicamente en el contenido de los propios textos sino en las prácticas que circundan su producción y recepción» (Cvetkovich). El mismo epígrafe de la novela de Pérez, las palabras de Francis Bacon sobre «confiar alegrías a un amigo» incrementando con ello, con la comunicación, la felicidad una vez compartida, apunta a esa propiedad, por así decirlo, de esta novela. No obstante, una voluntad de revelar, de comunicar, y no únicamente felicidad, es lo que archivan las cartas en tanto indexación de afectos:
Empiezo mi carta hoy. Debería tener un poco de paciencia y esperar la tuya. Pero no. No puedo. Es como preguntarle a alguien «¿Cómo estás?» y esperar veinte días para que te diga «bien» y luego seguir el diálogo.
Con frecuencia, en Querido Nicolás las cartas de Pablo comunican ansiedad, a veces explícitamente, otras tantas, genialmente infiltrada como afecto en la forma de una escritura apurada, explosiva, casi delirante en su traducción de un furor desencadenado por la falta de respuesta a todo lo que ha escrito y enviado. Pero también el afecto de una amistad que se busca confidente de lo bueno de estar lejos y viajar, o experimentar, pero también de lo malo de saberse lejos, extrañando, coincide con aquellos momentos donde la escritura quiere superarse como armado, y la lectura de las cartas vuelve sobre esa ficcionalización de la intimidad asediada por los ojos del hipócrita lector:
Espero que el hecho de que te tome como confidente no te incomode. Pero bueno, corro el riesgo de ser un poco egoísta: no me serviría de nada escribirte que estoy bien cuando estoy mal o, más concretamente, me sirve contarte mis penas y los males que me aquejan. Está también la posibilidad de no contarte nada de todas estas cosas. Pero ya te dije, necesito contarle a alguien todo lo que me pasa, necesito el consejo de un amigo, el consuelo, aunque sea por escrito. Todavía creo en los amigos incondicionales. Sos quien mejor supo responder a mis cartas, el amigo al que más recuerdo y en el que más confío, por eso tanta información y tantos detalles. A los demás no les cuento tanto porque creo que no podrían tomar mis cartas más allá de la preocupación, como sí estoy seguro de que vos lo podés hacer.
El intercambio «un poco egoísta» de Pablo, la insistencia de una sola autoría (voz, perspectiva, punto de vista, experiencia, etc.) que se concentra en él porque su epistolario nos devela ( «...tanta información y tantos detalles») tres años casi exactos en su vida en Europa, entre 1989 y 1992, también es una forma del afecto que delinea un cuerpo que, en el extranjero, entre trabajos precarios y miedo por la cuestión de la permanencia al estar mal de papeles, viaja y vive contra todo posible obstáculo, incluso el que podría suponerse con su «seropositividad» diagnosticada y tratada, también en otro país, lejos, en otra lengua, con las vueltas esperables por parte de la burocracia (en este caso francesa) para acceder a tratamientos. En suma, se trataría de otro viaje dentro del viaje, hacia un reentendimiento de lo que implica(ba) (sobre)vivir con virus en tiempos pre-ARV, hacia otras temporalidades redefinidas desde un diagnóstico y una prognosis sensiblemente menos alentadoras que hoy:
Apenas llegué (a París, carta escrita el 30 de octubre de 1990), empecé a ocuparme de mi salud: entre otras cosas hice el postergado test de HIV, y me enteré de que soy seropositivo, o portador, como creo que se dice en Argentina. No me sorprendió. Me habría sorprendido más si me daba negativo. Lógicamente, me entristece saberlo, si bien la seropositividad puede durar larguísimos años sin manifestar ningún síntoma. Se puede vivir hasta los ochenta y morir de viejo siendo seropositivo. Así que la cuestión de morirse casi no cuenta. Pero se trata de un estado diferente de la vida, el de ser seropositivo. Es como si portara la muerte, una especie de bomba peligrosa para los otros y para uno mismo. Un mensajero de la muerte. No sé. No es fácil de explicar.
Esa visión negativa del positivo como portador de una semilla de muerte es otra de las oscilaciones que las cartas de Querido Nicolás registran entre otras formas de archivar afecto en la escritura. Al comienzo del tratamiento, Pablo muestra una gradual búsqueda por redefinir toda experiencia de deseo a la vez que se resignifica su subjetividad. Si al comenzar su conciencia de la «seropositividad» era lo diferente al punto de lo inefable lo que caracterizaba su forma de entenderse en este mundo, Pablo pasa en cuestión de semanas a considerar su condición como una «aventura»:
Con esto de la seropositividad tengo que ir al hospital seguido y contactar instituciones y asistentes sociales para regularizar mi situación legal y obtener una cobertura médica. ¡La aventura es la aventura!
Pero unas pocas semanas después, entre trámites y caminos alternativos para lograr una serie de análisis y tratamiento sin costo haciendo pasar la consulta en un hospital de París como una emergencia, así cierra una carta a Nicolás: «En Madrid tenía dinero pero no tenía amigos, aquí tengo amigos pero no tengo dinero. Creo que después de tanta desventura merezco tener las dos cosas al mismo tiempo, o las tres, contando una buena salud…».
Vacilante es la escritura de Pablo en sus cartas, pues todas parten de un todo complejo, trashumante, que prefiere la lejanía para vivir años en los que una condición médica acompaña una experiencia que la rebasa, la vuelve un detalle más. Esa desdramatización del seropositivo errante es lo que circula como una energía que recarga aún más la caracterización y la trama que las cartas delinean en Querido Nicolás. De hecho podría decirse que ese sentirse siniestramente cerca y lejos a la vez –unhomely, como traducía Homi K. Bhabha el unheimlich de Freud; «extraño”, como traduce Aira a Bhabha en la edición de El lugar de la cultura (Buenos Aires: Manantial, 2002)– es lo que Pablo escribe en sus cartas: su vida intersticial entre París y Argentina, entre el francés y el español. Poco después de haberse mudado a Madrid, Pablo le escribía a Nicolás:
...observé que a la vuelta estaba la Biblioteca Municipal, estoy casi seguro de que será otra habitación de mi casa, así como lo es (y tomo tu expresión) nuestra correspondencia.
Las cartas son ese lugar fluctuante: una preciosa habitación curiosamente vacía, para extender la analogía con la imagen que toma Edmund White (en The Beautiful Room is Empty. NY: Alfred A. Knopf, 1988) de los Diarios de Kafka. En sus palabras se afirman el cuerpo, el deseo, y la vida.
(Actualización marzo – abril/ BazarAmericano)