diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En Una temporada con Lacan, el novelista Pierre Rey y un amigo pasan la noche dándole vueltas al famoso verso de Shakespeare “to be or not to be”. Con la puntuación clásica, Hamlet –como Giannuzzi, cuando en un poema se ajusta el nudo de la corbata frente al espejo– es de aquellos personajes que “olfatean el límite y retroceden a tiempo”. Sin embargo, basta la irrupción desplazada de una coma –de una mínima suspensión en el devenir tonal de la frase– para clausurar la disyuntiva existencial y hacer emerger un retorcido vitalismo a ultranza: “to be or not, to be: that is the question”. Esa pausa, ese intervalo, condensa todo el dilema de las escrituras suicidas: el ser y el no ser están separados por una coma. En otras palabras, el sentido no se dirime entre la vida y la muerte, sino entre la vida y la vida: la muerte ya no aparece como lo opuesto del ser, sino como una instancia inconsecuente, que no modifica la cuestión.
Como Kurt Cobain, como Diane Arbus, como Anne Sexton, como Andrés Caicedo, como Vladimir Maiakovski, como Salvador Benesdra, como Ian Curtis, Édouard Levé forma parte de los artistas que decidieron cómo y cuándo apagar la máquina. No recuerdo quién dijo –o dónde leí alguna vez– que si tuviéramos un botón en el brazo para suicidarnos, todos terminaríamos apretándolo. Lo que sí me acuerdo es la sensación que me generó esa sentencia: una sensación que amalgamaba la vida y la muerte en un mismo magma fundido.
“Solo los vivos parecen incoherentes. La muerte clausura la serie de acontecimientos que constituyen una vida. Nos resignamos entonces a buscarle un sentido. Negárselo sería como aceptar que una vida, y por ende la vida, es absurda”, escribe Édouard Levé en su último libro Suicidio, que entregó a su editor tres días antes de tomarse vacaciones permanentes.
La escritura de Autorretrato (Eterna Cadencia, 2016) se mueve en este mismo espectro de intensidad del sentido: fraseos vitales con signos de puntuación mortales, una escritura donde el intervalo entre una frase y la otra convoca, por efecto retrospectivo, un ínfimo silencio mortuorio, un filo que corta, que separa, acaso en la misma medida que punza la piel del texto:
Las películas ready-made proyectadas por Jean-Marc Chapoulie me han hecho reír más que las mejores comedias. He intentado suicidarme una vez, me he visto tentado de suicidarme cuatro veces. El sonido lejano de una cortadora de césped en verano me trae buenos recuerdos de mi infancia. Me cuesta tirar a la basura. Una de mis antepasadas tenía la manía de guardar las cosas, cuando murió encontraron una caja cuya etiqueta indicaba, con letra muy prolija: “Pedacitos que no sirven para nada”.
Pero si en la cesura del fragmento está la muerte, entonces la escritura es un activo de vida absolutamente contagioso, maníaco, impresionante: leer Autorretrato es, de hecho, una experiencia enérgica, una dosis de esplendor final, mezcla de dolor y belleza, de euforia y aflicción, pero sobre todo la sensación de que, como escribió Deleuze –otro suicida–, la literatura es una salud.
El título remite de entrada a la tradición pictórica: Cézanne, Courbet, Durero, Gauguin, Da Vinci, Monet, Renoir, van Gogh, todos se autorretrataron. Por definición, el género pone el acento en el rostro como el fragmento metonímico del sujeto por antonomasia. El texto de Levé desarma por completo este preconcepto: autoretratarse es, acá, diluirse en la dispersión condensada de frases que saltan de una cosa a la otra, a veces de manera vertiginosa, otras a partir de relaciones sutiles. No hay, entonces, ninguna representación de lo que un sujeto efectivamente es o representa, ni siquiera en el encadenamiento de todas esas frases entendidas como rostro metafórico, volcado en su respectiva pictografía escrita. Por el contrario, en Autorretrato una vida es una serie de intensidades dispersas, una sucesión de frases que sean o no coherentes, se reafirmen a sí mismas o se contradigan mutuamente, desembocan en esa experiencia del ser, que es la experiencia donde el lenguaje y la vida se afilan contra la piedra de la muerte.
Si en Levé la escritura es una salud es porque precisamente sirve como soporte a la difuminación de gustos, rasgos, evocaciones, preferencias, acontecimientos, sensaciones, sobre las que el tiempo pasa su liquid paper pero que el cuerpo y la memoria retienen en potencia: la escritura es ese registro corporal que activa y cohesiona cualquier recuerdo disperso para poner en acto y darle forma en la letra. En Suicidio, Levé escribió: “¿Se suicidan las plantas? ¿Mueren los animales de desesperación? Funcionan o desaparecen.” La escritura de Autorretrato es, entonces, ese funcionamiento pleno, encarnizado, de una vida aferrada a la vida por frases que son como arañazos: incisivas, cortantes, lúcidas y viscerales, que discurren por la superficie pero, como las uñas, buscan raspar para que la piel del texto sangre más allá del mero procedimiento ingenioso.
Si tuviera que imaginar un ritmo para este libro de Levé sería el pulso cardíaco, una escritura que parece el latido de un corazón, un músculo que bombea fluido vital con cada espasmo, a cada ramificación nerviosa de las frases, con sus diástoles y con sus sístoles, sus contracciones y sus dilataciones. Un libro que, ante todo, es conmovedor porque, aunque sepamos que Levé optó por la muerte, eso no cambia la energía de su partitura, el color de su música, lo que queda esbozado en estas frases enrostradas: la radical reafirmación de ser, incluso a pesar de que no.
(Actualización noviembre 2016 - febrero 2017/ BazarAmericano)