diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En el territorio postapocalíptico que se traza en Quema (Gog & Magog, 2015) hay dos tiempos: el que termina –un tiempo vacío y detenido por el congelamiento de la historia, en el que la belleza es el capital que rige las interacciones humanas, mundo de los débiles y de la dependencia de los objetos, visto sólo en flashbacks o en los bordes de su extinción–, y el tiempo que comienza con la Demolición, después de la quema como única cura al mal que emana del mundo anterior –un tiempo nuevo, motorizado por un remanente siniestro de la vida, donde la fuerza es la clave de la supervivencia y los Imperfectos invierten las relaciones de dominación–. El final se encuentra en el silencio que se expande entre estos dos modelos del mundo.
¿Qué es Quema? En principio se juega como una superposición de máscaras: ni conjunto de relatos ni novela. O ambos, de acuerdo a las sucesivas lecturas. Es puntual en su planteamiento: el trazado preciso de un territorio y sus imágenes; de un sistema de leyes tácitas como márgenes entre los que se mueven los personajes; de un muestrario de subjetividades atravesadas por el trauma del final. Ese territorio está sembrado de un reguero de elementos que se hilan en todas direcciones, porque los relatos/capítulos –en un gesto tarantinesco que reenvía al cine– están dispuestos de forma no secuencial, y el relevamiento de esas piezas diseminadas permite la hilación de la novela que subyace en los cuentos, cifrada en la figura que aparece al final de la serie cuando todos los elementos se ordenan: Rita, la reina, la hija de la boba. Quema es una novela que tiene un mérito sólo asequible a los buenos cuentos (pienso en La larga risa de todos estos años): obliga, mediante la perplejidad, a la relectura.
Al respecto de los reenvíos al cine, hay en Quema un repertorio de palabras que conectan con una lengua de doblaje. Desde las motocicletas, aceras y gasolineras en el primer relato/capítulo, este modo del lenguaje se abre hacia una imaginería que se apuntala, además, en los lineamientos que el género traza. Se trata del imaginario hollywoodense del blockbuster, hoy colonizado en gran medida por las megaproducciones de ciencia ficción postapocalíptica y los escenarios y elementos recurrentes que plantean. Allí, especialmente en el género de apocalipsis zombie, la manifestación del infierno en la tierra proyecta a la vez su opuesto: la recompensa-paraíso es, para los supervivientes, la llegada a los refugios –zonas apartadas, como una vuelta a lo natural después del desastre, siempre custodiadas por el ejército–. La ilusión latente de “esperar a que llegue algo mejor, por ejemplo un helicóptero que venga a salvarlos y llevarlos a un país intacto” (“El vigilante”), un lugar “donde la tierra recuperara su aspecto de tierra y las personas volvieran a ser personas. La zona protegida. El campo, el calor y el zumbido de las abejas bajo el sol” (“Hambre”). Pero los supervivientes de Quema no son tan ingenuos –y por eso las referencias a ese espacio de salvación tienen un marcado tono naif, como en el caso de los Rezadores, que “se dirigen al norte porque creen que ahí no encontrarán el mal” (“Siberia”)–. Aunque lo anhelan, saben en el fondo que ese lugar es una fantasía escapista que depende, en última instancia, de una organización mayor ya imposible. No hay expectativa de rescate porque, en parte, el mal consiste en la revelación de una mentira estructural: que “el sistema sería preciso y el tiempo perfecto” (“Amarillo”). En este final, “la salvación es individual” (“Todo arde”) y por la fuerza.
La animalidad es el resultado de la instauración de la fuerza como requisito de la supervivencia. Los sobrevivientes, en determinado momento, necesitan adoptar una fuerza bestial, y esa inflexión define si son aptos o no. Así, Rita es “un ejemplar majestuoso, que daba miedo” (“La Tigra”) y aún herida, con la pierna a punto de ser amputada, no deja de ser una “gallinita orgullosa” (“Siberia”). La albina, ya en el útero, es “un pollo en el interior de un huevo” que Rita siente “como si mil lagartijas pugnaran por salir de su garganta, todas a la vez”. Al nacer “repta por su cuerpo” (“Hambre”) y, cuando Lux relate su incursión en la Tigra, dirá que “se movía con mucha agilidad, pese a que no tendría más de tres años. Parecía un mono”. El mal, en sus primeras insinuaciones, se presenta con ese rostro animal: la niña a la cual la hija de la boba le devuelve su muñeca salta encima de ella hasta pulverizarla: “El rostro de cerámica quedó reducido a una arenilla rosada. Ya no había muñeca. Pero la niña siguió aplastándola con sus pies hasta que se cansó. Estaba roja por el esfuerzo, la nariz le goteaba. Sentí ganas de pegarle. La niña era ahora un animal” (“Quema”). Lo animal será entonces el basamento de la fuerza, una potencia que puede resurgir de lo profundo: “Sólo las bestias salvajes lograron reponerse por un tiempo breve, alojándose en lo más profundo del bosque”. Sin embargo, aquí no son resplandores de luciérnagas los que señalan una presencia que se obstina en retornar. Los modos de la vida que proliferan en el territorio de la quema titilan en la precariedad sin brillo de una cucaracha frágil que no soporta, como se esperaba, la radiación posnuclear, o de “unos animales que parecen liebres” (“Hambre”) –aunque eso sea imposible–, que se mueven entre la maleza. Porque todo lo que crece es ahora maleza “en el lugar de los sembradíos, y los establos vacíos, donde los esqueletos de vacas yacían sobre el suelo mezclados con el barro de las últimas lluvias” (“La Tigra”).
Quema es también una historia sobre la pérdida y el duelo, y estos procesos son los que definen las dos temporalidades que la Demolición divide. Pero lo que se pierde no es –sólo– material. Es la condición humana lo que cae –y en su hueco asomará luego lo animal–. Esta condición se sustenta sobre dos patas: la cultura y la prótesis. La cultura cuida las formas y pondera la belleza como valor de cambio en las relaciones sociales. La belleza instaura, en el mundo anterior, una jerarquía que se funda en la imposición de una distancia: “el vacío que crean a su alrededor las personas que poseen una belleza insalvable y a las que sólo puedes adorar” (“Quema”). Se trata, sin embargo, de una belleza hueca: “eran gente mejor que nosotros, según los criterios del mundo de antes. Ella era muy bonita […]. Juntos hacían una pareja admirable. Apuesto que fueron de los primeros en morir” (“Quema”). Es el poder de los débiles. Así, cuando Maia llegue a la Tigra sin “ninguna herida ni rasguño”, con “esas facciones que parecían haber sido cinceladas a muchos grados bajo cero”, “segura de su encanto”, Lux, que “no era guapa ni había tenido demasiadas experiencias” (“La Tigra”), invertirá las posiciones de poder. Ahora, la belleza es una forma de torpeza que no permite adaptarse a las nuevas leyes de la fuerza.
La prótesis es el otro pilar de la condición humana. Si la belleza no hace más que enmascarar la debilidad de los sujetos, los objetos la suplen e instauran así su necesidad. Los flashbacks emiten imágenes luminosas del mundo anterior: “los fines de semana, en el parque […], se llenaba de gente de la ciudad que se acercaba hasta el pueblo para disfrutar de un día de campo” (“Amarillo”). Pero el disfrute está para ellos ligado a la necesidad de los objetos: llegan con sus cestas, mantas, hamacas, mesas, cajas, pelotas, radios portátiles, etc, y exhiben la dependencia de la prótesis. Todo lo que no puede hacerse mediante las aptitudes propias se logra mediante los objetos. Por eso la transformación del mundo –el mal como un llamado a la autodestrucción pronunciado desde la misma tierra– requiere la quema de todo lo que fundamenta el tiempo anterior a la destrucción transformadora: “después de quemar, viviríamos en una casa expoliada, pura madera y piedra, y el sonido del viento, tan poco humano, nos recordaría la esencia vacía de las cosas” (“Quema”). En el momento de quemar los objetos –y en ellos el pasado– “la que había vivido lejos se daba cuenta de que durante todos esos años no habían vivido; sólo habían acumulado recuerdos” (“Todo arde”). Esa consciencia del fin de un tiempo se completará al reencontrarse con su antigua amiga y comprender que los valores son ahora otros.
Pero cortar de forma abrupta con los objetos no anula la dependencia ni repone las competencias o habilidades que estos suplantaban. La falta sólo evidencia la debilidad que yacía escondida. Sin los objetos-prótesis, el domino será de los tullidos, los Imperfectos, que prescinden de esas prótesis y exhiben el lugar exacto de la falta como una medalla de la supervivencia: “Ninguno de nosotros está entero. Estamos hechos pedazos” (“Amarillo”). Si la desaparición –la quema– de los objetos exhibe la falta sobre la que se fundamenta su necesidad, la disolución de las convenciones sociales termina de demoler lo que se cree una esencia. Así, la relación entre Lena y Silas, los protagonistas de “El vigilante”, se tambalea en los bordes de la cultura, siempre a punto de caer en terreno del incesto: “las fronteras invisibles de un país cuyos márgenes él tiene prohibido cruzar”. En este estado de destrucción la cultura se muestra como el conjunto de puestas en escena que en realidad es. Al fin del reinado de la belleza le corresponde la pulverización de las formas: “la gente ha perdido la vergüenza” y “la ciudad entera está llena de cadáveres” (ya que, de nuevo, hay cadáveres). El fuego que viene a pulverizar las formas y los objetos-prótesis instaura, a su vez, otro tipo de belleza. Porque, si “no hay demasiada diferencia entre la belleza más extrema y el horror más extremo. Son dos aberraciones”, las llamas portan la belleza de destruir lo bello: “He visto centenares de incendios en mi vida y aún no soy capaz de ponerlos en palabras. Me cuesta hilvanar la cadena de desastres que ocasionan las llamas, traducir la magnitud del calor y del miedo, lograr hacerle justicia a la belleza del fuego” (“Quema”).
De ahora en más, si algo puede construirse será a partir de los restos y los escombros del mundo anterior, remanentes con los que ocurre lo mismo que con el cadáver del hombre en “Hambre”: “Tal vez no esté muerto del todo. Tal vez subsista todavía algo en ese cuerpo. Una especie de vida subterránea, microscópica y silenciosa. Una vida similar a la de los primeros organismos que poblaron la tierra”. Se trata de persistir aún en la descomposición, y que de los restos algo más se alimente.
(Actualización julio – agosto 2016/ BazarAmericano)