diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En el nuevo libro que Adriana Hidalgo suma a las traducciones de Giorgio Agamben, ¿Qué es un dispositivo?, se produce un triple movimiento que es correlativo de los tres ensayos, breves, que lo conforman. Escribo movimiento, pero también podría tipear “piezas maquínicas” que se ponen a funcionar, encastrándose entre sí y con la producción total del autor y, a veces, corriéndose de ellas, en nuevas y sutiles articulaciones de conceptos e ideas previamente desarrolladas.
Esa tríada es conceptual y ya los títulos de los ensayos dan cuenta de las piezas que ponen en funcionamiento el lenguaje y se ponen en funcionamiento a partir de él: “dispositivo”, “amistad”, “iglesia”. Como si se tratara de las entradas a un diccionario limitado y faccioso, esas palabras despliegan un potencial a lo largo del libro en cuyos despliegues y repliegues nos detendremos brevemente a continuación.
Dispositivo
Como advierte Agamben, la noción central de Foucault pocas veces aparece definida a lo largo de su obra. Se trata de un término de gran importancia, pero que una sola vez se define, de modo sucinto, a pesar de que se vuelva sobre él a lo largo de una escritura. Hay tres estancias en las que Agamben ya ha demostrado su destreza y en las que se detiene: una filológica, que le permite desentrañar los significados y los usos que ese término arrastra desde el momento en que pasa de las lenguas antiguas a las modernas; otra de la historia intelectual, que traza las relaciones y derivas de ese término en la escritura de Foucault, pero también los préstamos y usos en su formación como discípulo de Hyppolite; y una teológico-económica, a partir de la cual logra definir los alcances y las implicancias del uso de este concepto aparentemente operativo en las derivas filosóficas y críticas actuales.
En este sentido, un dispositivo, en la lectura de Agamben, no puede desprenderse del poder. Es parte de la correlación de fuerzas de un gobierno económico; es decir, “Foucault ha mostrado cómo, en una sociedad disciplinaria, a través de una serie de prácticas y discursos, de saberes y ejercicios, los dispositivos se dirigen a la creación de cuerpos dóciles pero libres que asumen su identidad y su libertad de sujetos en el proceso mismo de su sometimiento. El dispositivo, entonces, es sobre todo una máquina que produce subjetivaciones y sólo como tal es también una máquina de gobierno” (23).
Sin embargo, esta definición, para Agamben, se enfrenta con un problema en la fase actual del capitalismo, ya que los dispositivos “no actúan tanto a través de la producción de un sujeto, sino a través de procesos que podemos llamar de desubjetivación” (23). Estos procesos están ligados a los dispositivos tecnológicos actuales: “la máquina asume en sí misma la herencia del gobierno providencial del mundo y, en vez de salvarlo, lo conduce –en esto fiel a la originaria vocación escatológica de la providencia– a la catástrofe” (26). De ahí que el problema real sea, en esta dirección, la profanación como restitución al uso compartido, que nos permita salvarnos de un incesante girar en el vacío al que nos conducen las máquinas.
Pareciera inocente, pero el desplazamiento de Agamben va del dispositivo foucaultiano a la fase actual del capitalismo para fijarse en su oikonomía tecnológica y allí insistir con un concepto central de la teoría política que ya estaba presente en su escritura previa: la profanación, pero esta vez, para señalar que esta implica no un uso “completamente incongruente de lo sagrado”, o sin finalidad, como lo había definido, sino un uso compartido. Es decir, el movimiento del término dispositivo a la profanación conlleva un pequeño énfasis: de la restitución al uso común sin finalidad de los hombres, la profanación implica un uso compartido entre los hombres, una religación comunitaria que enfatiza la conjetura final del ensayo de 2005: “la profanación de lo improfanable es la tarea política de las generaciones que vienen”.
Primer excursus
Al concepto de profanación llegué por vía de La boca del testimonio (2007) de Tamara Kamenszain. Y desde entonces, comencé a usarlo en diversos artículos. Allí, desde el principio, advertí un uso de Kamenszain de ese término que me resultaba extraño con los postulados de Agamben. Cuando Kamenszain refiere a la práctica de Cucurto, Ianamico y Gambarotta como profanatorias, plantea que esto se debe a que escriben sin metáfora como si estuvieran con la “cámara en mano”: “Así, lo que era un espectáculo, se desinfla para dejar ver las cosas mismas o, mejor, lo que vive en ellas”. El concepto de profanación parece restituir al uso un dispositivo tecno-mediático a partir de la praxis poética, pero no logra precisar que allí hay un improfanable que resulta inapelable y que es el mismo dispositivo tecnológico, casi su devenir a partir de él, que resulta imprescindible. Era un matiz, mínimo, pero que, para dar lugar a la corrección política, al costado cool de las prácticas, se dejaba asombrosamente de matizar y desarticulaba la potencia sin utilidad que presupone la profanación, incluso para el buen sentido político. El acto de profanar no puede dejar de estar ligado en la escatología judeo-cristiana de la que proviene y de la cual la toma Agamben, a la idea de mal, una ambigüedad radical que ya Bataille describió en su conocido libro La literatura y el mal, aunque nos pese como algo demasiado anacrónico, y aunque le pese al propio Agamben.
Amistad
Si a partir de la idea de dispositivo, se llegaba a la de uso profanatorio sin finalidad, pero compartido, en este nuevo encastre del libro, a partir de un fragmento de Aristóteles que despliega consecuencias para la filosofía posterior, incluso, en Jacques Derrida, ahora Agamben se concentraba en eso de “compartir la pastura” o “formar parte” que implica un modo en que la comunidad humana se realiza a través de un convivir que no se define por una sustancia común, sino por un compartir puramente existencial y sin objeto: la amistad, un co-sentimiento del puro hecho de ser.
Sin embargo, antes de esta definición, Agamben ambigua el término hasta extrañarlo del sentido común: “Es posible que el particular estatuto semántico del término “amigo” haya incidido en este malestar de los filósofos modernos. Como se sabe, nunca nadie logró definir de modo satisfactorio el significado del sintagma ‘te amo’, tanto que se podría pensar que este tiene un carácter performativo, que su significado coincide, entonces, con el acto de su proferimiento. Para la expresión ‘soy tu amigo’, se podrían hacer consideraciones análogas, aunque aquí no parece posible el recurso a la categoría de performativo. Creo que ‘amigo’ pertenece más bien a esa clase de términos que los lingüistas definen como no-predicativos, es decir, términos a partir de los cuales no es posible construir una clase de objetos en la que inscribir los entes a los que se les atribuye el predicado en cuestión. ‘Blanco’, ‘duro’, ‘cálido’ son, por cierto, términos predicativos; pero ¿es posible decir que ‘amigo’ defina en este sentido una clase consistente? Aunque parezca extraño, ‘amigo’ comparte esa cualidad con otra especie de términos no-predicativos, los insultos. Los lingüistas demostraron que el insulto es eficaz precisamente porque no funciona como una predicación descriptica sino como un nombre propio, porque llama en el lenguaje de modo que el que es llamado no puede aceptarlo y a pesar de ello tampoco defenderse (como si alguien insistiese en llamarme Gastón, sabiendo que me llamo Giorgio). Lo que entonces ofende en el insulto es una experiencia pura del lenguaje y no una referencia del mundo” (35).
De este modo, amigo es un término que opera como un insulto, puesto que no tiene una denotación objetiva, sino que simplemente significa el ser, como planteaba antes, en un co-sentimiento. De ahí que la pregunta final de Agamben nos lega, por la ambigüedad del término en sí mismo, indefinible, expatriado de la posibilidad de colmar su significado, pero sin embargo central en la filosofía, nos lega, decíamos, una inquietud sobre el final: “El hecho de que esta sinestesia política originaria con el tiempo se haya vuelto el consenso al que hoy confían su suerte las democracias, en la fase última, extrema y agotada de su evolución, como se dice, es otra historia sobre la que los dejo reflexionar” (40). La pregunta que se desprende de allí no es menor. ¿Cómo es posible que la democracia confíe en el consenso y en la amistad como forma política hegemónica, siendo que la amistad es indefinible, no predica nada en sí misma, es un mero ser en el mundo como un co-sentimiento? ¿No hay allí un poder incuestionable y conservador de la democracia que se asume como un no disentir, no contrariar, no diferir del otro porque es un ‘amigo’? Y aquí, hay una homologación entre el ‘amigo’ de las filosofías y de las democracias modernas con ese otro término tan caro a Agamben, el del exiliado como un sujeto cuya indefinición pone en cuestión al sistema jurídico de los estados. La amistad, indefinible, un mero ser sin significado, es, en este caso, la práctica hegemónica del consenso (de la democracia neoliberal, neutra y global) que se impone como hegemónica en la política contemporánea, a pesar de toda su ambigüedad. Y es tan indefinible e inquietante que esto sea así que Agamben, lejos de aventurar una respuesta o una hipótesis a su legado, nos da la tarea de pensar qué implicancias tiene esto.
Segundo excursus
Cierta vez, un amigo me pasó su tesis para leerla. En una coincidencia extraña, definía la práctica de un autor como ‘dispositivo’ en el sentido foucaultiano del término. La cita que usaba para definirlo era la misma que aparece comentada en el libro de Agamben, puesto que es el momento único en que Foucault se explaya sobre él. Esa coincidencia extraña, mientras leía este ensayo, se me presentificó. Y comprendí, de golpe, que su tesis se sostenía en un error fundamental: confundir el dispositivo de Foucault con un contra dispositivo o un dispositivo paracultural, que apenas trataba de definir como revolucionario. Sin embargo, no alcanzaba a comprender que un dispositivo (paracultural o no) en Foucault, es inalienable de aquello que pretende modificar. El autor era un revolucionario para él, y yo me lo imaginaba haciendo la revolución con el Che Guevara o con Marx a través de una editorial, con libros muchas veces de culto, y me causaba gracia y ternura. La definición del dispositivo paracultural del autor que estudiaba, se parecía a una trinchera de gestos y publicaciones que cambiaba mágicamente el mundo. Esa inocencia me fascinaba. ¿Esto será ser amigos? Me pregunto.
Iglesia
En este último ensayo aparece algo que está siempre insinuado en algunos textos de Agamben, explícito en otros: la propuesta de una iglesia mesiánica, como parte de un programa teológico y religioso más allá de la institucionalidad de la iglesia católica actual. Un regreso al tiempo mesiánico, que no es ya el apocalíptico, sino el del mesías como momento previo a la institucionalidad de la Iglesia que anuncia –y espera– su fin: “el modelo de la política actual que pretende una economía infinita del mundo es entonces verdaderamente infernal. Y si la Iglesia cercena su relación original con la paroikía no hará más que perderse en el tiempo” (51). Lo que entiende Agamben es que hay que situarse en el tiempo mesiánico, que no es el tiempo apocalíptico del fin, sino el de lo vivido que espera un advenimiento, el del propio fin de la institución de esta Iglesia y “en que realmente somos”.
El análisis y las correlaciones, así como los antagonismos entre el sistema político y económico actual con el advenimiento del reino sin esta iglesia, recupera, de este modo, dos textos previos, El reino y la Gloria (2008) y Altísima pobreza (2011). El ensayo fue leído, sin embargo, en la Catedral de Notre-Dame, en París, el 8 de marzo de 2009, en ocasión del ciclo ‘Conférences de Carême 2009’. Por lo tanto, se ubica entre las dos publicaciones mencionadas. Esta situación de umbral es notoria. Porque, si por un lado, el ensayo regresa sobre las concepciones de la alternancia entre el poder económico y político de las sociedades capitalistas occidentales, que se derivan del cristianismo, y que estaba en el primer libro mencionado; por el otro, postula el advenimiento de un tiempo sin la institucionalidad de la iglesia similar al del movimiento franciscano, en el que Agamben leerá en 2011, a la comunión de sujetos en estado de excepción que se relacionan con el estado de los primeros cristianos y que fisuraban las relaciones de poder del cristianismo católico.
Nuevamente, el tiempo mesiánico en el que se sitúa Agamben está dotado de una imprecisión y una indecibilidad inaprensible para los dispositivos de poder (iglesia, estado, economía) a partir de la cual solo podrían acontecer las verdaderas formas emancipatorias de ser en el mundo. Esto se articularía con la hegemonía política de la amistad, por un lado, pero también con la práctica de la profanación frente a los dispositivos de poder contemporáneos. Sin embargo, algo en esta articulación, en este movimiento y desplazamiento, incomoda. Por un lado, la profanación del improfanable de la Iglesia católica y de la religión que saturan las reflexiones lúcidas sobre los modos de la política moderna y contemporánea en Agamben. Como si no pudiera desprenderse de ese dispositivo cristiano, no solo para pensar, sino como posibilidad, siquiera de un advenimiento futuro sin religare, sin comunión, aunque comunitaria en su pura disrupción diferencial y apertura. Y de este modo, por un lado, ese pensamiento que hemos llamado Agamben cae, así, en un ingenuo advenimiento de una Iglesia mejor, para-institucional, pero una Iglesia finalmente. Que la intervención haya tenido lugar en la Catedral Notre-Dame da cuenta, también, de esos atisbos conservadores de un pensamiento que, sin embargo, difícilmente pueda clasificarse como tal.
Pero, al mismo tiempo, es cierto que los mejores momentos de Agamben son esos donde se profana la institución eclesiástica, restituyéndola a un uso común, que difícilmente sea el del catolicismo actual o el del pasado. Por ejemplo, cuando toma prestados sus términos y los descompone para dar cuenta de sus alcances fuera del dominio religioso o teológico. Y así, también cuando homologa la iglesia al capitalismo, por ejemplo, es difícil no pensar en un doble movimiento. Por un lado, el capitalismo es nuestra religión, que nos ha separado de lo divino, pero reponiendo la divinidad en otro lugar: la mercancía. Pero, por el otro lado, toda la religión católica, como institución, ha operado y opera tan perversamente como el capitalismo, es lugar del peor de los poderes, el dispositivo más infernal de todos. Esa doble tensión basta para que la Iglesia se convierta en un indefinible e inasimilable más, en un engendro del dispositivo del mal. Es por eso que Agamben no puede desprenderse de cierto malditismo filosófico constitutivo y allí está lo mejor –y pocas veces, lo peor, como en el último ensayo programático y religioso de este libro– de su potencia.
Excursus final
En El juego de los mundos, César Aira –el narrador César Aira– planteaba que la idea de Dios era un peligro, que siempre asecha la literatura y está por imponerse, y que, por eso, había que excluirla, reprimirla. Pienso que ahí está la diferencia con Borges. La literatura de Aira es la de un Borges sin dioses ni metafísica. Y ahí está su poder radical de diferenciación en la repetición. Su novedad. Mientras recuerdo esto, no dejo de pensar en los modos en que volvemos sobre Agamben, Tamara Kamenszain, mi amigo tesista, a partir de la cita, y yo en esta reseña y en oportunidades anteriores, obliterando, la mayoría de las veces, la asechanza de la idea de dios que está en ese pensamiento. De mí, solo puedo decir que la idea de dios estuvo durante mucho tiempo en la cabeza hasta leer a Freud. Una de mis fotos familiares que más incomodan cuando aparece, es una donde estoy tomando, profundamente convencido, la comunión católica, con un crucifijo de madera enorme en la parroquia del pueblo. Después, advino mi anticlericalismo, mi agnosticismo y hasta mi ateísmo. Tamara escribió un libro que se llama El ghetto, en donde dice “ya somos disfrazados/ una fauna alejada de la mano de Dios”. Y mi amigo tiene una familia protestante, pero se hizo marxista y materialista. Todos hemos sido expulsados del reino y de las iglesias de dios, hasta de la idea misma de uno o varios dioses. ¿Será que coincidimos y leemos a Agamben porque, a pesar de que no pueda desprenderse de la idea de dios y de cierta creencia en la iglesia, encontramos en él una profanación –y un desencanto– de esas mismas ideas, que nos conmueve, y nos vuelve sus amigxs?
(Actualización marzo - abril 2015/ BazarAmericano)