diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En julio del 2021, en la ciudad de Mar del Plata, Flavia Garione y Lara Falconi organizaron una reunión en los lobos de la rambla por el aniversario de la muerte de Rosario Bléfari. Entre veinte y treinta personas, todas extremadamente abrigadas, nos fuimos sentando en el piso en una especie de ronda, algo tímidos, mientras esperábamos a ver si llegaba alguien más; yo salía por primera vez a la vida en sociedad después de haber tenido covid así que me sentía entusiasmada y rara en partes iguales (ese día alguien me dijo que parecía que la enfermedad me había achicado y desde ahí considero efectivamente que mi cuerpo es aún más pequeño). El reencuentro, sin embargo, no era solo mío: en un punto, todos estábamos experimentando el volver a las reuniones para escuchar una lectura de poesía después de casi un año y medio. Algo de esa falta de costumbre se notaba. La gente se miraba con caras de ¿empezamos? y solo atinaba a hacer risitas de nerviosismo. Finalmente, cuando la cosa se puso en marcha hubo poemas, canciones leídas a coro y cantos varios: un chico tocó atinadamente “Viento helado” y después la voz de Nina trajo la voz de Rosario como si fuera una médium.
Creo que, de todos los que estuvimos ahí, nadie puede negar que lo que vivimos en ese momento fue algo cercano a una experiencia paranormal; abriendo bien grande los ojos, azules como el mar del invierno, y su cara de juventud, Nina nos dijo que iba a cantar una canción de su autoría que a su mamá no le gustaba porque tenía ganas de molestarla un poquito. Todos reímos. Mientras ella empezaba a entonar las primeras notas, mi mirada se perdió en la profundidad de la escena, donde un grupo de adolescentes con polleras tableadas y buzos de peluchito repetían una y otra vez una coreografía de K-pop y pegaban pequeños gritos. A decir verdad, la música que salía del parlante interrumpía bastante la performance acústica de Nina restándole emotividad al asunto; al principio, la situación me incomodó porque sospechaba que todos los presentes eran conscientes de que lo que sucedía arruinaba el momento pero después me pareció que, en un punto, la casualidad había conjugado azarosamente ambas secuencias para recordar a la homenajeada a su manera. Las productivas disonancias de lo fuera de lugar, la belleza de las cosas nimias y sin sentido de la cotidianeidad, los detalles extraños que pasan a ocupar el centro de la escena: todos elementos propios del mundo Rosario Bléfari, de esa poética enigmática y sencilla, al decir de Cecilia Pavón. Así fue como, mirando a las chicas k-pop, sentí que si giraba mi cabeza hacia atrás, despreocupada, olvidando todo, iba a ver a Silvia Prieto tomándose un café con el canario y Armani.
Una sensación similar tuve mientras leía Las reuniones, libro que Bléfari publicó en 2018 por Rosa Iceberg y que reunió textos que la autora ya había publicado como plaquetas en Belleza y Felicidad en 2008 y en la editorial chilena Lectura Ediciones en 2016 bajo el título Mis ejemplos. Dicha impresión tenía que ver con que, por un lado, sin lugar a dudas, los cuentos comparten cierta estética Rejtman: historias mínimas raras y naif, que muestran una manera otra de mirar y habitar la realidad en la que lo cotidiano y lo precario adquieren una potencia narrativa inusitada, con personajes que toman decisiones aleatorias y sin mucha explicación, movidos solo por el deseo o el capricho, y con la construcción de un tiempo extemporáneo propio del espacio del interior de la provincia o de las ciudades balneario fuera de temporada. Por el otro, porque no es solo que una como lectora logra reconocer esa atmósfera sino que además ocurre algo singular que tiene que ver con que en determinado momento empiezan a desdibujarse las fronteras entre realidad y literatura y una empieza a sentir que esa pesadez maravillosa de irrealidad también invade nuestro mundo. Mientras leía el tercer relato, “Miniturismo”, fue que comprendí esta cuestión:
Entramos a Cañada de Gómez por un largo bulevar arbolado. Veníamos por la ruta nueva pero, buscando nafta, cruzamos el pueblo para salir a la ruta vieja donde vimos un hotel de los años setenta que podría ser una locación perfecta para alguna película. Lo apunté en mi libreta, para algún trabajo. En el auto, que manejaba Miguel, íbamos los cuatro amigos de siempre, los que insistíamos con los viajes de fin de semana para conocer más el país, pagando entre todos la nafta y durmiendo en casas de amigos. A mí, además de pasear, me sirve no solo para relevar locaciones, sino también para la otra libreta donde llevo un inventario de lugares donde comer bien o bares que están abiertos hasta muy tarde. Lo voy publicando en mi blog “El monje sibarita”.
Cuando llegue a esa parte, me asaltaron una serie de pensamientos sin sentido: primero pensé que Rosario Bléfari le había robado ese nombre a mi amiga Flavia, que tiene una cuenta llamada @monjesibarita en la que sube fotos de los platos que se hace a ella misma sin receta para inspirarnos a los demás a cocinar con lo que hay en la heladera y mucha creatividad. Después mi mente se dio cuenta que eso no podía ser porque Bléfari estaba antes en el mundo que mi amiga así que rápidamente pasé a la idea de que todo esto era una casualidad que evidenciaba que ellas eran almas gemelas. Esto último se ve que no me convenció del todo porque en un instante mi cerebro se movió hacia la teoría de que seguramente cuando Bléfari murió en el 2020 había poseído el cuerpo de Flavia ya que justo unos días después de su muerte, en plena cuarentena, fue que mi amiga creó extrañamente ese usuario de instagram. Lo que quiero decir con todo esto es que puedo jurar y perjurar que esta ráfaga de reflexiones absurdas no fueron producto de la locura o algún tipo de sustancia sino una consecuencia directa del efecto que tiene la escritura de Bléfari en quien lee: en menos de una hora, que es lo que me había llevado llegar hasta el tercer relato, yo ya estaba pensando como pensaría un personaje de uno de sus cuentos.
Esta experiencia de extrañamiento y contaminación puede atribuirse por una parte a que, en efecto, la autora trabaja con personajes comunes y corrientes, que no tienen nada de extraordinario, y que nos llevan a pensar que en definitiva cualquiera de nosotros podría ser un personaje de esos cuentos. Pero a su vez hay algo más y es que, esa capacidad que tiene Bléfari de moverse de un género a otro, de la literatura a la música, es decir, de trabajar como si no hubiera fronteras o límites entre las cosas, pareciera también abalanzarse sobre la realidad para difuminar o volver ambiguas la línea que divide la ficción de lo que no lo es. En “Puerto deseado”, otro de los relatos, el narrador llega a un festival para bailar en un espectáculo teatral y termina, casi sin querer, apropiándose de la identidad de Manuel Riotto al subir al escenario a recibir el primer premio en un concurso a la mejor risa. Mientras está en el pueblo, y con ese nuevo nombre, el narrador descubre otra vida posible en la que no solo tiene éxito social sino que despliega habilidades que no sabía que tenía como la de ser dj y hacer bailar a toda una fiesta; en una apuesta por la profanación de los nombres y las definiciones de las cosas, es la ficción, incluso cuando es un invento para unx mismx, y la convicción de que el lenguaje y los límites del mundo son tan solo una convención más factible de ser trastocada una y otra vez, lo que habilita nuevas vivencias.
Al respecto, en una entrevista que le hace Valeria Tentoni para el blog de Eterna Cadencia, Bléfari comenta que “en los cuentos es un poco como que se concretan o se perfeccionan algunas cosas que no pasaron, entusiasmos pasajeros, entonces ahí puedo hacer que algún personaje los desarrolle y que esa realidad tenga lugar en algún lado. Porque también es eso: uno no puede hacer todo. Me encantaría, pero no puedo, entonces bueno: hay un personaje que lo hace. Es una forma de realidad”. El método Manuel Riotto es también entonces el método Rosario Bléfari. Y de hecho, y repitiendo en cierta medida lo que hace el personaje de su cuento, la escritora le comenta por ejemplo que en realidad de las libretas que aparecen en “Miniturismo”, la única que existe es la de las comidas pero que la de las locaciones es un invento que puede cumplir justamente en la ficción. Todo esto evidencia que, a pesar de lo multifacético e interdisciplinario del proyecto artístico de Bléfari, la realidad no deja de constituirse en algo insuficiente que la literatura parece venir a compensar.
En esta línea, hay en youtube un ciclo en el que ella habla sobre sus proyectos inconclusos. Allí, comenta sobre una muestra que siempre había querido hacer de volantes de recitales: dice que tenía muchísimos, cajas repletas, de bandas que no le gustaban pero el volante era lindo o, al revés, de bandas que le gustaban pero que el volante era feísimo. Aunque finalmente nunca se llevó a cabo, en un momento la idea llegó a prosperar bastante: había imaginado una sala blanca con los volantes ploteados gigantes y debajo de cada imagen un grabador con casete que tuviera un fragmentito de una canción de la banda en cuestión en loop. Pero el problema era la cuestión técnica: cómo agrandar los volantes y que no perdieran calidad de imagen, cómo cortar y pegar las cintas para hacer los loops, todas ideas que iban atrás de la tecnología. Eso, entre otras cosas, hizo que la muestra nunca se hiciera. No obstante, Bléfari señala que de todas maneras ese proyecto vive en ella, siempre la imagina e incluso dice que puede cerrar los ojos y ver “los 20 grabadores, los 30 grabadores funcionando al mismo tiempo con los loops de esas bandas que no existen más o que tocaron una vez y se pelearon todos, o que se hicieron famosos y nunca más volvieron a tocar en ese antro”. A pesar de esto, ya hacia el final de la charla, confiesa que le da un poco de tristeza que la idea se haya frustrado pero que al contarla ahora, en el 2010, es decir hace 10 años, capaz alguien la toma y la hace. Ya no es solamente que la literatura viene a suplir lo que se llega a hacer en vida, sino que son los demás los que pueden completar la tarea: fiel a sus inicios en la escena under de los ´80 y a la filosofía DIY, el quiebre de los límites también alcanza a la obra propia, que se pierde y se difumina en una creación que en definitiva siempre debe apelar a lo colectivo para seguir viva.
Quizás sea finalmente por esta necesidad de borronear la autoría individual para fundirse en un arte público que es hecho y continuado por todxs, lo que hace que, a pesar del presentimiento constante de que Bléfari está ahí todo el tiempo de alguna manera u otra manera, no podamos terminar de detectar qué es ella y qué no, qué pertenece a la vida real y qué a la ficción. Según cuenta en la misma entrevista, este desdibujamiento se lo enseñó María Moreno una vez que ella fue a mostrarle sus escritos para que la publicaran en Las12:
Yo tenía una carpetita de cosas impresas, y una nota que le había hecho a Fernanda Laguna, gigante. No sabía hacer notas, así que era más bien un escrito en el que al final hablaba de mí, de mi experiencia yendo a verla, de lo que yo pensaba sobre ella. "Está muy bien, esto puede ser. Pero tenés que sacarte a vos. Vos estás en un costado, no estás acá", me dijo. Genial. Y entonces ahí lo trabajé y se lo mandé. Y salió.
La anécdota es interesante por varios motivos: no solo porque deja ver cómo fueron sus comienzos y el círculo en el que Bléfari conectó con la literatura sino porque expone con claridad esas dos estéticas, esas dos maneras de concebir la escritura, que confluyen y se mezclan para producir la singularidad de su obra. Por un lado, el gusto y el deseo de escribir que produce la presencia de Fernanda Laguna, con la explosión del yo, los sentimientos y la hermosa y productiva desfachatez del fenómeno Belleza y Felicidad; por el otro, el oficio de la crónica, la técnica, el corrimiento del yo que le propone María Moreno. No hay elección en Bléfari entre una cosa y la otra sino que, por el contrario, pareciera que nunca hubiera abandonado ese método inicial de primero estar ahí con su yo adelante para después empezar a desdibujar poco a poco todo lo que tiene que ver con ella y sus emociones.
Es el peor peligro, uno de los peores peligros; dejarse llevar por una emoción. A veces me pasa que leo un cuento, cuando ya estoy en una instancia de corrección, y al terminarlo me emociono. Y entonces es que algo está mal. Busco dónde está la espina que en el cuento quedó escondida para mí. Y la saco. Pero eso lo aprendí de las canciones, evitar el lugar del signo -porque después algo de ese espíritu queda, de esa intención, de lo que llevaste ahí. Pero el signo que te punza, que me punza a mí, no va. La construcción está mal, tiene una pieza que está puesta para mí, y no debería quedar nada para mí ahí ya. Y después, cuando yo lo saco, además me doy cuenta de que era un punto flojo. Era un guiño que yo me hacía, o que de alguna manera le hacía a otra persona. Ataba al cuento, o la canción, a mí y a otra cosa: entonces el material no está liberado.
Liberar el material de todo lo que lo une a ella, contar un proyecto inconcluso para que otrxs lo sigan. Rosario Bléfari es, ante todo, una máquina de contagiar ganas de hacer: se leen sus cuentos y surge el deseo de escribir, se escuchan sus canciones y dan ganas de cantar. En el cuento “Agenda suspendida”, leemos hacia el final que la narradora prepara un bolso para internarse al otro día por una operación que si bien no es riesgosa, no se puede postergar más. “No quise hacer una segunda consulta con otro especialista. Después vendrá el tratamiento y todo eso. Al fin voy a tener la razón perfecta para no hacer nada y decir a todo que no. Mi agenda tiene las semanas cruzadas por una raya que la suspende por tres meses”. Lejos de constituirse en una acechanza o en un drama, la enfermedad que sabemos que sobrevendrá fatalmente años después aparece de forma oblicua casi como si se tratara de un retiro a un spa al que la narradora puede ir para evitar a la fuerza cualquier tipo de compromiso. Como si lo que hiciese falta contener no fuera tanto eso que empieza a avanzar en el cuerpo sino la vitalidad que hace que la narradora no pueda dejar de hacer muchas cosas a la vez. Quizás eso haya sido después de todo la escritura para Rosario: una forma más de traspasar los límites, una forma más de liberar su propia vida para que se multiplique a pesar de esa cosa nimia y sin importancia que llamamos finitud.
(Actualización mayo – junio 2022/ BazarAmericano)