diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Esta chica es especial. Esta chica es tan hábil escribiendo que pudo construir un libro lleno de personajes de todas las edades. Desde una nena de diez años en una mansión de película hasta la madre solitaria de un hijo adulto que se fue a buscar el cielo en algún lugar salvaje de Brasil, pasando por adolescentes que se entregan a hippies veinte años mayores a cambio de un poco de sexo que las haga sentir queridas, o un grupete de novatas que saborean besos como frutas en una cadena hacia la verdad, hacia el futuro. También hay jóvenes madres, una puérpera que viaja al medio de la nada para presentarle a su bebé al abuelo vagabundo, que, en su casilla desconectada, pretende bendecirlo dándole un dedo de miel, y no tiene idea de que no hay que darles miel a los bebés. Una madre joven que se emborracha con whisky en la playa al mediodía porque “la familia es una telaraña”, para terminar seducida por un adolescente, de la misma edad que su hijo, fumada entre médanos calcinantes, un desierto laberíntico en cuyo centro encontrará el vacío de su vida o, con suerte, alguna forma de huir.
Los personajes de Tani se mueven en constante búsqueda. Búsqueda de experiencia, de reconocimiento, de una mirada habilitante, de aceptación. Son gente perdida, gente en algún tipo de exilio, obligado o inventado, gente en un camino de espiritualidad extremo y dudoso, gente al borde. La incomodidad que viven los personajes se vuelca hondo en quienes leemos. Porque los textos muestran mucho de lo que pasa, con despampanante precisión, con metáforas y comparaciones indelebles, pero a pesar de todo, lo que muestran es que algo no está. Nos falta una explicación, nos falta la respuesta, la certeza de que todo va a estar bien, nos falta el final.
Mientras leemos, fascinades por les personajes y sus álgidas derivas, tenemos una media sonrisa. Todo es bastante ridículo, grotesco y hasta divertido, sí. Pero la otra mitad de la boca se nos tuerce, y el motivo es la sutileza con que los cuentos nos exponen a un tipo de devastación, una línea de desgarros. Con silencio, con elipsis, lo que hacen es exponer la falta. Falta de autoestima, falta de amor, de contención, falta de cuidado o simplemente falta de claridad.
Quienes escribimos nos solemos hacer la típica pregunta: ¿para qué? ¿Hace falta? Voy a pecar de ingenua, pero pienso que escribimos para salvarnos, aunque sea un rato. Luchamos duro contra la voz que nos maldice y nos mete la pata para que tropecemos, para que metamos la pata y abandonemos todo. ¿Hace falta? ¿Por qué seguimos? En el fondo sabemos que algo nuevo va a pasar cuando hayamos consumado nuestro trabajo. Cuando lo que estaba apelmazado y silencioso adentro haya salido afuera, cuando haya sido extirpado, construido y reconstruido, cuando “eso” se haya convertido en algo que, lo sabemos bien, alguien más considerará una ofrenda.
Y así es como la falta será convertida en un bien, no un bien que nos ha sido dado por la gente perfecta que nos trajo a este mundo, generosa, llena de sabiduría y abundancia. Sino un bien que nos otorgamos a nosotres mismes y, al mismo tiempo, damos al mundo, a ese grupete adorado de lectores que con gusto nos acompañará a través del trecho de vida que compartimos avanzando por las oraciones y los párrafos.
Este libro comienza con una carta de amor. Es la copia de otra, enviada y oculta. Esa carta terminará apretada en un bolsillo, apretada con la fuerza de la vergüenza y el miedo, con la fuerza de la soledad. A lo largo del recorrido del libro, los distintos personajes derivarán en sus búsquedas, y al final, en el último cuento, el libro nos demostrará que la literatura puede ser una proeza. Los recursos literarios no son meros adornos para narrar una serie de hechos encadenados por las leyes de la causalidad, sino la posibilidad de redimirnos y de transformar. Un recurso literario puede iluminar aquello que ni el lenguaje cotidiano ni los pensamientos insistentes pueden. Por ejemplo, el punto de vista.
Sólo a través del acto de escribir una narradora podría ser capaz de enfocar el punto de vista en su propia madre en el instante de abandonarla. Es curioso que mediante un mero artificio lingüístico se logre calar en la verdad. Y sorprende también que sea a través del acto de escritura que de algún modo esa falta pueda modificarse. La narradora enfoca en su propia madre, deja de mirarla como la miró toda la vida, se permite estar a su lado. Con ella duda y siente. Me alivia creer que éste es quizá un modo, o el único modo, de soltar algo de ese largo lastre, y quién dice, perdonar…
Este último cuento del libro resignifica todo el recorrido, pareciera dar una explicación a tantos devaneos en busca de una verdad asertiva, de una contención auténtica, absoluta. En “Wilfredo”, un perro viejito es adoptado a la fuerza por esa madre que acaba de cometer lo contrario de una adopción. Desde entonces, Wilfredo viaja cada día junto a la madre taxista, emigrada en Brasil. Wilfredo es un copiloto del amor, viaja con su cheiro de cachorro muy cerca de la mujer que maneja y de la foto de una nena que quedó medio huérfana, pero que algún día se hará dueña de la historia, contándola como puede y como quiere, porque puede.
Escribir es sin duda una experiencia y un acto transformador del mundo y su relato. La belleza y la liberación se conjugan a través de un proceso trabajoso, mientras se exhala hasta la última gota de aire atrapado, ese veneno carbónico. Así se respiran los cuentos de Tani, en apnea, rogando que llegue el aire como una bendición, un dedo de miel heredada. Rogando que una suegra chamánica nos vuelque, después de tanto bochorno sureño, una inmensa vertiente de agua sobre el cuerpo que ansía.
Este es el segundo libro de Tani que leo, maravillada por la gran escritora que es, por la precisión de sus frases, de sus apreciaciones, por la crudeza y la ternura revolcadas en una misma masa que recibo como un don. Es el libro de una escritora consumada, que no titubea jamás. Leemos cebados por la avidez con que nos alimenta a lo largo de cada relato, leemos casi lascivos: pareciera que nos va a decir una verdad tan absoluta, entre catastrófica y redentora, que nos quedamos en total quietud, a la expectativa. Y al final, lo que hace es dejarnos pendulando al borde del abismo, igual que sus personajes. Nuestra narradora nos suelta justo ahí, en estado de vértigo, con ganas de saltar o de seguir. Con ganas de seguir.
(Actualización mayo – junio 2022/ BazarAmericano)