diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Nueve perros es un relato diferente y a la vez representativo de la narrativa de Silvina Ocampo. No descarto que pueda decirse esto mismo de todos los suyos. La diferencia principal reside en el móvil biográfico que lo inspira: describir cada uno de los perros que ella y Bioy Casares tuvieron en Rincón Viejo, el campo de Pardo. Rara vez la vida personal encuentra un ingreso tan franco a su literatura. “Mi vida no tiene nada que ver con lo que escribo”, le dijo a Noemí Ulla. El cuento resulta ante todo una colección de retratos perrunos. Cuenta Ernesto Montequín que Ocampo había previsto, inicialmente, el título “Catálogo de perros”. De hecho, el primero de los perros presentados, el único sin nombre, es, estrictamente, un “perro pintado” al óleo en un cuadro sobre la chimenea de la casa en la que la narradora veraneaba de niña. El retrato, género literario y a la vez artístico, constituye una forma recurrente en Los días de la noche, el libro de 1970 en el que Ocampo incluyó “Nueve perros”. Ahí están los retratos de Ana Valegra, Celestino Ifrán, Coral Fernández, Livio Roca, por mencionar solo algunos, pertenecientes a protagonistas extravagantes de cuentos homónimos.
Pero decía que, en este caso, los retratados son perros, perros que Daniel García imagina azules en las tapas de la hermosa edición ilustrada que preparó para Beatriz Viterbo. Azules como “El pájaro azul”, de Andersen, cuento que Ocampo recrea en El caballo alado, otro de sus libros ilustrados, en este caso, por Juan Marchesi. Junto con Autobiografía de Irene, a cargo de Norah Borges y El tobogán, a cargo de Beatriz Bolster, estos son los tres relatos y artistas que anteceden a García en la tarea de ilustrar a Ocampo. Aunque ella misma fue dibujante y pintora (la escritura resultó una opción posterior) no se conocen libros suyos con ilustraciones propias. El azul de García podría remitir también a la leyenda de Barbazul, el cuento de Perrault, que Ocampo reescribe en “Jardín de infierno”. Sin embargo, prefiero insistir en “El pájaro azul”, de Andersen, para entrar, por la vía del cuento infantil, también llamado “de nodriza” o “cuento azul”, a la cantidad de relatos de y con animales que puebla su narrativa.
La infancia es la fuente proteica e incesante de la literatura de Silvina Ocampo. De ella proceden los personajes, los asuntos, las formas, que la configuran. También las voces narrativas, sobre todo las voces, si se advierte que la infancia no es para Ocampo una edad cronológica de la vida sino la experiencia capaz de neutralizarlas a todas. Como en “La liebre dorada”, cuento hermano al que Nueve perros alude de modo explícito, el apólogo o la fábula, variantes tradicionales del relato para niños, ofrecen la matriz argumentativa de esta historia. Las imágenes perrunas son la contracara de una visión despiadada de lo humano. Los imaginarios de animales tuvieron durante mucho tiempo la capacidad de metaforizar lo otro del hombre a partir de dos vías complementarias: la humanización o la reificación de lo animal. Los nueve perros de este relato se caracterizan por sus atributos humanos. Suelen ser francos, fieles, obedientes, nobles, protectores, maniáticos, creativos, narcisistas, asumen conductas propias de personalidades elaboradas, como es, por ejemplo, el caso de Sombra la única hembra de la manada, que “cuando entraba en celo se ponía desdeñosa y erguida, haciéndonos creer que era preciosa”. Áyax, Sombra, Sacastrú, Lurón de la Morlay, Dragón, Zepelín, Señor y Constantino, la mayoría de los nombres anticipa la sofisticación y la hidalguía que a menudo se les atribuye. Pocas literaturas tienen un cuidado tan esmerado de los nombres propios: la serie va del nombre de un héroe legendario de la mitología griega al de un emperador romano, pasando por el afrancesamiento recargado de un Lurón de la Morlay. Sacastrú viene de Martín Sacastrú, el seudónimo que el joven Bioy eligió para publicar su segundo libro, 17 disparos contra el porvenir.
Los perros de García mantienen una correspondencia relativa con las secuencias del relato; en ocasiones se dejan llevar por un impulso propio. Basta con visitar la galería del número anterior de bazaramericano para apreciar hasta qué punto, y de cuántas formas y colores distintos: líneas, trazos, manchas, perro de contornos perfilados, perros difusos, García hizo suyo el encargo inicial de Adriana Astutti. Sombra y Dragón, los perros menos descriptos en el cuento, son los más detallados en los dibujos: los únicos con una imagen frontal y delineada de sus rostros a página completa. La ternura tiñe la mirada de ambos. García reescribe a Ocampo para mostrar que ese perro insignificante, el “perro de cualquiera”, “al que nadie quiso mucho, pero que todos estaban a punto de querer”, merecía la atención y el cuidado de un Áyax, un Lurón de la Morley o un Constantino Von Düsseldorf, los tres predilectos de la autora. Se parece a la autora, a Silvina Ocampo joven, la mujer dibujada que abraza a Lurón sobre una mesa con mantel a cuadros. Lo abraza, lo protege, lo prefiere, pero ni siquiera ella queda a salvo de la moraleja que su relato propone. La narradora cuenta que la última vez que Lurón enfermó se olvidó de él y lo dejó en la sala de operaciones.
A la humanización de los animales, Nueve perros contrapone la animalización de los humanos. “Animal es usted”, le dice la narradora a Teresa Borra, la mucama que maltrata a Lurón pidiéndole en vano que le alcance el diario a su ama. La fórmula condensa la lección del relato. Hans Hundhaus, el entrenador de perro que se ofrece a educar a Constantino, utiliza un collar que al cerrarse sobre el cuello del animal que desobedece le clava las puntas implacables de sus eslabones. Cuando Constantino muere envenenado por haber comido carne con estricnina, destinada a los gatos, la narradora sospecha que el responsable es un niño hipócrita que repite incesantemente “Murió de muerte natural”, “Murió de muerte natural”. No hay humano que no actué con ferocidad en estas páginas. Pero nadie más animal que Borges, cuya animalidad se activa por indiferencia. Su inclusión en el relato es, además de un efecto de realidad, la continuación de una venganza. Lo había dicho Alejandra Pizarnik: el centro magnético de los relatos de Ocampo es hacer visibles la pasiones infantiles. Nueve perros insiste en el episodio que, en 1964, ella había elegido para encabezar “Imágenes de Borges”, el retrato del amigo que la revista Cahiers de L´Herne le encargó para el número homenaje. Lo transcribo completo:
Hace mucho que lo conozco, pero mucho más que lo quiero. A veces lo he odiado; lo odié por causa de un perro (…)
Estábamos en la playa durante el verano. Yo había perdido a mi perro Lurón; lo adoraba como se adora a los perros. Llorando, lo buscaba por los caminos que llevaban al mar, golpeando cada puerta, preguntando a cada persona si no había visto un perro con collar rojo, inteligente, mediano, de color castaño, el pelo rapado salvo en la cabeza y las patas, sin cola, etc. Era inútil explicarles que se trataba de un caniche. Lo mismo habría dado decirles canilla o cariz. Borges escuchaba, miraba, pensando que esta historia del perro era inaudita. Ni una palabra compasiva. Me puse esquiva con él.
–¿Pero estás segura de que podrías reconocer a tu perro? –me preguntó, quizá para consolarme.
Yo lo trataba con resentimiento, pensando que no tenía corazón.
Odiar a Borges es difícil, porque él no lo percibe. Yo lo odiaba; pensaba: "Es malo, es idiota, me pone los pelos de punta, mi perro es más inteligente que él, porque sabe que todas las personas son diferentes, mientras que Borges piensa que todos los perros son iguales".
La escena contiene en germen el argumento de Nueve perros. La conclusión no solo anticipa la moraleja del relato sino que resume además la cosmovisión ocampiana: su fobia a lo humano, a la crueldad, las ambiciones y las demandas humanas. “No soy sociable, soy íntima”: la cláusula que con que Ocampo se autodefine esconde una idealización de la animalidad. “Yo quisiera vivir solo con animales –dice un verso de Whitman que ella cita. Son tan plácidos y tan contenidos en sí mismos, ninguno tiene la demencia de querer ser el dueño de las cosas.”
“Vivir solo con animales”. Me pregunto cuándo empezó Adriana Astutti a soñar con este libro, en qué circunstancias el proyecto se le tornó imprescindible. Leíamos, conversábamos y escribíamos sobre Silvina Ocampo desde mucho antes de que “Nueve perros” se recortase del conjunto de la obra para dar nombre a la revista que ella y Marcela Zanín pusieron en marcha en pleno 2001. La selección de cartas de Silvina a su hermana Angélica que Lila Zemborain tenía en su poder y que ella y Adriana editaron para el primer número de la revista deben haber contribuido a su atracción por el relato. ¨Conseguí unos inéditos de Silvina –me dijo por teléfono, con la satisfacción de tener un tesoro que yo envidiaba”. Las cartas están fechadas en diciembre de 1937 y enero de 1938. Silvina escribe desde Pardo y le cuenta a Angélica las peripecias con Lurón y Áyax en términos similares a los de “Nueve perros”.
Como verás no tengo otro tema. Lurón ocupa actualmente uno de los lugares más importantes en mi vida. Que un ser humano me quiera me parece y me ha parecido siempre un milagro pero que un perro me quiera es otro milagro y la repetición de un milagro me asombra demasiado para que no te hable todo el tiempo de él.
No había vuelto a leer estas cartas hasta que Carolina Rolle me invitó hace unos días a presentar el libro. Las preguntas por el origen del proyecto, que Carolina concretó con la tenacidad amorosa de quien tiene una misión que cumplir, no dejó de darme vueltas desde entonces. En el verano del 2009-2010, Adriana empezó a traducir Mi perra Tulip, de Ackerley, por recomendación de Julieta Yelin, que antes se lo había recomendado a Lumen sin éxito. Hacía ya muchos años que la animalidad era un tema entre ambas. Mientras traducía a Ackerley, Adriana adoptó a Moreira, el vizsla que ocupó de inmediato uno de los lugares más importantes de su vida. En la presentación a la galería de bazaramericano, Daniel cuenta que le pidió los perros en 2015. Desde el 2013, él ya la tenía a Magui, la weimaraner a la que le dedica varios de los retratos de la galería. También hay allí un retrato de Arturo, el cuzco de Zanín. La cofradía perruna estaba en marcha. Adriana había logrado vivir solo con animales. La veo ahora en una foto de esos años leyendo en el jardín de su carta de Puerto Paraíso con el Moro sentado a su lado y no tengo dudas de que se siente Silvina Ocampo.
(Actualización mayo – junio 2022/ BazarAmericano)