diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
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La lengua amadísima
La lengua de la llanura, de Carlos Battilana, CABA, Caleta Olivia, 2021.

Mientras la luna se abre paso y el sol se mueve por sí mismo, el invierno entra con fuerza en la llanura que imagina el poeta. La luna no siempre es la misma ni el sol es el de todos los días, pero tampoco la llanura es esa que pueblan sus habitantes primeros ni la que hablan los idiomas conocidos. Ya desde los epígrafes de Hugo Padeletti, Nicolás Mascardi y Tomé Hernández, que contienen las imágenes recién referidas, Carlos Battilana en su nuevo libro nos invita a ingresar por vías inesperadas y con otras claves lingüísticas a los territorios que diseñaron las ficciones fundacionales de la Nación: el Desierto, el mar, el río, Tierra adentro, la llanura.

¿Dónde nos paramos habitualmente para reconocer la llanura? Podemos contagiarnos de los viajeros europeos de fines del siglo XVIII y trazar una panorámica, tan virginal como vertical, e ilusionarnos ópticamente con la captación de la pura extensión. O recordar la llanura en pugna entre el acá y el allá de la zanja, entre el ahora del blanco y el pasado infiel, conforme a las pretensiones ordenadoras de un paisaje insurrecto. ¿Por qué acaso no visualizar la célebre imagen del ombú dando sombra al gaucho holgazán, según la voz ideologizada del XIX?, si el ombú marca división entre civilización y barbarie en el poema de Esteban Echeverría. Quizá también es posible recrearla como reducto productivo tras el proceso de alambre y privatización de la tierra.

Pero a nada de eso nos lleva el poemario de Battilana, donde se instala una topografía del costado que cambia los puntos de referencia acostumbrados. De pronto, la orilla, la vera de la ruta, la playa, la ventanilla de un auto actúan como horizontes posibles para la llanura. El poeta nos avisa que es entre las últimas luces, como las de la orilla borgeana, en los márgenes del río o en el mar donde sucede una historia que es “como un líquido/ corriendo/ al medio del pecho”.

“Enigma”, el primer poema del libro, funciona como un manifiesto, en que se deja asentado todo: hay un antes, un ahora y un porvenir. En ese periplo témporo espacial se produce un reconocimiento y desde entonces la llanura queda huérfana de “verdadera comprensión”. Ese mismo territorio, que antes se vistió de viento y se adornó con rocas, queda ahora picado por la “piedra dura de lo inhóspito”, al pulso de la mejor de las incertidumbres, aquella cuyo sentido seguirá el ritmo de los afectos. 

Esa ausencia de interpretaciones a la que nos enfrenta la llanura en el poemario de Battilana entra en serie con la potente imagen que Jorge Luis Borges traza en “El fin”: “Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música…”.

Lejos de habitar la clausura, la llanura de  La lengua de la llanura se afirma entre inagotables reversiones y perversiones para terminar por ser la más amada, o por qué no decirlo con el énfasis del superlativo, la amadísima; esa que en lugar de prestarse otra vez a ser contemplada pide a los gritos que empiecen por fin a escucharla, esa que, por hambrienta de sentidos y contada con la retórica del amor, habilita muchas posibilidades para la ficción. 

Sobre los poemas que van y vienen entre composiciones estróficas libres y prosa poética se despliega un sistema pronominal asistemático tanto en el orden semántico (“yo”, “ella”, nadie), en  relación con su referente extratextual (¿quién es quién?) y con ropaje de identidades sexoafectivas diversas (las pasiones lesbianas ganan la partida).    

Hay un sujeto poético que, por momentos, se hace presente y despliega con destreza el uso de la hipálage (“charcos moribundos”) y la construcción de sinestesias (sonidos que recuerdan olores), que se difumina en otros o se reinventa  mediante un juego lingüístico que flexiona en femenino para los adjetivos. La fluidez genérica de voces y placeres y la reubicación de la llanura como territorio desde donde mirar, asentar una idea nueva de comunidad y contar la historia otra vez (“la historia de la eternidad” como en el poema que le guiña el ojo a Borges) son los pasos que derivan en  una lengua propia para la llanura. 

La lengua de la llanura es la que remeda el chisporroteo furioso de una hoguera que apiña y disuelve materia. Es también la que surge en las costas y se pregunta si en la orilla es donde empieza o donde termina el mar.  Es la que le canta a la noche en versiones desviadas de los nocturnos modernistas hasta hacerlos casi desaparecer, porque también el poeta decreta un fin (Borges de nuevo) y así los grillos dejan el canto, la luna vieja se come al agua, el sol nace y todo lo cubre. También esta lengua reversiona el origen del fuego, entabla nuevas relaciones con los demás elementos naturales, cambia la perspectiva y colabora en el ritual del acto de empezar  los días de un año que abandona enero y comienza en junio: 

“No lejos de la costa, mujeres y hombres se levantan otra vez. Encienden el día con piedritas, y hacen de los desprendimientos de la naturaleza una suerte de sostén (…) Ese acto de empezar el día, aun en la dificultad, es una forma de amar el río, que allí, muy cerca de la llanura, avanza vertiginosamente en dirección al mar”.

El poeta se ocupa en sus versos de desentrañar el principio del mundo con una teoría del lenguaje desprovista del ejercicio de la abstracción y que, como en el Golem (¡Borges y Borges!), la referencia no alcance para cooptar la cosa: en la rosa no entra la rosa, ni el Nilo en la palabra Nilo, ni las plantas ni las flores son dúctiles  de aglutinar en un término global, en series significantes predeterminadas o en un universo de clasificación general. 

A nada se le parece menos la lengua de la llanura que a la lengua productiva, a la del territorio, a la de la Nación. En las noches del abril que termina, en ese tiempo del año que nace, la flor única y la planta particular son designadas mediante una pasión distinta a la de la complejidad, el lucro y la referencialidad. Se trata de una lengua a puro gasto, que rebalsa de amor al detalle. A esos amores, el poeta los nombra empapado de sensorialidad y cenestesias: amores que corren por las nervaduras y brotan en cada tallo y se contagian del deseo y son capaces incluso de tocar el cielo con sus dedos para poder ver.

El corte de verso de estos poemas es similar a la línea de flotación en que nos sitúa el habla  -mejor que lengua, afirma el poeta- de una llanura que se va haciendo más acuosa que desértica, más amada que peligrosa, más litoral que central, epítome nuevo de esos indios que parten del mar para adentrarse en la tierra. Una imagen tan sensual que se parece, como en  la historia de la eternidad de nuestro poeta, “casi de modo literal, a la primera visión de un dios”. De uno, no más.

 

 

(Actualización diciembre 2021 – febrero 2022/ BazarAmericano)

 


 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646