diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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La prosodia del inmigrante
Las máscaras democráticas del modernismo, de Ángel Rama, Santiago de Chile, Mimesis, 2021. Edición a cargo de Hugo Herrera Pardo

Se subieron al barco del mundo sin reparar en medios, en franca pelea: venían de las profundidades, de los márgenes desdeñados, y se hicieron un lugar entre los que ocupaban espaciosos puestos sobre cubierta. Acarreaban cosmovisiones propias, a veces simples e incluso distorsionadas por los orígenes sometidos de que procedían, se caracterizaban por un aire aventurero y provocativo que tenía que ver con los modelos sociales establecidos por los poderosos de la hora, y al introducir su visión dentro de aquella que regía desde antes el sistema, lograron subvertirlo, trasmutarlo a veces, siempre modificarlo de alguna manera, aunque no podría decirse que lo sustituyeran completamente. (Ángel Rama. Las máscaras democráticas del modernismo 25)

En esta cita seduce por igual, creo yo, la postulación de la figura del inmigrante, tan importante en este libro, como la prosodia que de alguna manera quiere encarnar la presencia de una muchedumbre que adquiere significado junto a la instauración de la democratización. Un arte literario que sintonizara con esa presencia, y que se identifica con el modernismo, será el reconocimiento que Rama propone en su ensayo. Y quizá la pregunta por la prosodia no sea banal en un caso como Rama para quien el decir e incluso el cantar resulta crucial (se recordarán las conocidas preguntas que hace sobre Darío al inicio de su examen de la poesía del nicaragüense (Ayacucho, 1977), y que podrían aplicarse a Rama mismo: “Por qué aún está vivo…”, por qué “sigue cantando empecinadamente con su voz tan plena”?) 

Una reedición como la que ahora estamos presentando de Las máscaras democráticas del modernismo, ofrece la oportunidad de la relectura. En este caso, creo que comprende al menos dos instancias. Por una parte, se encuentra uno con un viejo conocido, Ángel Rama, que para muchos de nosotros es una lectura frecuente y decisiva, al extremo que se acaba conociendo sus inclinaciones, sus obsesiones y sus trucos, sus largos períodos entusiastas, enjundiosos, convincentes hijos de un cruce problemático entre la dicción del ensayo modernista y el prurito sociologizante de su época. Por otra parte, opera una actualización de la lectura que coloca al texto en un ámbito problemático (¿Qué es lo vivo de este texto? ¿No había agotado el tema del modernismo Rama? ¿Qué aspectos quedaban fuera de sus acercamientos?).

En lo que sigue, afrontando esta relectura, voy a hacer un corto recorrido del libro, subrayando aspectos destacados o problemáticos de sus seis capítulos. El primero de ellos trata de la reacción conservadora, europea y latinoamericana, ante la democratización cultural que trae la modernización—y sus amenazantes motivaciones encarnadas en el utilitarismo, el hedonismo y el individualismo (ver pág. 40). Por supuesto, que al retomar como inicio esta reacción conservadora, Rama define una actitud polémica. Una actitud polémica en que José Enrique Rodó no queda bien parado: estamos ante un libro esencialmente anti-rododiano, quizá anti-arielista; estamos también ante un libro que aquí o allá ironiza al Uruguay, quizá como comentario de distanciamiento crítico con el fantasma nacional, quizá destacando una colateral relectura canónica: Vaz Ferreira en cambio de Rodó (mencionaré más adelante la cuestión del canon intelectual que postula Rama en este libro).

Un punto nuclear que asoma ya en este capítulo es el entrecruce entre democratización y americanismo. El amago de retomar a José María Samper y su proclamación de una “raza democrática” (22) ironiza ese entrecruce. Sin embargo, el eje democratizador en Rama no apunta a una esencialidad racial o topográfica sino a una especie de devenir relacionado, para incurrir en el anacronismo, con el concepto de “reparto” que usa Rancière. Pero si en Rancière el reparto se institucionaliza en el Museo (ver, sobre todo, Aisthesis), en Rama la “democratización artística” prolifera, como se advierte en ulteriores capítulos, en el carnaval. En efecto los sujetos, de preferencia migrantes de esta democratización, “irrupieron desde la calle” (27), alterando las pautas de ingreso a lo que Rama llama el “cogollo letrado”. Para adelantar un poco las conclusiones de capítulos subsiguientes, en Rama, la cultura democrática del modernismo es de clase media, hija de la cultura de café y la incipiente cultura de masas, y es inmigrante, “el oportunista inmigrante”, llama a Darío (162). 

El capítulo siguiente, enfoca la generación anterior al modernismo, una generación patricia, la llamada “generación del 80”, rica en ideólogos y educadores, y cuya tarea fue, dice Rama, la “preparación de los equipos intelectuales del continente” (49). La segunda generación, la modernista, llena de incorporaciones juveniles, pertenecientes a una “cultura democratizada” (ver 50), conserva la conciencia de aristos, pero es educada por diarios y revistas, es autodidacta, especializada, pletórica de “intelectuales de café”, sometida a los circuitos de la comunicación oral (51). Está conformada por lo que Rama llama los “hijos exclusivos de la modernidad”. Es el momento de: “La desaparición del dómine y el triunfo de la impresión sobre el estudio fundado y pormenorizado” (53). Es la coyuntura, asimismo en que: “El subjetivismo sensualista de la era modernizada ganaba con ellos una nueva batalla, inundando América de lo que hoy llamaríamos una “literatura de la onda”. (55). (Acá Rama advierte un entrecruce cíclico dentro de la modernidad latinoamericana: aludiendo a la literatura de la onda mexicana de los años 60s, que compartió quizá el romanticismo y el arribismo, así como el sometimiento a la moda que antes habían protagonizado los modernistas.)

En fin, las ambiciones de ascenso social, el oportunismo y el sensualismo de la generación modernista, ocurre contra un fondo de vulgaridad y eclecticismo (de los que tampoco pueden prescindir los modernistas). La misma designación, modernismo, es, dice Rama, una “palabra-maleta, prevista para un ahorrativo uso durante muchos viajes” (76). Acá se nota cierto acento garciamarquiano, pues la acumulación del equipaje depara también la anacronía: “Solo significaba que se estaba de viaje por la modernidad y, para complicar más las cosas, que se transportaba el guardarropas viejo junto con las nuevas adquisiciones.” (76) Dicho con acento más cercano al estructuralismo (ver página 73), se trata de un proceso cultural evolutivo que va incorporando estratos, lo que Rama llama “un arte en movimiento”, y cuya divisa de originalidad enuncia la tesis principal de Rama: “abarcó desembarazadamente al universo desde un ángulo americano” (73), es decir, que la apropiación cultural funciona como expresión propia, americana. (ver 84-85). Esta certeza no significa que Rama deje de evidenciar la esencia colonial y marginal de tal apropiación, atribución esencial del eclecticismo estético, y la convivencia temporal (75).

Llego así al capítulo esencial en que Rama teoriza la máscara, de la mano de Nietzsche, pero también de la mano del Marx del 18 Brumario. Quizá podría meditarse en por qué Rama escoge un elemento más que conceptual, teatral para su definición cultural (porque podría haber escogido, por ejemplo, un concepto como alienación). Quizá se deba a la incorporación vívida de lo que más adelante llama “la sensualidad de la piel sonora” y que remite a lo sensible, retomado de Cassirer. Quizá no deseaba Rama una expresión abstracta que ordenara el mundo idealmente evadiendo la participación alegórica. Hablar de la ciudad sin encarnar en la prosodia la ciudad no parece ser una opción para Rama; la máscara como figura conceptual ofrecía esa conexión simbólica entre alienación y cultura. Me resultó extraño, dicho a pie de página que no mencionara Rama en este capítulo las Exposiciones mundiales, cuyo espíritu de enmascaramiento histórico es tan afín a esa idea representacional de la máscara (y que tiene tantos entrelazamientos con el modernismo).

No es casual quizá que en este capítulo de la máscara Rama intente referirse a la cuestión de la sexualidad latinoamericana en el período de la modernización, o lo que llama las “máscaras del deseo”. Comparando el interés de la poética europea, en el malditismo y la morbidez sensual, Rama afirma que: “los modernistas concluyeron revelando una sana, ingenua y provinciana cosmovisión, que testimoniaba, nuevamente, la invencible fuerza de su interna tradición cultural” (97). Y si bien incurre en una interesante develación de la sexualidad provinciana latinoamericana, vía sobre todo escritos inéditos de Herrera y Reissig, en donde constata la ausencia de refinamientos sensuales, detectando evidentemente el empaque machista del sujeto latinoamericano, creo que es un capítulo, o un tema en el que Rama se queda corto. No llega a advertir la interrelación entre la supuesta ingenuidad provinciana y los procesos de higienización del mismo proceso moderno. Por suerte es un tema que ha recibido a lo largo de los años, aportes decisivos de críticos como Sylvia Molloy, Carlos Monsivais o Jorge Salessi.

Quizá lo más destacable del capítulo siguiente es que aparece la categoría del “inmigrante intelectual” (entre los que se cuenta Rubén Darío). Se trata, pues, de una caracterización de los modernistas y su asimilación problemática a la categoría de inmigrantes, así como la observación crítica de su naturaleza de arribistas y clasemedieros. Y, sobre todo, la definición de los espacios de su creación y protagonismo: las cervecerías y cafés, pues, dice Rama “los cafés fueron talleres de producción literaria” (127). Es una generación que practica la bohemia por imposición (130). No olvida Rama, el contraste decisivo con la generación anterior: “la vida de café y de la escisión que esa costumbre introdujo respecto a la anterior clase ilustrada que disponía de gabinetes de estudio y de un ocio rentado” (131)

Se alza de esa manera un lugar intersticial en que, al estilo de Ibsen, el modernista condena a la burguesía y el utilitarismo, pero también condena a la plebe (144-145), el ejercicio de aristo recibe, pues, una revivificación. Pero también es interesante la atención a la cultura popular, por ejemplo, en la fijación de Darío en la cultura circense (caracterizada por un “extremo formalismo”). Quizá pocos años después, de haber estado vivo, Darío habría adorado a Chaplin. En resumen, no se puede separar el lugar intelectual del modernista de su razón y su interés material. Pero el estilo del aparecimiento es el silencio, es decir, la máscara: hay que callar la imposición de la canción del oro y la participación del modernista en este proceso. Aparece así otra metáfora garciamarquiana en el texto de Rama, la similitud del oro y las materias fecales. (156).

El quinto capítulo trata del poeta en el carnaval democrático. El poeta paradigmático es, de nuevo, Darío. Me ocurrió aquí una suerte de anacronismo: influenciado por los estudios de Julio Ramos, pensé que el poeta de ese carnaval democrático debía a ser Martí. En fin, el modelo de la democratización es el carnaval, la actuación compleja de la sociedad y del poeta dentro de su organismo. Rama insiste en la calidad de comediantes de los modernistas. Quizá ese carnaval democrático o democratizante funciona en Rama un poco como el teatro populista del que habla famosamente García Canclini, es decir, atendiendo a los componente representacionales y culturales que están implicados en los procesos sociopolíticos.

La tesis decisiva, sin embargo, en esta parte es que la solución artística del modernismo fue injertar los temas nativos dentro del conjunto universal. (161). La procedencia de la solución integradora reside en el periodismo (163), abierto a las apetencias del público (164). No deja Rama de evidenciar el contexto, las costumbres, los géneros y metáforas que enmarcan esta relación figurativa de lo democrático: el carnaval burgués, la opereta, novela erótica, (se podría agregar el vals), parques de diversiones, balnearios (todo lo relacionado con el culto del cuerpo). Se trata del triunfo de la sensorialidad. En este sentido, Rama retoma de Cassirer el concepto de sensible, asociado con el significante y la sonoridad. El modernismo debe ser interpretado focalizando este aspecto sensible: “Aquí residen todas las malas interpretaciones del modernismo y no es casualidad que ellas hayan respondido a racionalizaciones dogmáticas ajenas a la sensibilidad y a la sensualidad de la piel sonora con que nos comunicamos y existimos” (173)

Es interesante (y medida de la agudeza crítica de Rama) que testimonia, a pesar del triunfo sensual o formal del modernismo, el fracaso del grueso intelectual (con algunas excepciones). Creo que Rama incluye en el fracaso a Rodó, exaltando a Vaz Ferreira. Habría que poner atención a una constelación intelectual que cruza las dos generaciones (la del 80 y la modernista) y que incluye a Justo Sierra, a Martí, a Silvio Romero, a Baldomero Sanín Cano. Son los autores modélicos, los Rama de aquella época, los autores que ampara bien o mal el canon, pero que, parece decirnos Rama, deberíamos de leer.

En contraste al fracaso intelectual, aparece el triunfo de la “fluencia sonora”, su aspecto democrático, el retomar del ritmo del habla (“escribir como se hablaba”). Asociada también a una “independencia involuntaria” (Reyes). Como se advierte, las hipótesis esenciales de este capítulo ya estaban presentes en textos anteriores de Rama (Rubén Darío y el modernismo, los Prólogos a la selección de crónicas de Darío (El mundo de los sueños, 1973) y a su poesía). Rama amplifica el contexto e intenta una sintonía más radical ente texto literario y cambio social, uno que se distanciara tanto de una separación facilista del texto literario, como de una identificación mecánica entre dependencia socioeconómica y arte. No es casual que en este capítulo Rama deja apuntado el dogmatismo de los acercamientos marxistas de Juan Marinello y de Francoise Perus.

Pero en cambio de profundizar en los limitantes de los marxistas, Rama decide concluir el ensayo polemizando con Rodó. Aborda así el problema del americanismo. Se trata de un caso famoso en que Rodó condena la falta de americanismo en Darío, y en que Justo Sierra interviene para contradecir a Rodó. Rama por su parte insiste en la miopía y el colonialismo de Rodó. Replantea así su tesis principal: el proceso de apropiación, no los temas, son los que deciden el carácter americano del texto modernista. Pero no se trata de postular un dogma, no deja de testimoniar Rama que la solución coloquial está enmarcada por el capitalismo exportador (un tema que, por cierto, Noé Jitrik había explorado en Las contradicciones del modernismo, 1978). De ahí los límites de la modernización. Rama parece testimoniar, pues, el fracaso del modelo de sustitución de importaciones. En efecto:

La incorporación del coloquialismo, el manejo del ritmo lingüístico, el aprovechamiento del esguince crítico, son todas operaciones “interpretativas” del texto general de la época, abastecido por Europa, pero no son sustituciones. (196)

Quisiera concluir subrayando, pues, esta tensión que impone Rama a sus acercamientos críticos. La aparente inmersión en la época estudiada, visible en el intento alegórico y prosódico por representar la ciudad. En segundo lugar, la utilización de esta especie de figura conceptual (la máscara) como parte de esta estrategia de inmersión, pero también como herramienta que mantiene una cercanía vívida con la sociedad, y como instrumento del carnaval que somete a un constante disfraz, a los encantos y estrategias del ocultamiento. Y, en tercer lugar, el juicio certero que da la medida de la insuficiencia: la permanencia de una esencia colonial en el texto aparentemente emancipatorio de la modernidad latinoamericana.


(Actualización julio – septiembre 2021/ BazarAmericano)


 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646