diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

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Julio Schvartzman
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/  María Eugenia López

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Diseño

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Un libro sin estantes: con ustedes ¡El Gran Deleuze!
¡El Gran Deleuze!: para pequeñas máquinas infantes, de Matías Moscardi, Rosario, Beatriz Viterbo editora, 2021. Ilustraciones de
Aruki y diseño gráfico de Santiago Moscardi 

Truchos de magia

A los niños no hay que explicarles nada. Viven en el universo del sobreentendido —o del malentendido, que es lo mismo—: el mundo se les ofrece pleno de sentido, pero no del conceptual (ese que los adultos adultizados entendemos por “sentido”) sino del sentido viviente, mutante, excesivo, que Deleuze llamaba, mejor, sinsentido. El mundo infantil es una incesante fábrica de sentido inmediato: entre la cosa “caja de cartón” y el sentido de “casa”, “refugio”, “auto”, “cueva en la montaña” o “vehículo intergaláctico” no media ninguna explicación, ni tampoco hace falta aclarar el salto entre un sentido y otro ni efectuar algún tipo de rito de conversión; el sentido se le pega a la caja como si hubiese estado allí desde siempre. Sin solución de continuidad, lo que la caja es se impone de modo evidente, instantáneo, obvio, el colmo de la naturalidad. De ahí que el universo del juego sea del todo concurrente con el del arte narrativo y la magia. No se necesita describir, detallar o puntualizar las características de la casa, la cueva o el vehículo para construir sobre ellos el relato lúdico; basta con sostener la fe en las cosas, en el juego, en las palabras. De ahí que Matías Moscardi saque de la galera del Gran Deleuze la expresión “máquinas infantes” para nombrar a los actores de esta sobreproducción de sentidos mágicos para el mundo, de esta usina de juegos filosófico-literarios que quiere por lectores. Naturalmente, no se refiere a la niñez preestablecida por una cierta edad sino a toda una sensibilidad capaz de reconciliarse con semejante cosmovisión, de perseverar en las mañas del pase de magia y la disposición al hechizo, olvidado en el sueño abúlico-adultizador. 

La poderosa magia filosófica del Gran Deleuze para pequeñas máquinas infantes de Matías Morcardi es uno de esos libros que, apenas nacen, uno se pregunta cómo es posible que no se hubiesen escrito antes. O también, el consabido “¡cómo no se me ocurrió a mí!”. O mejor: cómo no traducimos ya mismo todo lo que estemos escribiendo a su maravillosa lengua de máquina infante. 

Un libro que habla la lengua de la sinrazón, y no la de la divulgación, pone de cabeza el sentido común de la complejidad y la dificultad. Es a nosotros, y no a los niños, a quienes nos cuesta entender a Deleuze, porque olvidamos el tiempo de la maravilla en que vivía nuestra infancia antes de ser “organizada en cajones” por obra de la lengua de la razón. En diez lecciones, que son en verdad funciones de magia o de circo, asistimos a la prueba del saber en la cuerda floja; a través de la acrobacia de las pecideas y las perrosofías, las contorsiones de la rostridad, los destellos múltiples de las lluviosidades, las cabriolas de los piojósofos y pulgósofas, y la danza de los ritornelos, experimentamos que la gracia de no entender, o de entender que no todo pasa por el sentido, puede ser una pirueta muy divertida o, tal vez, un modo de habitar el mundo.

Con la despojada presteza con la que anuncia: “Como pueden ver, pequeñas máquinas infantes, el RIZOMA es algo que conocemos muy bien porque vivimos en uno”, Moscardi expone la “truchada” de la divulgación: nada que valga la pena se aprende en un abrir y cerrar de ojos, “como por arte de magia”. No hay magia, no hay más que “truchos de magia”.

 

La invención de un lector

Imagino al librero tratando de ubicar al Gran Deleuze en un estante. Primero se juega todas las fichas al de “Literatura infantil”, que parece el lugar más adecuado, pero por alguna razón le suena desubicado; pasa luego al de “Filosofía”, pero no le cuadra la tapa naranja fosforescente y la lluvia de estrellas, no… el diseño de Santiago Moscardi es demasiado espectacular para un estante de libros sin imágenes (“y ‘¿para qué sirve un libro sin ilustraciones ni diálogos?’, pensó Alicia”); prueba entonces ponerlo junto con los libros-álbum y eso le hace honor a las maravillosas ilustraciones de Aruki, pero ahora resulta que tiene demasiado texto; hace un último intento en la sección de poesía, aunque el poético desorden de una mochila rizomática tampoco cuadra en el país de los poetas…

Ocurre que el libro se escapa de esos estantes que no se avienen a su devenir. Para cada uno de ellos, siempre es demasiado, o demasiado poco, como nos explica el Gran Deleuze (o las cerraduras eran demasiado grandes o la llave demasiado chica”, pensó Alicia). Es el libro en su MULTIPLICIDAD LLUVIOSA, en su ilimitada indistinción entre forma y contenido, figura y fondo, letra e imagen, el que metaforiza o actúa su propio devenir: pone en obra aquello que expone.

La dificultad para “ordenar” el libro procede de su empedernido nomadismo lúdico, por el cual no cesa de desterritorializarse y reterritorializarse. El libro hace del ejercicio de la desidentificación un juego sin fin, en el que sobreimprime su propia poética: “Escribir es un ejercicio de descaro y desnombre”.

La literatura infantil es despreciable, dice Aira, porque preconcibe a su lector, lo da por concluido y calculado, y de este modo anula “de entrada la gran libertad creativa de la literatura, que es en primer lugar la libertad de crear al lector, y hacerlo niño y adulto al mismo tiempo, hombre y mujer, uno y muchos” (“Contra la literatura infantil”, La ola que lee, 2021). Al dirigirse a las “pequeñas máquinas infantes” —sobre todo, al hablar esa lengua—, el Gran Deleuze no sólo le devuelve la infancia al lector adulto sino que se declara una máquina de inventar lectores, una máquina de moverse de un lado al otro en el juego de la creación. 

En el curso de tal travesía, las imágenes florecen como una metáfora más del devenir-viviente del texto. Lejos de un aditamento superfluo o decorativo, son su realización. Esa cualidad de juguete loco, de objeto mágico, que posee este libro encuentra en la Colección Álbum de Beatriz Viterbo su País de las Maravillas: un fabuloso agujero del catálogo en el que es posible encontrar otros animales raros como los 200 años de Monstruos y Maravillas Argentinas, de Gabo Ferro (2015), y La poesía está en ser uno. Los libros de Vicente Luy, de Hernán (2020).

Un orden desordenado, afín a la magia del Gran Deleuze, que insistentemente desconfía del otro orden, más bien maniático, que proponen los adultos-adultizados. “¿No resulta un poco sospechoso que todo pero todo siempre-siempre se agrupe de a dos?”, pregunta con sorna el prestidigitador, casi como si propusiera una difícil adivinanza, de esas que parecen chistes sin remate. Es que el humor, a contramano de la manía del orden, sigue la regla del tres. Mientras que el dos ordena, demarca el límite, establece el balance, el tres desbarata el equilibrio de los opuestos, alborota su solemne orden (no por casualidad se dice que “tres son multitud”). El tres abre un punto de fuga, hace entrar en escena la posibilidad del infinito para fundar la dimensión del humor: el punch-line del chiste desencadena el fluir de la risa que, potencialmente, jamás concluye. Todos sabemos que en el Reino del Revés —“¡hit inmortal de las máquinas infantes!”—, dos y dos son tres. Habría que inventar entonces, para El Gran Deleuze, el Estante del Revés: el estante torcido, despelotado, de los libros múltiples, los que se ríen de la solemnidad de los otros libros y hablan la lengua de la sinrazón (desde el umbral, Moscardi se pregunta, con Nietzsche, “¿Por qué razón no hemos de hablar como los niños?”).

La lógica del sinsentido, la del “dos y dos son tres”, es la que dota de poderosa magia filosófica a su naturaleza mutante. En la contratapa, David Wapner imagina que el libro está compuesto, en rigor, por dos: uno que explica a la gente pequeña quién fue Deleuze, y otro que opera como una gran máquina poética, “el gran poema del entusiasmo”. Dice que ambos funcionan en paralelo, sin borrarse uno en el otro, y que al terminar su lectura “nos sentimos como después de haber transcurrido por una fiesta”.

Se podría decir, con Humpty Dumpty, que se trata de un libro-valija, un verdadero portmanteau (dos significados empacados en uno, como en una valija), puesto que combina dos para crear un tercero imposible. Y así es como pronunciamos la palabra mágica. 

 

Portmanteaux: la palabra mágica

El Gran Deleuze es un mago de dos cabezas. No basta con que sea mago, también tiene que ser un monstruo, una quimera, tiene que ser él mismo un portmanteau, para poder pronunciar todas las palabras mágicas que dan vida al texto: lluviosofía, pecideas, parpagundo, piojosófico, son como conjuros que danzan y riman con agenciamiento, rostridad, devenir-animal, ritornelos....

La lógica del portmanteau, ley loca que funda todas las categorías bajo el signo del devenir, hechiza un mundo de magia al revés, “porque, en vez de ilusiones, vemos a través”, “un mundo de lluviosidades tintineantes donde las palabras son como valijas: ¡en una sola entran por lo menos dos!”. La pasión por enlazar palabras, conceptos, o mejor, pecideas, es una de los grandes pruebas que el Gran Deleuze aprende de su gato Ovillo de Lana. Mientras el gato convierte la casa en un rizoma lanoso, comprendemos que lo que hizo fue anudar el relato interminable de lo real: en nuestro discurso, la Y es un hilo de lana colorida que conecta las cosas entre sí.  “Y esto y lo otro y aquello y aquello otro: y…y…y…y…y… A las máquinas infantes nos encanta tejer frases RIZOMÁTICAS infinitas que empiezan con Y ¡Y no tienen fin!”.

Es que, además de la galera y la varita, elementos clásicos del mago tradicional, el Gran Deleuze se vale de otros talismanes insensatos, hechos de números y letras: si el “tres” es la cifra del humor, la “y” es la letra del entusiasmo. El efervescente entusiasmo del portmanteau se agencia con la locura del reino del revés: cuantas más categorías-hechizos convoca en sus lecciones-funciones de magia, el Gran Deleuze, en vez de más grande, se hace más chiquitito. Como en la carrera de Aquiles y la tortuga, en la que cuanto más se avanza, más lejos se está de la meta, este libro enseña y actúa la paradoja del nomadismo, aquella que sabe que los desplazamientos múltiples no son grandilocuentes sino pulguilocuentes: “¡Pensar en chiquito! Porque pensar en chiquito es, verdaderamente, pensar en grande”.

 

Ludocentrismo

Contra la solemne seguridad del diccionario, con sus ampulosas y estáticas definiciones, el Gran Deleuze juega a hacerse chiquitito: se mueve frenéticamente y con sus sacudones descontrolados hace tambalear, como una torre de cubos, las certidumbres de la lengua. “Chin, pun, pin, pan, pon”, balbució, convirtiendo al lenguaje en puro juego musical. Su magia filosófica se apoya, antes que en las grandes categorías teóricas, en la ocurrencia, el chiste, el juego de palabras: su gracia ludocéntrica “le saca la lengua” al clásico logocentrismo. 

La pregunta lúdica y tonta es la verdadera “¡Gran pregunta filosófica!”: “¿Adónde retornan los estribillos de las canciones?”, se pregunta, como si dialogara con las disparatadas inquietudes de Alicia: “¿a qué se parece la llama de una vela una vez que la vela se apaga?”. El protagonista deviene un niño que pregunta todo, hace lío, se mueve como loco, baila, se ríe, hace chistes, canta, grita y juega a los conceptos. No juega con ellos como si fueran juguetes, objetos definidos y disponibles al uso, juega a la multiplicidad, juega al rizoma, juega a devenir gato, perro y pulga, juega a ser una canción sin letra ni música. 

Moscardi se divierte imaginando al niño nietzschiano transmutado en el Gran Deleuze: un pequeño Zaratustra que, más que hablar, vocifera, enreda las cosas, ensucia y pone cara de hacer caca. El libro entero se vuelve un grito de afirmación de la voluntad de poder, un grito danzarín, lleno de acentos, de ritmos, de música. Una máquina infante que te deja hacer cosas: escribir con mayúsculas una palabra entera y no sólo la primera letra, poner signos de exclamación y puntos suspensivos sin recato alguno, pintar las palabras con cursivas como con colores.

Un libro de filosofía hecho de juegos, tonterías, dibujos y balbuceos: ¡CREAR O REVENTAR!

 

Pecidea final

Hay dos pruebas concluyentes de que un libro es bueno: una, que nos provoque unas ganas incontenibles de ponernos a escribir; dos, que nos arrastre de un vuelco, con la fuerza de una ola pero con la sutileza de un arrullo, hacia aquellas páginas que alguna vez amamos. El Gran Deleuze de Moscardi no para de provocarnos ambos movimientos a medida que leemos, y creo que en ese vaivén reside la razón insensata —como nos enseñó el magósofo, razón y sinrazón son hermanas muy cercanas— que lo convierte en el libro del entusiasmo

Nos hace deslizar entre la Alicia de Carroll, Peter Pan, los relatos de Roald Dahl, las canciones de María Elena Walsh, mezclados entre Harry Potter y las películas de Disney. Pero el entusiasmo con que este libro nos estremece no proviene simplemente de su sensibilidad para devolvernos a los relatos de la infancia, sino de su mágico modo de reconciliarnos con el poder más poderoso: ese poder rizomático que el gran Deleuze ve expandirse hacia el infinito y más allá, como quien invoca “el poder de Greyskull”, es tan real y asombroso como el poder de inventar. 

En un mundo en el que “los adultos no nos dejan inventar absolutamente nada”, Matías Moscardi inventa la máquina de retornar a la infancia del relato, en la que la letra “Y” resguarda la potencia inagotable que hace de toda historia una historia sin fin. Sólo a esa “Y” del entusiasmo infantil, deslizándose incesantemente sobre la superficie, se le ocurre que un libro pueda ser un libro y muchas lluviosidades más.

 

(Actualización julio – septiembre 2021/ BazarAmericano)

 


 




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ISSN 2314-1646