diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
No es la primera vez que siento que Milton es un animalito, o que le encantaría ser uno. Digo animalito porque siento que así lo diría él, con un diminutivo cariñoso, casi familiar. Esta vez creo que entendí por qué. El nuevo libro de Milton López, Dos objetos elegidos al azar, reúne poemas de una precisión quirúrgica y verborrágicos fluires de conciencia, aproximaciones a un ars poética propia y un programa para la alienación desalienante de la lengua; evocaciones de la adolescencia y paisajes, paisajes y más paisajes. En el texto que lo abre, “Una piel que tiembla”, leemos “Pensé en el Poder y en sus mecanismos para infiltrarse en el lenguaje, para vivir adentro de nosotros como huéspedes parasitarios, y en nuestro poder para sacarnos de encima ese parásito”. Y luego aparece, claro, Burroughs: hay que desalienar la lengua, hackearla -hasta volverla extraña (que es como decir hasta alienarla). En ese breve fragmento, Milton opone el poder al Poder, y con el transcurrir de la lectura ese poder con pe minúscula va tomando formas cada vez más definidas. El poder de sacarnos de encima el parásito del Poder en la lengua es el del caballo, tal como aparece en ese primer texto, o el de cualquier otro animal: “olvidarse del yo subjetivo y entregarse de lleno al presente de la percepción”. Metáforas y comparaciones como “su actividad mental como un pequeño cauce de arroyo” apuntalan el ritmo constante de esta des-subjetivación, pero es sobre todo el modo en que aparecen las personas lo que consolida esta impronta. Esta des-subjetivación toma la forma, algunas veces, de la animalización, o de la “naturalización” (¿paisajización?), pero también de la maquinalización, de la automatización.
En el poema “Puente Canesa”, por ejemplo, la repetición de la fórmula de futuro próximo genera una sensación de predictibilidad de las acciones y acontecimientos: “nos van a picar los bichos / [...] nos vamos a sacar una selfie / [...] me voy a meter hasta las rodillas / en el agua del arroyo Napostá / y vos me vas a sacar una foto”, y ese efecto a su vez corre a las personas de toda responsabilidad, como si sus acciones no fueran deliberadas racionalmente sino intuitivas, o incluso destinadas, inevitables. “Vamos a tener que volvernos del Puente Canesa / y vamos a volver al Puente Canesa” son versos que no expresan el deber ni el deseo, sino una realidad ineludible, como que las focas se aparean en primavera. La vida en los poemas de Milton López sigue el pulso de un ritmo más grande, se enmarca en el universo cíclico de la naturaleza.
Esta “naturalización” que mencionaba, sin embargo, no se trata de una vuelta a lo natural, a un cierto primitivismo, ni se trata de un rechazo de la cultura. Es más bien el intento de abolición de la dicotomía entre naturaleza y cultura. Con una escritura que oscila entre la voz de una cierta experiencia y la inocencia total, Milton reconstruye al hombre como animalito. No marca el límite entre humanidad y animalidad, sino que lo desborda. El hombre que se dispone a escribir, lo hace como un perro. El hombre que se dispone a pensar, lo hace como un caballo. Quien acoge a un animal doméstico en su casa, se deja domesticar por él. Y este gesto de reconciliación unificante de lo natural y lo construido se expresa también en otros registros: “Monte de Portland” ofrece el relato casi mítico del origen de una isla de concreto que se integra a la geografía fluvial. Las familias que viven a sus alrededores la asimilan rápidamente como parte del paisaje, la nombran “el Monte de Portland” y pasan allí “toda la tarde, pescando, bañándose o simplemente acostados, sin contar el tiempo”. En “Hoy se llevan el auto”, la huella que deja un auto abandonado cuando se lo llevan son cuatro montañas y una laguna que refleja el cielo. La geografía está todo el tiempo presente, y el fenómeno natural y el producto de la acción humana se intercambian, se reemplazan, se confunden a través de una frontera disuelta.
Un elemento más en esta cruzada por la síntesis entre naturaleza y cultura se da en torno a la escritura, posiblemente símbolo máximo de esta última, al menos en la civilización conocida. Milton López dedica numerosas líneas a la reflexión sobre la escritura y el lenguaje, y la escritura aparece una y otra vez como pulso vital, como instinto irrefrenable. En “Yo escribía” leemos: “Yo escribía porque sentía que en la poesía nadie te enseñaba nada porque no había nada para enseñar y a la vez sentía que ahí estaba aprendiendo todo”. Se escribe para vivir, y la escritura se desarrolla sin saber muy bien por qué ni para qué, es una facultad natural que se activa y lo cubre todo; así aparece en “En esa montaña”: “La práctica de una escritura constante / que llene el aire de palabras / como runas o telarañas que sostengan / hasta un elefante”. Pero así como la escritura es un instinto que lo cubre todo, todo es escritura y el campo es un libro: “Vos repetías la idea de la escritura constante / y en cada paso que dabas / ibas marcando un signo en el librito del campo”. La escritura no se constituye como herramienta de intervención en el mundo natural, sino que la naturaleza se abre a ella; se establece entre una y otra una relación orgánica.
En este escenario cabe preguntarse por la escritura de poesía, que también está presente, y con mucha potencia, en los versos de Dos objetos elegidos al azar. Empecemos por el poema “Poesía”. La poesía es “una memoria funcionando mal”, porque “una memoria saludable no fabrica poemas”. El poema es una falla en el registro, una mutación en el genoma de la realidad que engendra algo distinto, otra realidad, la puerta a otro mundo. En este sentido, en el primer texto del libro aparece una expresión que llama la atención por inusual: “traduje en voz alta el libro”. La escritura suele leerse en voz alta, no traducirse; el traductor, a diferencia del intérprete, suele llevar a cabo un trabajo minucioso, reflexivo, sostenido en el tiempo y no lineal, que queda plasmado en más escritura. La traducción en voz alta que propone Milton, en cambio, parece improvisada, espontánea y efímera: reemplaza a medida que nombra y dura en el aire lo que dure el sonido. Entonces, dos cosas: por un lado, que esa primera persona se ofrece como intérprete; por el otro, que esa traducción en voz alta es una forma de lectura, y por qué no también de escritura. La poesía, una memoria defectuosa que fabrica realidades, traduce. Pero no traduce de forma tradicional, sino que traduce como Milton: en voz alta para desentrañar el misterio de un libro masón escrito en otro idioma y, sobre todo, en un estricto presente.
Vuelvo por un momento a la misión que mencionaba al principio: sacudirse el parásito del Poder en el lenguaje, pero sin abandonar el lenguaje. Todo Dos objetos elegidos al azar explora la posibilidad de un modo distinto de usar el lenguaje, que es un modo distinto de habitar el mundo. Como los animalitos, que pueden hacer de cualquier pasto una cama, hacer de cualquier pasto un hogar. “Doy muchas vueltas antes de ponerme a escribir / como un perro que busca un lugar para echarse” leemos en el último poema; en definitiva, la poesía es el lugar hacia donde fugarse del Poder, es esa lengua sin parásito. En el poema se vive realmente, se ponen las cosas importantes, se aprende todo sin que nadie nos enseñe.
(Actualización julio – septiembre 2021/ BazarAmericano)