diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La mano, la máquina; la mano golpeando tipos sin parar: así es como quisiera entrar al libro de Flora, en la evocación de algunos de los títulos de sus capítulos. Convoco entonces la máquina cinematógrafa y me digo: “no existen los meros sonidos, sino un mapa de la memoria entre muchos”. Pero esto no lo dije yo, sino que lo repito de David Toop. Lo convoco a este paisaje sonoro para entretejer siglas, signos, siglos, sueños, sonidos que se entremezclan en mi lectura de este libro de Flora (me encanta este nombre, le pido a la distancia que me deje repetirlo cada vez que sea posible, menos por impostura que por ejercicio de la repetición como cantera fónica de nuestros signos). Libro exquisito el Cinematógrafo, tanto en su escritura cuanto en su traducción de Mary Luz Estupiñán y su manufactura por la editorial cuyo nombre brilla en la maravilla sintética pero amplificada: Mímesis.
¿Qué se escucha en la lectura? Digo ¿qué ejercicio de escucha hacemos cuando leemos: el de una voz ajena, el de una voz prestada, el del paisaje sonoro de las máquinas que entran en las diversas etapas de la producción de los libros? Pienso en la resonancia, en esa experiencia de sonido que se amplifica en y por la repetición. Recuerdo un ejercicio de Cage: que se preste atención a qué sonido es el que se desequilibra entre los que nos rodean. Pienso aquí menos en el desequilibrio que en aquello que se dispara para habilitar la asociación. Que tengamos el coraje de las asociaciones, pedía Ponge. Entonces lo que leo en el Cinematógrafo va desde un en el libro, hacia un desde el libro y culminaría en un con el libro. En el cinematógrafo leo sus interesantes hipótesis del diálogo entre forma literaria y técnica, procedimientos que impactan en la literatura y que proceden de la fotografía, el cine, el fonógrafo y la publicidad. Desde el cinematógrafo leo, o mejor escucho y proyecto, el mapa sonoro de la memoria asociativa. En cada página que avanzo resuena la máquina de tal, la letra de cual, historias de objetos, voces, manos, memoria material de gestos de papel y tinta. Con el cinematógrafo leo escenas, la proyección del sonido en imágenes y viceversa, abriendo así el libro de Flora hacia un afuera donde otros libros responden, en ese gesto del “sí, sí” de la afirmación gramófona que sabe que una lengua, cualsea, puede firmar con el perfume poiético de su gramo-fonía.
De la mano a la máquina se abre el gesto, el movimiento, la coreografía, la figura de toda la materialidad de la literatura. Flora inaugura esa dimensión crítica y analítica clave: en el rastro de la técnica, sigue las huellas de un mundo nuevo. Un paisaje sonoro donde lo que suena es la máquina, sí, pero en relación directa con la voz, para despersonalizarse, ampliarla, des-individualizarla, volverla ausente de un cuerpo en su presencia distante. En el estudio exhaustivo de la producción literaria de un periodo específico (fines de siglo XIX hasta mediados del XX) el estudio de Flora proyecta y amplifica el problema insoslayable de la techné, el arte de la escritura entre la artesanía y la técnica; y lo hace en el horizonte de la escritura de una época que suena con un sonido singular, sonido que no se produce sin efectos concretos: desde el malestar, el miedo, la nostalgia, la reacción, la desestimación de la oralidad (ante la fijación de la voz por la grabación fonográfica); hacia el deleite, la euforia, el aprendizaje (por profesionalización) de nuevas formas y estrategias discursivas. La industrialización, la gran transformación de la prensa, la delimitación de un espacio de producción que se afirma por su propia diversidad dejan huellas en las técnicas y procedimientos literarios. Nada parece existir sin dejar alguna huella; y rastrear, por ende, aquí sería equivalente a investigar. Investigar los rastros del impacto de un paisaje sonoro específico es lo que este libro despliega desde la producción literaria brasilera de una época específica.
“El que escucha accede al desfasaje del tiempo”, vuelvo a leer en Toop. Y creo que esa idea encuadra exacto en este cinematógrafo, que desde el anuncio publicitario de fines del XIX hasta la poesía de los años 20 del siglo siguiente, desde los artefactos puros de los parnasiados-simbolistas hasta los artefactos industriales, en la apertura de un paisaje técnico ins-cripto (escrito y cifrado) en las superficies cuyas líneas y planos diagraman la bidimensionalidad del papel, la película, la piel celuloide de un paisaje de materias crudas. No obstante, el espesor estaría dado, creo, en las capas sonoras que Flora va des-granando en la granulación de las voces que se saben en una zona fantasmal, en una penumbra donde el horizonte técnico muta y se acelera.
De la afectación de la técnica en la producción literaria, el libro avanza hacia la explicitación de la compresión de la literatura como técnica. Ese giro de la forma literaria está impulsado por un fuerte temblor en el cambio de percepción dado por el registro que producen los aparatos para tal fin. La imagen del cinematógrafo de letras, evocada desde Joao do Río, analogiza cinematografía y crónica en una proyección que es menos una reproducción que un acontecimiento proyectivo, tal como Charles Olson lo quería para el verso respirado, el verso proyectivo (ese que se sabía a su vez proyectado en la máquina como instrumento, técnica, medio, paradigma de las tensiones entre la aceptación y el rechazo).
Porque los libros convocan necesariamente otros libros, en un paisaje siempre abierto, extraigo cuatro frases sobre la máquina de escribir del libro de Flora para hacer mis proyecciones, asociaciones irrefrenables que a veces nos atacan, así como decía Quignard que ataca el sonido.
Uno: la máquina, la mano.
Dos: la máquina portátil.
Tres: la máquina, ruido de la escritura.
Cuatro: la máquina, soporte de terrores y afectos.
Hace poco me enteré de que J-L Ortiz, poeta argentino, cuya caligrafía era conocida por el prodigio de su miniatura, recibió un pedido desesperado de sus editores: que se comprara una máquina de escribir. Ya estaban cansados de la tarea de desciframiento a la que se enfrentaban cuando leían la letra minúscula del poeta, caligrafía hecha a plumín y tinta china en papel de seda enrollado. J-L hace caso, compra la máquina, pero no usa la máquina sin meterle mano antes: le cambia los caracteres normales por unos en miniatura, en una búsqueda técnica por la continuidad de la caligrafía en el tamaño del tipo. Una escritura de lo mínimo, del detalle, de escenas sonoras que resuenan en el peso fónico caligrafiado se corresponde ya no sólo con una mano que balancea su deslizamiento en la superficie sino también con la máquina que sin abjurar de la forma se mimetiza con una suerte de ética de la espacialidad. La mano en la máquina y la máquina en la mano no se subsumen sino que se tocan en una superficie miniaturizada. Pero a su vez, la mano que toca la máquina, la ejecuta, la interpreta, aprovechando su “rigidez y sus precisiones espaciales” para darle corte, respiración, pausa al verso. Aquí tampoco hablo yo sino Olson nuevamente, quien en el verso proyectivo ponderaba las ventajas de la máquina de escribir como la primera oportunidad que el poeta tenía de hacer de la máquina su instrumento, de tener el pentagrama y el compás de los que dispone el músico. En suma, la oportunidad de “archivar la escucha” dándole “voz a su trabajo”.
Es Liliana Heker (en La trastienda de la escritura, 2019) quien piensa la máquina de escribir no en su (mera) arte-factualidad sino en la configuración de la escritura dada por la experiencia de la máquina no sólo como máquina sino como maquinaria, como eso que da motor y forma a una escritura singular. Máquina de escribir se dice así como decimos máquina de guerra, herramienta que moldea y configura un tipo de hacer específico y singular: “la prolongación de mis ideas y de mi imaginación” dice Heker. Ya sea máquina de escribir como símbolo de las desdichas de la oficina de poetas de los 60; ya sea como arma de guerra frente a la barbarie del terrorismo de estado de poetas de los 70, lo cierto es que la relación dedo-tecla, mano-máquina, escritura-dactilografía nunca es simple.
Además la máquina es una res amissa, una cosa perdible, usurpable. El poema de Mario de Andrade que cita Flora y que esta edición pone al inicio del libro, como umbral o frontispicio técnico, evoca una situación de robo: “una vez usurparon de mis manos la máquina de escribir /eso también entra en la poesía/ porque él no tenía dinero para comprar otra”. La otra máquina robada que asocio, usurpada en circunstancias similares, es la máquina de Heker: una Olimpia portátil (robada a los 24 años, que sólo pudo reemplazar muchos años después comprando otra en cuotas, y que mientras tanto dice haber estado “como si le hubieran cortado las manos”). Pero el robo de una máquina puede también darse en una escena de terror. Pienso en la historia que una vez le oí contar a la escritora cordobesa María Teresa Andruetto en su columna radial. Escuché esta historia por radio, asistí al desfasaje del tiempo. Andruetto contó la historia de la máquina de escribir de Glauce Baldovín. Su máquina fue una portátil regalada por su marido (quien la había comprado volviendo de un viaje de apoyo a la Revolución Cubana, viaje de vuelta en el que hace escala justamente en Chile y cuentan que es el mismo Allende quien le advierte que no sigan su viaje por aire a Argentina: se había producido el golpe estado de Onganía en el 66). Con esa portátil, Glauce escribió toda su obra hasta 1976, cuando el último golpe militar obligó al exilio a un amigo suyo, con quienes intercambiaron máquinas: ella le da la portátil a él, escritor también, para que pueda trabajar en su exilio; él le deja su pesada máquina de mesa. Pero esa máquina fue robada por los militares, en un allanamiento que coincidió con la desaparición del hijo de la poeta. La portátil, salvada en México, ahora está siendo repatriada, emprendiendo un viaje de vuelta a la familia Baldovín, vuelta que sin dudas implicará más huellas para rastrear en el mapa sonoro de la memoria. Todo eso entra en la poesía, en la máquina que la escribe: el robo, el dinero, el dolor, el terror, la memoria y sus sonidos. Y sobre todo, los gestos: la mano que caligrafía una letra que no se alcanza a leer como la de Ortiz, o también que tipea la escritura de una letra que no se entiende. Lo portátil de la máquina hace liviana la escritura en su escena, en su trazo. Olga Orozco, otra poeta enorme de La Pampa, cuentan que apoyaba su portátil sobre sus rodillas y decía que lo hacía “como si domara un potro”. Una Splendid 33 que tecleaba para escribir a máquina y corregir a mano, casi en un juego inverso al de la escena de Ortiz.
Más resonancias de estos gestos y sonidos en la escena de la escritura, pueden hallarse –creo- en las crónicas de Clarice Lispector. En “Gratitud a la máquina” (Descubrimientos) narra el mismo gesto de apoyar una misma Olimpia portátil “viejita” sobre la falda. La misma lucha con el linotipista, a quien le pide comprensión por su mano accidentada y por una rareza a la que ella también confiesa tener que adaptarse. Pero sobre todo, la coincidencia en la idea de la puntuación como respiración de la frase, en ese deslizamiento proyectivo que habilita (en la linealidad) las pausas respiradas entre tecla y tecla: trance sonoro hecho de golpes y pausas donde “el oído perdona menos que la vista”. El oído perdona menos que la vista: eso no lo dije yo, lo recuerdo del texto titulado “Recado sobre la máquina” de Gabriela Mistral. Leo este texto de Mistral, un “manuscrito” escrito a máquina, una superficie de escritura tipeada pero corregida a mano, como Olga, texto que se guarda en un archivo al que accedo por internet. Veo la escritura de Mistral sobre las letras de la máquina. Veo el trazo caligráfico en el agregado de palabras y tachones de corrección. En este texto, Mistral hace una loa a la máquina por el anuncio que ésta hace de una belleza nueva y el inicio de un señorío inédito hecho de exactitud y ritmo.
Llanto o loa, la máquina activa y atiza las preguntas sobre la técnica literaria, cuya exploración y estudio minucioso Flora abre en su libro, habilitando diversas asociaciones y derivas en un paisaje técnico donde se observan, como dice su autora, las tramas sonoras de la lengua y el tejido interno de la voz.
(Actualización julio – septiembre 2021/ BazarAmericano)