diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

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Julio Schvartzman
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Diseño

Francisco Hernández Galván

Un sistema itinerante de cultivo que roza-tumba-quema los cuerpos
Roza, tumba, quema, de Claudia Hernández, Madrid, Sexto Piso, 2018

Lo que se nos viene a la mente al pensar en El Salvador es la condición generalizada de precariedad aglutinada que, como bolsa en la que se va metiendo todo lo que parece no tener tanta relevancia, se concentra todo en un cúmulo social que nombramos Centroamérica. 

Cuando pensamos Centroamérica imaginamos a migrantes, a infantes que tienen que huir de sus países y familiares para empezar la vorágine del desplazamiento. Salir, frontera, atravesar el complejo México, tomar la Bestia, desconfiar de todo, lo vivo y lo no-vivo, llegar a la frontera Norte, escapar de la migra, cruzar el río Bravo, llegar a Norteamérica, buscar el número que tienes zurcido en alguna de tus prendas, contactar a tu familiar, reunirse. Los que alcanzan a este punto, llamar a los familiares que dejaste y decirles que “llegaste con bien”. Entonces lo que se nos viene a la mente es la palabra «supervivencia».

En la reciente novela, Roza tumba quema, de la escritora salvadoreña Claudia Hernández es la descripción puntual de lo que sucede en una guerra de la que poco sabemos en tanto sujetos latinoamericanos. La escritura de Claudia es la escritura de la supervivencia, digamos, de los que se quedan.

La figuración que existe en la novela muestra cómo los cuerpos de mujeres se relacionan con la violencia de un aparato de estado que se enmaraña de tal forma que no es posible pensar subjetividades femeninas si no son vinculadas con los parámetros de la guerra.

Roza, tumba, quema nos recuerda el archivo que se condensa en Cartucho de Nellie Campobello en donde se retratan personas y sentimientos de jóvenes villistas en la lucha revolucionaria mexicana. Cartucho fue el primer material literario de la revolución mexicana escrito por una mujer en 1931. La revolución mexicana comenzó el veinte de noviembre de 1910 y las fuentes oficiales afirman que terminó catorce años después, en 1924. En El Salvador, por su parte, se considera que el conflicto armado duró trece años, de 1979 a 1992. Sin embargo, en ningún momento ha sido oficialmente concluido. La geografía de Cartucho se centra en el norte de México, específicamente en los estados de Durango y Chihuahua. La geografía de Roza, tumba, quema nos queda oculto. 

A las personas que sobrevivieron no recibieron nada, más que las gracias. Una gratitud moral frente a una formación militar. El discurso de que ahora todo iba ser diferente. La aparente democracia que llegó con el fin de esta lucha armada no destiñó las heridas de la guerra. El recrudecimiento de la desigualdad y la pobreza que, en la contemporaneidad, la guerra tiene un nombre encarnado en la figura de las pandillas o las “maras”.

La imagen puede ser un padre dándole un fusil a su hija. Enseñándole el mecanismo y la función de disparar. El retrato puede ser de cuerpos uniformados en verde camuflaje. Puede ser la de infantes congregados en el monte. 

Roza, tumba, quema narra tres generaciones de mujeres (abuela, hija, nieta) en las que existe toda una educación sentimental alrededor de la lucha armada. Claudia Hernández dice: “un nombre era sólo un nombre. En la guerra, era lo mismo que un número, un tatuaje o una placa en el cuello: una manera de identificar bajas”. 

Este es el foco que queremos vislumbrar en Roza, tumba, quema: la ausencia de los nombres. Su ausencia es demasiado nombrar, en realidad. La generación de mujeres no tiene nombre, la abuela, la hija, la nieta. El padre que muere, el padre que se va, el padre que explota en pedazos al pisar una mina. El amor desgarrador de perder a tu primera hija, la tristeza de perder a una madre. Absolutamente nada tiene nombre. 

Creemos que carece de nombre porque la historia que se cuenta, fue también la de otros miles de cuerpos sin nombre, historias que se parecieron o que no se parecieron en nada pero que compartieron la guerra, la tierra, las armas, la perdida y la esperanza de que terminara. Lo que aparece, entonces, son las relaciones. Se vuelve potente la importancia de nombrar hija, de nombrar, madre, de nombrar amiga, de nombrar sufrimiento. 

Un personaje aclara que no es culpa de nadie haber nacido en un tiempo donde el miedo domina todo. Como si ese miedo estuviera predeterminado en esa población, en ese momento específico. Como si se tuviera que tratar de seguir con la existencia con la fragilidad y la supervivencia que representa la violencia atroz de la guerra. Como si se tuviera que quemar el suelo una nueva vez y agradecer que siguen con vida. 

Roza, tumba y quema, por otra parte, es un sistema y una práctica ancestral mesoamericana que consiste en cambiar completamente el uso del suelo y hacer crecer milpa. Maíz principalmente, seguido de frijol, calabaza y algunos otros frutos. Su funcionamiento consiste en utilizar una energía natural como el fuego alterando el ecosistema del suelo. Se derriban secciones de un determinado bosque maduro, se extrae la leña, se deja secar y luego se quema el restante material vegetativo. 

Lo que han dicho las investigaciones de ingeniería agrícola es que el método daña menos que otros tipos de agricultura moderna. Sin embargo, ¿qué pasa después de la guerra?, ¿qué pasa con la esperanza de lo pacifico?, ¿qué pasa con la tierra quemada y la materia que sobrevive? Una respuesta probable podría ser que sobre la tierra arrasada se puede narrar.


 

(Actualización julio - septiembre 2021/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646