diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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“Hoy puede ser el día”, así comienza la última novela de Francisco Magallanes editada por Club Hem Editores con “Prólogo” de Mario Arteca. “Hoy puede ser el día” como una especie de rezo que atraviesa El Palomar y a cada uno de los personajes. ¿El día para qué? Para todo. Para que te apliquen mafia en Canadá –la cárcel–, para vender algún mueble, para ascender socialmente, para que aparezca el amor, la venganza o la traición. El Palomar de Magallanes, además de ser el nombre del barrio de los personajes, nos envía –tal como señala Juan José Becerra en la “Contratapa”– al espacio creado para regular el vuelo de las palomas. Los personajes, entonces, como palomas, quieren volar alto pero parecen volver siempre al mismo lugar, como si estuviesen adiestrados para volar bajo y cerca. El ascenso de Gimnasia en Córdoba, el Arveja colgando de la torre de la Catedral o los pibes en el paravalancha, son el momento de gloria que cada uno de estos personajes quiere alcanzar para poder mirar todo, por una vez, desde arriba: “El cielo es de quien lo vuela y la calle es nuestra”, susurra El Muñeco.
En poco menos de ochenta páginas, Magallanes despliega voces que abren mundos y hacen golpear la prosa con la poesía. Una búsqueda que aparece con claridad en varios pasajes del texto en los que el uso de las barras simula el corte de verso. Esta marca atraviesa los enunciados para manifestar lo que no deja de no aparecer: la supresión de la suspensión. Es decir, en ningún momento aparecen versos en la hoja pero en ningún momento dejan de aparecer. Leemos: “que acá nadie / te regala nada dice el Camisa / con la voz filosa cuando escucha / a la gilada”. La poesía aparece, también, en zonas del texto en donde emerge la reconstrucción de una escucha: las voces hablan a su ritmo, cada una con su musicalidad, su tono y una sintaxis singular que nos arroja, a veces con crueldad, a la historia de cada voz: “Matarlos a todo hay que, a esos negros de mierda, dice mi tía”. Una sintaxis trastocada que encuentra la manera de hacer sonar como por primera vez el sentido de una voz culturalmente reconocible. Por otro lado, son varios los momentos en los que asoma una poética popular –ricotera y de tablón– ligada a las pasiones que definen a estos personajes, aunque su infierno no esté encantador como en la canción de Los Redondos que el protagonista recuerda emocionado. “¡Gimnasia, Perón y mi Vieja”, grita el ayudante de la parrilla del Barba, expresión que remite a una declaración de amor popular que, quienes vivimos en La Plata, hemos visto en banderas de la cancha –así o con variaciones: “Gimnasia, el Vino y mi Vieja”– o grafiteada en cualquier pared de la ciudad. La conjunción de poéticas –ricotera y de tablón– puede verse, por ejemplo, cuando los personajes ayudan a pintar en una bandera: “SOS LA JOYA DEL LUGAR”. Una frase que no sólo es parte de “Blues de la artillería” de Los Redondos sino que replica los miles grafitis, remeras, y “trapos” que cuelgan de los alambrados en cualquier cancha argentina, a veces acompañados con un retrato de los que ya no están. Y es un verso que se vuelve bandera, que se vuelve una práctica ritual, y que en esta novela marca un destino cercano para los personajes, quienes sueñan volverse bandera después de la muerte. Una muerte que, en un relato cargado de tintes épicos, está a la vuelta de la esquina. En esta línea puede leerse la breve mención a la Bestia Pop, imagen que se asocia con el Negro José Luis –personaje mítico de la hinchada del Club de Gimnasia y Esgrima La Plata a la cual pertenece el protagonista–, quien antes de volverse canción de Los Redondos y bandera de Gimnasia, “resistió/ a cadenazo limpio a la barra de Chicago”, entre tantas hazañas que se cuentan y forman parte del archivo de estos héroes lúmpenes.
Es que los personajes de El palomar viven como héroes lúmpenes, al límite, esperando el batacazo, como señala Becerra. Frente a una realidad monótona en donde los laburantes se preguntan cómo salir de ese espacio que los aplasta –“¿No había una manera menos estúpida de pasarse la vida laburando?”–, los personajes sueñan con el todo o nada: “Plata o plomo”, dirá la Ranita de Flequillo. Haciendo changas o trabajando de remiseros mal pagos, como el protagonista, sueñan con ser jefes de una facción de la hinchada, con dar órdenes, con sacarle ventaja a la miseria, aunque eso implique la traición. Lo poco que se tiene se usa para robarle algo de altura al vuelo, como las entradas de protocolo a la cancha que el protagonista intercambia por el “wasap” de la Ranita. O como el Paraguayo y el Polaco, dos choferes que no declararon los viajes para ganar más y terminar comprando la remisería, luego volverse jefes de sus compañeros y seguir explotándolos. Porque lo que El Palomar denuncia con sutileza es que a todos se les olvida lo que cuesta y, si llegan a volar más alto, las reglas no cambian: no hay forma de escapar del palomar, las posibilidades están sólo en la transgresión de los límites que muchas veces implica inmolarse –la muerte o Canadá– como hicieron varios de los caídos: el Arveja, el Pompy, el Joyita, los Pitucos, Quiroga. El resto son los “giles” que esperan, como el padre del protagonista, que las cosas cambien con un llamado telefónico. En definitiva, bajo la valentía y la violencia, asoma una verdad: todos son, como en el epígrafe de Zama de Antonio Di Benedetto, víctimas de la espera. Y, aunque la mayoría de estos personajes son fuertes, de una violencia inesperada, la fragilidad aparece ahí, en seguida: “¡La Rominita! / Le gritó y el Hilacha se apagó como un gasolero”. O también: “lo crucé por el Palomar, me apuntó con la mano y me disparó unos besos”. Estos héroes sin moral, con picardía, que parecen llevarse el mundo por delante, cargados de historias de abuso y de violencia, viven al límite no porque no tengan miedo sino porque lo que no tienen es tiempo para dar el batacazo, en cualquier momento te la “cobran” o te mandan “a guardar”. Por eso no hay espacio para los versos más que el sistema de barras, por eso se vive como una carrera, como si fuesen los caballos del Hipódromo que algunos personajes frecuentan, se apuesta por alguno, se le ponen “fichas”, y hasta los perros tienen que ganarse el lugar dentro de la remisería.
No obstante, también hay otras aves que visitan a las palomas para recordarles su lugar y marcarles el destino. Así, se cuelan, en el libro, aquellos que parecen frecuentar otros lugares de la ciudad –ni la pista de Millenium, ni el barrio El triunfo, ni El Palomar–, y vienen de visitante a ofrecer ese batacazo. Proponen la gloria sin garantías a cambio de nada. En efecto, los personajes aceptan propuestas sin saber ni qué están yendo a hacer –“movidas”, dicen– pero, como todo lo que los toca en ese mundo, dan por hecho que no es algo bueno y se consuelan: “mejor no saber demasiado”. Frente a los cuervos y caranchos se corre o se acepta el juego y lo que queda es la posibilidad del milagro, encomendarse al Gauchito a través de bocinazos, ofrendas y rezos: “por este pibe piola trabajador y respetuoso”, dice el protagonista antes de caer. Sin embargo, los milagros no suceden ni en la tarde de Navidad. Lo que llega es un patrullero que arremete de atrás y te lleva a la jaula, como están construidos algunos palomares. “Canadá”, entonces, como último lugar posible para el revoloteo de estos héroes lúmpenes, el destierro final antes de volverse bandera.
Actualización julio - septiembre 2021/ BazarAmericano