diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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El sueño de la razón engendra monstruos
Clausewitz y yo, de Carlos A. Aguilera, Madrid, Esto no es Berlin, 2020

Al morir de cólera en noviembre de 1831, Karl von Clausewitz dejó el manuscrito de De la guerra (Vom Kirege). Publicado un año más tarde por su esposa, la obra fue muy bien recibida por los ámbitos de formación militar y fue ganando lectores célebres en el mundo de la filosofía y el pensamiento político y aun la literatura y las artes. Lenin se mostró un admirador tempano del libro de Clausewitz y copió extractos en lengua alemana en su cuaderno de apuntes, poniéndole notas al margen en ruso y signos de exclamación. Carl Schmitt le dedicó los ensayos Clausewitz como pensador político y su impactante Teoría del partisano. Michel Foucault desarrolló el seminario la sociedad a partir de la lectura de una obra que ya a esa altura había ganado gran fama entre los entendidos. ¿Qué es lo que hace tan atractiva la obra del militar prusiano? 

Acaso la respuesta se encuentre en que descubre que existen razones profundas entre las situaciones bélicas, las sociedades y la razón. En uno de los aforismos más famosos de su libro Clausewitz, sostiene que la guerra es la continuación de la paz por otros medios, lo que permite poner de relieve que la guerra es una elucidación por extremo de la sociedad, en la medida en que muestra que las sociedades están sostenidas a partir de antagonismos de todo tipo. Como dice Foucault, las sociedades perpetúan el conflicto bélico que les dio origen o que las sacudió en el pasado. En otro momento, Clausewitz afirma que la guerra está integrada por una trinidad conformada por el odio del pueblo al enemigo, los cálculos de probabilidades que realizan los generales en el campo de batalla y la racionalidad del Estado que conduce a los otros dos, de modo que la razón articula ese sentimiento primario que es el odio al enemigo, lo que significa también, si invertimos los términos, que no hay razón sin odio, sin enemigos, sin una lucha cuerpo a cuerpo que recorre la sociedad. 

En 2020, Carlos A. Aguilera incorporó un nuevo libro a esta saga de lecturas: Clausewitz y yo. El texto está integrado por tres relatos contados por el mismo narrador, lo que lo sitúa en una zona difusa entre la novela y la colección de cuentos. Aguilera aborda la vida privada de unas familias de Europa del Este, posiblemente de Praga, sometidas por un tirano. En el primer relato, el narrador cuenta el modo en que mata a su padre, un hombre terrible que lee a Clausewitz, en el segundo describe la vida tormentosa de unos vecinos y en el tercero vuelve a su padre para dar nuevas noticias de su miserabilidad. Si en Clausewitz la guerra está compuesta por la razón, el cálculo y el odio, Aguilera pone en el centro este último componente como forma de analizar las relaciones sociales y familiares y el modo en el que se puede comprender la razón. Pero a la vez el odio es la base para comprender el surgimiento del totalitarismo. ¿Quiénes odian en el libro de Aguilera? Y también, ¿quiénes odiaban en Europa, en la misma zona geográfica en la que se sitúa Clausewitz y yo, hacia los años ’20 y ’30 del siglo pasado? El historiador Jeffrey Herf sostiene que la base de sustento que encumbró a Hitler fue principalmente una clase media formada por trabajadores, comerciantes y profesionales, que sentían como una herida el Tratado de Versalles y eran totalmente críticos de la República de Weimar. Aunque Clausewitz y yo se sitúa en una época contemporánea, forman parte de esos sectores sociales: el padre del narrador es un odontólogo y el de la casa vecina, Néklas, es un ingeniero. En sintonía con esto, Aguilera recolecta una simbología de lo militar, el sadomasoquismo y la cultura nazi por medio de fragmentos bien elegidos como una ópera de Wagner conducida por el director Furtwängler, que, aunque no era nazi, fue regente de la Orquesta Filarmónica de Berlín durante el Tercer Reich. En un momento del primer relato, el padre dirige abiertamente su odio contra los judíos:


Le gustaba repetir la palabra Clausewitz delante de la hermana de mi madre, casada desde hacía mucho con un judío, y perorar sobre la maravillosa tesis, así decía, de la raza superior. Tesis que según él ya estaba enunciada en Clausewitz, en la reelaboración del mito de Fausto que para él De la guerra había desarrollado, y en la exclusión que había que hacer de los judíos de toda civilidad, ya que –le espetaba con ojos llenos de sangre a la hermana de mi madre en su cara- solo habían venido al mundo a traer muerte.  

Nada de esto se encuentra en De la guerra, pero al mismo tiempo se lo puede pensar como una consecuencia de lo que el libro dice. El grabado más famoso de la serie “Caprichos” de Goya se llama “El sueño de la razón genera monstruos”. Vemos en él la figura de un ilustrado que se ha quedado dormido mientras trabajaba en su escritorio. A su alrededor vuelan unas criaturas que tienen cuerpo de lechuza y unas cabezas menos definidas, que se acercan en muchos casos a las de los murciélagos. Monstruoso, el padre de Aguilera ha leído a Clausewitz y lo ha comprendido mal, pero esa mala lectura revela parte de la verdad. Como acabamos de ver, Clausewitz señala que la razón depende del gobierno y los jefes militares, mientras que el odio se encuentra en el pueblo, lo que quiere decir que el odio al enemigo ya tiene que existir, pero también que se lo puede excitar y dirigir hacia un propósito determinado. El odio es un monstruo de la razón, a tal punto que no se podría discernir si es un producto de la razón o es un instinto preexistente que la razón utiliza para sus fines. 

Si bien mantiene una relación importante con el libro De la guerra, el libro de Aguilera produce una innovación que se puede leer también en El imperio Oblómov y Diáspora(s), la revista que sacó en Cuba de manera clandestina, en fotocopias, en los años ’90. En Clausewitz, está claro que la razón está concentrada en el gobierno, lo que significa que hay un foco de racionalidad. En Aguilera ese foco ha desaparecido. En este sentido, no hay nada más notable, y al mismo tiempo más sutil, que la forma en la que narra Aguilera. En El imperio Oblómov va contando de a fragmentos la historia de la formación de ese imperio que anuncia en el título pero al que recién llega al final. Fragmentos: empieza contando algo de un integrante de la familia, pero un elemento, un signo, un gesto, lo obliga a una digresión, que desarrolla hasta llegar a una nueva digresión, y así hasta el final del libro. De igual modo, en Clausewitz y yo el narrador no puede dar una mirada global de lo que sucede, de modo que va contando de a partes, como si pusiera capa sobre capa a un retrato que se va volviendo cada vez más monstruoso. Lo mismo sucede en “Néklas & Néklas”, el texto en el que cuenta la vida de los vecinos: es una larga digresión de digresiones que va ensamblando la vida familiar mientras el hijo menor está viendo un programa de televisión. Para decirlo con Deleuze y Guattari, autores que marcan fuertemente la obra de Aguilera, la forma de narrar es rizomática. Esto significa que nunca presenta el panorama completo y luego desarrolla algunos aspectos, sino que cuenta desde abajo, desde los materiales, desde las raíces que se van enredando cada vez más. Una narración clásica se encuentra expresada en los títulos Ana Karenina y Madame Bovary. Parafraseando a Franco Moretti, esos títulos resumen la historia, porque no hablan de la mujer modélica, sino de una mujer en particular, por eso el nombre, lo que anticipa que la historia que contiene el libro es la historia de una desviación que ciertamente se revela como infidelidad. La narración clásica presenta el todo, la familia, y luego la excepción, la novela. Aguilera procede de manera contraria: cuenta solo los detalles materiales, el rifle, la bala, el agujero que la bala produce en el padre; a partir de ahí va siguiendo las raíces, poniendo una, cortando otra, bifurcando la de más allá, de modo que compone el relato por medio de una red que llega a la totalidad, que siempre se revela como totalitarismo, sin nunca partir de él. De este modo, la forma narrativa de Aguilera nos dice que no hay una fuente racional que controla todo, sino una red de elementos sueltos que componen racionalidades y sujetos monstruosos, como si ya nadie pudiera dominar lo que se puso en marcha, o bien como si nunca nadie hubiera podido dominar nada. La impresión que produce es que la sociedad es una red biológica que se levanta de la tierra y produce relieves, totalitarismos, represiones y disoluciones. 

En su libro, Aguilera muestra que las redes que forman la sociedad, digamos por ejemplo la comida, el abastecimiento eléctrico, la administración de la economía familiar, el contacto de los cuerpos, los programas de televisión, que en principio no tienen una jerarquía determinada, producen seres paranoicos y totalitarios, imperios como la torre que construye el hijo menor de los Oblómov o autoritarismos familiares como los de los padres de Clausewitz y yo. El narrador empieza a contar la vida de los vecinos por una razón fortuita: el balín con el que mató a su padre sale por la nuca y atraviesa la pared, dejando un agujero desde donde se puede ver la casa de los Néklas. No habla directamente de los vecinos, sino que llega a ellos por la fascinación que le produce la trayectoria del proyectil, la sangre que ve en el piso y el modo en el que queda perforada la pared. Todos los integrantes de la familia de los vecinos se llaman Néklas: el padre, la madre, que es pañi Néklas, el hijo menor, que es en quien se concentra el relato, y los dos hermanos, que son Néklas 1 y Néklas 2. Inicialmente, todos son un apellido sin nombre, y se van diferenciando por las cosas que va contando el relato, como si los personajes brotaran del cuerpo del padre o como si al acercarse a él se fueran distinguiendo relieves e historias nuevas. Por eso, no identifica a los integrantes de la familia por nombres propios, sino por sobrenombres que se ganan de acuerdo a la actividad que realizan o los defectos corporales que tienen. De ese modo, el hijo menor se diferencia porque es Néklas el ortopedista o Néklas el cojo. La primera imagen que tenemos del padre es comiendo. Luego van apareciendo los personajes, y el padre, que al principio es una simple figura masticando, se va convirtiendo en un tirano. Escribe Aguilera: 

"Néklas, el ingeniero y verdadero Néklas, al igual que mi padre, había hecho crecer a su familia dentro de un pulmón de hierro, como se dice vulgarmente. Dentro de un control férreo del deseo y los posibles gustos que unos y otros pudieran darse. Para esto no solo había hecho que pañi Néklas, ahora con el mando total de la situación, ahorrase en todo lo que pudiera ahorrarse, dentro y fuera de casa, sino que la había obligado a llevar un catastro que él verificaba cada semana y en el que se apuntaba todo, exactamente todo el dinero que la familia ponía a circular dentro de la maquinaria social.
Maquinaria de la que Néklas, como buen ingeniero, se veía como principal contribuyente."

Clausewitz veía una separación entre la racionalidad y el instinto primario del odio. Aguilera muestra en momentos como éstos, que son representativos de todo el libro, que no hay separación alguna. El monstruo del padre ejerce su dominio por medio de una racionalidad económica extrema. En otro momento, el narrador cuenta que Néklas le regalaba a su hijo tanques de colección para armar. Se trata de un modelo para la narración: de piezas pequeñas e insignificantes se arma un artefacto de guerra. Pero a diferencia de esos tanques, que se ensamblan siguiendo un modelo predefinido, los relatos de Aguilera siguen un ordenamiento no previsible, de modo que los centros paranoicos se montan ante nuestros ojos, a partir de raíces que el narrador encuentra acá y allá. 

En Aguilera, la ficción es siempre una cuestión de geografía. En El imperio Oblómov y en Clausewitz y yo se ocupa de Europa del Este. Es el espacio geográfico en el que estaba el imperio Austro-Húngaro, el lugar en el que brota el nazismo, el espacio recorrido por el eslavismo y la tierra en donde se levantó el comunismo. En esa zona se trazan los juegos del rizoma y el totalitarismo. Compone un espacio en el que desde la forma de narrar se tensionan la multiplicidad de las raicillas y las formaciones molares, los juegos estéticos y las composiciones de poder, las pequeñas racionalidades y los totalitarismos locales y monstruosos. Se le atriubuye a Brecht la idea de que el fascista es un burgués asustado; Aguilera podría decir que el fascista es un hombre asustado de las multiplicidades que lo generan. En el tercer relato, esa tensión se plantea de nuevo alrededor del padre que lee a Clausewitz. Solo que ahora descubrimos que es un delator de la Securitate (Aguilera usa esa palabra, que es el nombre de la policía secreta rumana durante el régimen de Ceausescu). El padre es un delator porque tiene miedo de que se pervierta “la zona”. Si se puede perder es por el desvío de la gente. Para el padre, si alguien se desvía, si alguien hace algo que no es adecuado o se pasea por la zona sin pertenecer a ella, revela que no ama con contundencia su hábitat, “Y el hábitat, según él, era lo más importante que posee el ‘espantoso miriñaque humano’ […]. // Sin hábitat solo hay traición” (90-91). 

Esta práctica del espionaje no es un mandato del Estado. El padre que lee a Clausewitz no ha sido reclutado por la Securitate, sino que controla a sus vecinos por puro gusto personal. Es un hombre que recolecta información anodina de los otros, la transcribe en papeles que va acumulando en los anaqueles, al lado de una colección espantosa de cabezas de conejo. Ha convertido su casa en un archivo de la seguridad de estado; es un archivista, un soplón, un hombre de los CDR cubanos en medio del Este, pero, diferencia no menor, nadie se lo ha pedido ni nadie lo ha contratado, ya que es solo un tirano que creció en las redes sociales. Sigue los itinerarios de las personas y, como buen paranoico, sobrecodifica (sobreinterpreta) esos recorridos a partir de una pureza, un grado cero, que es el centro, y que es en donde él está parado. Decidió por su cuenta ser el kilómetro cero de la zona y desde ahí desconfiar de cualquiera. El Estado viene después, y esto significa que él va a buscar a Estado, es el ojo ya desarrollado en su paranoia lo que lleva a la Securitare, como si el Estado no fuera más que un receptáculo en el que los microfascismos se gubernamentalizan. Le dice el padre a un agente de la Securitate: 

"Jota intenta desde hace meses destruir nuestra armonía, e hizo una pausa para ver si el oficial captaba.
Destruir y desviar y corromper nuestra armonía, repitió.
¿Y para eso qué hace? –sonrisilla socrática del gordo de mi padre.
Pues invita a su casa a personas que no son de esta calle, soltó finalmente mi padre. 
Personas que ni siquiera viven cerca de esta calle y ni siquiera de las cercanías de las cercanías de esta calle" 

Clausewitz y yo constituye un libro notable por el modo en que interroga la tradición del pensamiento sobre el poder. También pone en juego una forma de narrar con la que muestra la desaparición de los grandes focos de racionalidad y la transformación consecuente del mundo en una red de cuerpos, instintos e informaciones. Tanto en Clausewitz y yo como en su anterior El imperio Oblómov hay una nota pesimista ya que nadie se libra del totalitarismo en la medida en que todo personaje tarde o temprano termina muriendo o articulando una posición de esas características. Desde el cristal deformado de su ficción, que en su caso está cerca del cine expresionista alemán, el mundo se abisma en la paranoia y en la construcción de torres totalitarias o formas familiares de la opresión. Y esta idea es tanto más notable cuanto está presentada desde una posición que trabaja la narrativa cerca de las ideas de rizoma de Deleuze y Guattari. Podemos preguntarnos, entonces, ¿nuestro destino es el totalitarismo? Por mi parte no lo sé decir, pero esa pregunta está en el centro de los libros de Aguilera, y es importante recordar que un libro vale más por las preguntas que lanza que por las respuestas que genera.


(Actualización julio - septiembre 2021/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646