diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El tiempo del exceso llega con lo que está de más, aquello afuera del tiempo y dentro de él que se persigue y se persigue. Llega entonces con el deseo incansable e indomable de no poder prescindir de la pregunta narcisista: ¿quién soy? Pero también, con los restos, los residuos, el sobrante de algo, todo lo que señala la edad del deseo reticente y en retirada: ¿quién he sido? Por lo cual, a lo escrito le falta siempre algo, y ese algo lo constituye, lo vuelve búsqueda de lo que no puede ubicarse en ningún lado, lo hace ser lo insistente marcado por la manía o la tristeza de quien persigue el ritmo de lo escrito como doblez del ritmo frenético de la vida. Escribir de más es así no poder darle a lo escrito su lugar; es otorgarle por constancia a las palabras su negativa a ser menos. Pero la palabra de más, la nostalgia de más, el chiste de más, aquel que está de más en cualquier reunión o fotografía del pasado, se encuentra condenado al exabrupto con el que marca el lugar por donde la incorrección gana todo. ¿Para qué de vuelta lo mismo? ¿De nuevo? ¿Otra vez? ¿Para qué lo ya entrevisto, el balbuceo que no se ha ido, el murmurar que regresa aun cuando traiga el exceso mismo con relación a lo anterior?, preguntas, sólo preguntas ?pero acaso preguntas morales? hechas por la voz sentenciosa de la mesura. Ocurre que, a contrapelo de la fe señalada por Hegel en el fin del arte, lo que nos falta es la mesura. Razón por la cual si las autobiografías, las confesiones, las escrituras íntimas son la nueva medida de aquello que falta ?de aquello que siempre se sustrae y se escapa? lo que excede es entonces el tiempo de más que se emplea en su persecución.
En su diario, Naturaleza moderna, el cineasta Derek Jarman dejó registrada esta afección del futuro, esta especie de nueva sensibilidad por venir: “Ahora voy al cine solo por amistad o por nostalgia. No puedo ver nada que no esté basado en la vida de su autor. La actuación, el trabajo de cámara, toda la parafernalia del cine me trae poco placer si falta el elemento de la autobiografía”. Puesta en contexto esta frase, habría que señalar que un paso más allá, Jarman trascendería cualquier tecnicismo en procura de encontrar para cada película el ritmo y la atmósfera que le permitiera por ejemplo hacer de su jardín un set, emplear amigos en el rodaje, transpolar su propia historia en figuras como Eduardo II o el joven Wittgenstein. Filmar antes que hacer películas, repetía una y otra vez. Acosado por el tiempo que ya no tenía, excederse parecía ser la medida de su tiempo. El caso es que poco a poco lo íntimo lo ganaría todo. Lo mismo podríamos señalar para los últimos libros de Alberto Giordano, hechos de una inmediatez que prescinde de las ideas, de una proximidad que va más allá de lo espectacular, de un desenfado que por momentos juega con la delgada línea de la incorrección, y de una intimidad similar a la del cineasta inglés cuando afirma “cada vez creo más en la verdad de lo que enseño: que la vida es un proceso indeterminado, que carece de causa y de fin; que las escrituras autobiográficas ganan la partida de la literatura, cuando exploran la marea de sinsentido que lleva y trae las figuraciones del yo. Y cada vez temo más que no son cosas que yo tendría que estar enseñándoles, en el marco de una cátedra de teoría literaria, a chicos de veintidós o veintitrés años”. Vivir antes que escribir, tal vez se repita una y otra vez el autor de Razones de la crítica, un tanto desconociéndose y a la vez aceptando lo que la apuesta por lo nuevo trae consigo en este tiempo que ahora resta. Por lo cual, si Jarman era un cineasta desencantado del cine, podemos decir que Giordano es un académico desencantado de la academia, un convaleciente activo que atenta contra sí mismo, un improvisador de lo continuo persiguiendo su imposible intimidad. En ello va el apelar a lo (auto)biográfico ?sabemos no sólo del día a día de Giordano, sino del pasado de su padre, los extravíos de su madre, la progresión familiar y la circularidad de amar y odiar el presente; y también, en los sinuosos paseos del intimismo, de lo que dicta el entusiasmo y el aburrimiento como único motivo para continuar escribiendo cuando se busca la cuota diaria de extrañeza: digresiones sobre el propio nombre, sobre las genealogías entredichas, semblanzas de identificaciones tempranas con primos y tíos, las compulsiones a la angustia y su fuerza de arrastre que siempre puede empeorar todo; pero sobre todo, sabemos que en lo (auto)biográfico lo que se juega es la propia congoja del no saber qué hacer: “Si este fuera un verdadero diario, y no una especie de columna autobiográfica en una revista cultural inexistente, dejaría constancia de la angustia y el deseo de suspensión que me provoca el viaje de esta noche (…) Como este no es un verdadero diario, uno de esos cuadernos destinados a contener la angustia, a brindar distracciones, no sé qué persigo montando el espectáculo de mis tribulaciones.”
Hecho de la vacilación el tiempo de más se ahonda en la forma de la ironía; tal vez antes que cualquier otra forma su forma predilecta. Y es que lo incierto de la vida y el sinsentido de su devenir le otorgan a Giordano la posibilidad de experimentar esta progresión lacerante de la inteligencia de un modo excepcional: aplicándola sobre sí mismo con precisión metódica y vanidosa elegancia. Pero no en el sentido de vicios y virtudes que se descubren ?unos para el bochorno, otras para el regodeo? sino en el sentido de puesta a prueba de que la fe se ha extinguido, se ha marchitado, ha sido arrancada de raíz por el viento del escepticismo. Los restos arqueológicos, los estratos de sentido que en todo diario podemos encontrar señalan siempre en la huella dejada por lo escrito que su autor mal que mal amó la autoexigencia de pensarse. El hecho es con relación a qué cobra valor ese acto. Página a página, entrada tras entrada Tiempo de más señala una y otra vez el poder de lo real, ese saber que no es un saber discursivo o transmisible sino más bien todo lo contrario, un saber del rapto, del quedar sin palabras, del estar de más con todas las artimañas de ensayistas y académicos: “Cuando uno aprende que en la vida casi todo es cuestión de retórica, que cualquier mundo es un ágora, se cuida de no salir a la calle sin una buena provisión de lugares comunes. Cada cual los recoge del universo cultural que tiene más a mano. Yo, por ejemplo, cuento con una reserva de clichés ensayísticos, exigua pero rendidora, y trato de usarla en casi cualquier conversación. La premisa de que vivir es ensayar y ensayarse puede autorizar abusos de elocuencia que hubiesen avergonzado a los primeros sofistas. Otros, de otra naturaleza, son los recursos que acopió mi hija: una batería de memes”. El lector coincidirá o no, pero los hijos son el lugar del acierto. Y por el simple hecho de continuar ajenos al sinsentido, a la vacilación o a la mismísima angustia, un meme es más poderoso que cualquier axioma y fuga hacia adelante con la velocidad de un cometa. Vanas armas entonces las palabras frente al poder irónico de lo real que busca y a la vez rechaza cualquier reflexividad. Vana la reflexividad si estamos hechos al final de aceptación y renuncia, pero también, de la grandeza de no tomarnos tan en serio.
En libros anteriores Giordano confesó su gusto por los moralistas franceses, que más que moralistas podríamos llamar hoy irónicos ingeniosos; es más, en esa misma admiración iba su deseo de convertirse en uno, lo cual, no es más que un gesto barthesiano de anacronismo bien llevado. Sin embargo, Tiempo de más es acaso más pascaliano que los anteriores libros; si bien los viajes, los paseos, la vida con otros aún está presente, no puede dejarse pasar que su tono meditativo poco a poco lo gana todo. Como Pascal Giordano evita las desgracias siendo capaz de quedarse sentado y tranquilo en una habitación, su estudio, el comedor diario, la mesa de un café; es más, para ello suspende viajes, escapa de eventos, posterga visitas a los amigos, y, por supuesto, atiende expectante a lo que pasa. Pero en esa soledad que aparentemente no necesitaría nada más, la meditación llega con la memoria de los muertos. El tiempo de más es el tiempo de quien no está, de aquel que nos sustrae de la acedia del ahora pero que también nos hunde en la falta del presente. Pensar en quien ya no está es incurrir en excesos; derivar de ello un saber sería entristecerse o dejarse ganar por la molicie de la melancolía. Tal es así que la meditación necesita alimentarse de los lugares vacíos, los restos, aquello que es huella e intuición de que cualquier totalidad no espera detrás de una puerta, una ventana, un pasillo de palabras, sino que justamente, ahí marca su ser de nada, su apagamiento indiferente: “Sigo pasando todas las mañanas frente al consultorio de Norberto Díaz. No lo puedo evitar. Llego a la esquina de La Paz y Juan Manuel de Rosas, pienso en seguir derecho, para variar, y siempre termino doblando a la izquierda. ¿Y si justo hoy abrieron los postigos y puedo entrever algo, o me cruzo con alguien, entrando o saliendo? No querría perderme la aparición de un fragmento de lo que fue la vida de Norberto”. En un primer momento de la convalecencia a la improvisación el mundo inmediato buscaba ser iluminado por la notación del ingenio, para que al menos algo no se pierda en la proximidad de todo remolino; pero luego, en las palabras de más, la manía, la insistencia, todo lo que gravita alrededor del insipiente entusiasmo a veces se oscurece.
Aunque el diario y las escrituras del yo alimentan también el consuelo imaginario, la felicidad de la invención y el orgullo del rescate en el instante previo al olvido. Por lo cual, el tono meditativo trae consigo la felicidad de volver adonde nunca se estuvo; hace posible las ganas de compartir la frecuencia entusiasta de la conversación infinita entre un padre y un hijo que se repite como un encuentro, acaso porque allí “sin decir nada y sin saberlo, papá me ofrece lo mejor que un padre le puede dar a un hijo: la certidumbre de que es bienvenido” ?señala Giordano al referir el motivo que originó el registro de ciertos recuerdos de su padre Aldo y que conforman un libro dentro de otros libros. Es indudable que en ellos se trama lo mejor de su prosa. Aquí lo reflexivo es atinado ?acaso porque las experiencias de Aldo no están hechas para la comunicación sino para la gratuidad que sabe que heredar es vano; pero también, la exposición de recuerdos ?hechos insignificantes y sentidos, al fin y al cabo, girones de una vida ajena pero que creemos destinados a poseer? gana en rapidez, claridad, encanto, rubor y mesura ?tal vez porque Giordano deja hablar a otro, o porque ese otro le ha tomado la voz. Entre sus cosas, sus dichos, sus silencios, su música, su fantasma, Aldo se vuelve la contracara de la escritura desdichada ?los inexplicables motivos de la depresión, la larga despedida del ámbito académico? y, a la vez, Aldo, ese personaje afable por su simpleza y misterio, ese melómano clásico y emprendedor de sí que no teme a lo nuevo, se transforma en la posibilidad de vida que nunca fue por prepotencia del destino: se quiere ser lo que la tragedia posterga, hasta que en todo sentido, ya es tarde. El tiempo de más es entonces el tiempo que no vuelve, y que por tanto se transforma en excusa para poder reinventarlo. Una sensación en la mañana, el fragmento de un tango silbado al pasar, la simple disposición a evocar lo perdido lo trae sin remedio; hace girar la rueda en el mecanismo infinito de la nostalgia con la que la escritura trama su escena: “Que me asalte el recuerdo de papá, mientras escucho tangos, es tan probable como que quiera registrarlo en este cuaderno”. Pero el registro es solo la posibilidad de ir encontrando un tono para aquello que se lleva consigo como secreto, como motivo para ponerle voz a una obsesión que acompaña desde siempre, y con la cual, desde ya, no se puede hacer mas que la prueba de la literatura: “En los años de mi tardía adolescencia y en los de la primera juventud, cada vez que me enamoraba de una chica, le hablaba de papá. Contaba sus historias y sus pareceres, subrayando lo atípico, como si él fuese un artista o un pensador silvestre que yo tenía la suerte de frecuentar (…) Nunca perdí el gusto de hablar de papá. Con el paso del tiempo cambié de interlocutores (los nuevos amigos reemplazaron a las enamoradas) y fui incorporando otros tonos”.
Como el estilo el tono lo es todo. ¿Qué sigue entonces al exceso de aquello que está de más? Tal vez una modulación sostenida en el ritmo del día a día; o tal vez cierta persistencia que corra el riesgo de volverse monótona. Por lo cual, abandonarse a esos excesos supone necesariamente ir restando posibilidades: adiós a las armas de la crítica y al horizonte de las polémicas; adiós a las implicancias del método y a todo convencimiento. ¿Será factible entonces una vida en la inmanencia? Ni el diarista mas avezado lo sabe; sin embargo, la distracción y el extravío siempre lo rondan en la cercanía de la página en blanco. Giordano lo sabe, y tal vez ahora la esté mirando.
(Actualización abril – mayo 2021/ BazarAmericano)