diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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I.
Entremos a Los preparados, como lo hace el mismo Chilano, con un criterio anatómico. Un cuerpo –todo cuerpo– se disecciona desde afuera hacia adentro. Digamos, entonces, que son doce las partes en que se divide el libro: doce piezas, doce secciones, doce cortes. Y digamos también que, como en el caso de los cadáveres disecados y segmentados en las facultades de medicina, el procedimiento de partición no es tanto un gesto físico, como uno semiótico: un modo oblicuo, indirecto, de rearmar un organismo. Un lenguaje.
En ese recorrido anatómico Chilano despliega una narrativa hecha de desplazamientos, trasposiciones y suturas: salta desde las primeras clases en la facultad de La Plata, al cuerpo eternizado de Evita; del olor a formaldehído, al de la tintura para cuero en una zapatería del puerto; de los peces de la infancia, a las elucubraciones sobre la tristeza de los antepasados; de Kurt Cobain, Billy Corgan y Pepita La Pistolera, a los ojos infinitos de Camila... En el camino convive una impresión de fragmentariedad con la incontestable certeza de que todo se encamina a un fondo, a un núcleo. La misma voz que separa, escinde los tejidos de la historia es la que da forma al cuerpo que narra. Algo se arma en el gesto de un desmontaje.
II.
Detengámonos, entonces, en el motor de ese desguace.
“Las historias que deberíamos contar las transmitimos cuando le damos la mano a alguien, cuando hacemos una caricia, cuando rozamos una piel furtiva. Las historias que contamos con la voz, o con los gestos, o con los dedos sobre el teclado, ésas suelen estar llenas de mentiras o de artificios”.
Hay en el relato de Chilano una recurrencia a la duda, un gesto orgánico, persistente, de sospecha. Sabe bien que las palabras están hechas para ocultar; sabe que, más que lo que muestran, las definen lo que nos retacean, aquello que esconden. La verdad, al parecer, está en lo que no se dice.
El gesto del escritor, entonces, es el de desenredar una madeja de palabras, para desenmascarar un silencio. Y la paradoja es obvia: el único camino que tiene para hacerlo es produciendo palabras nuevas.
III.
El silencio es una de las fuerzas ordenadoras de Los preparados. Campo magnético hacia el que se dirige todo movimiento. Último enigma.
El silencio de los días 7 y 14, impuesto en la casa de la infancia. El que queda tras los desesperados e infructuosos intentos de reanimar a un paciente. El silencio radial que tapa “el cuaderno verde de la muerte”. El que evita el dolor innecesario, o indeseable, de la pérdida. El de la impotencia. El de la despedida.
El silencio es la ausencia, y es la posibilidad. Es la mentira y la incógnita. Es la piedad y el castigo. Es todo inicio, y todo final. Y el silencio en esta historia –al menos el que elige quedarse esta lectura– le pertenece casi enteramente a Néstor Chilano, el padre de Sebastián. Es su figura la que tensiona el avance del relato. Su furia, su dolor y su profunda ternura.
IV.
Llegamos, finalmente, a aquello que se arma en el proceso mismo de la descomposición. Al núcleo situado más allá de las palabras, a través de ellas. Llegamos al resto, a lo que queda: la voz que narra. La voz del hijo y la del padre. Una voz rota, desnuda, vulnerable, frente al amor y la muerte. La voz de la búsqueda y la pregunta.
¿Por qué escribimos?
Escribimos porque estamos heridos.
¿Y para qué escribimos?
Escribimos, acaso, para no perder.
(Actualización abril – mayo 2021/ BazarAmericano)