diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

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Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

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Diseño

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El poeta y su obra
La buena suerte, de Silvio Mattoni, Buenos Aires, Caleta Olivia, 2020.

La vieja casa pompeyana de patios interiores, galería y pasillos, de altas puertas e inscripción en su entrada distintiva de un siglo ya lejano, propicia para fiestas en verano y acogedora en invierno a invitaciones que se prolongan en la noche, donde los niños han crecido y todos quienes por ella pasaron envejecido, ahora cambia, es la misma y es otra, como todo, siempre y cuando la buena suerte acompañe su transformación, la cual, por cierto, no es más que autoconciencia hecha de aire y polvo, de esplendor y ruina. He aquí el final del último libro de Silvio Mattoni, toda una sección de versos dedicados a las reformas del hogar, a la suma de espacio y tiempo para lo siempre nuevo, a la obra en construcción que lo distrae y lo concentra. Apenas cinco poemas de esta sección llamada “Piezas”, y apenas un hecho: demoler, edificar, como la vida misma lo hace con todo, alcanzan para que otra vez sepamos que la poesía es esa atención que dice ¿qué pasa a mi alrededor?, ¿qué ha cambiado?, ¿qué queda del pasado?, ¿del futuro qué veré?

            La pieza que se construye, la pieza adonde la adolescencia se transforma en reclamo de privacidad y soledad, la pieza que hace falta a los padres para que la vida de los hijos sea una hermosa aventura hecha de rebeldía y continuidad, como otras piezas, adonde se ha escrito, adonde llantos y risas quedaran atrapados para siempre, esa nueva pieza en la planta alta de una vieja casa, irrumpe con el constante sonar de lo que se demuele para avanzar; irrumpe con el golpe a golpe en las paredes de cien años que se proyectan hacia el corrimiento de la luz que desmorona su viejo techo. Apenas un temporal pedazo de cielo para no vender, para no mudarse; apenas un lapso de discontinuidad en la rutina familiar para que luego todo siga, cambie y permanezca; eso parece ser el tiempo de una obra. Sin embargo, hay otra pieza que se construye con la convicción de il miglior fabbro ejecutante, y es el poema; suerte de música al día a día, ritmo de lo que pasa, variante expectante del mínimo detalle en la indiferencia de lo real, cuarto de servicio adonde la melancolía duerme cual si fuese la vocación de orden que todo lo repasa. Ahora bien, ¿es una y otra “pieza” la misma suposición de que todo tiende hacia el fin de un libro? ¿Es la obra de palabras monumento perdurable inscripto en el metro cuadrado ganado a la necesidad doméstica? En los sitios más recónditos la poesía parece un lugar por descubrir, grieta en un muro, dintel de un nudoso marco, cristal esmerilado por atender en su reemplazo o cuidado; y a la vez, la poesía parece también el mapa que lleva hacia ello, un plano invisible que traza las diagonales cotidianas de vidas que se reúnen y separan para dormir, comer, dejarse estar entre el día y la noche. Pero, sobre todo, la poesía con su conciencia inmediata de finitud es la única posibilidad de volver habitable el mundo, como en todo caso una familia que crece es la objetivación de una conciencia que nos dice: el mundo nos abandonará, nos transformará en sus restos, dejará de nosotros nada, y lo demás continuará. Libro a libro Silvio Mattoni ha construido un tono distintivo que modula alrededor de esta fascinante paradoja: quien más se acerca a la presencia de las cosas, más próximo está de saber que no las alcanzará; vivimos acaso para abandonarlo todo, parecería decir cada poema construido por una voz que a lo largo de los años ha visto en los otros la transformación de si y la proximidad de su misma extinción, sea esa voz la del poeta o la de la casa en remodelación, con su herida abierta apenas oculta por un nailon y su crujiente silencio desgarrado por la risa de los albañiles que, a sí misma, y a su lánguido habitante, dice: “Raro es sobrevivir, / en esta parte árida / de la tierra donde ya casi todas / las fachadas de enfrente, las paredes / de mi manzana, las inscripciones en lo alto / de las terrazas se han ido borrando; / y ahora en vez de caer de nuevo al suelo, / siento una cosa leve en la mitad / de mi espalda, sobre los muros portantes”. ¿A quién entonces intimida este peso de la obra, este rasgo de sobrevida que se resiste al mismo deterioro y se extraña ante lo nuevo? Indudablemente la paradoja mencionada mas arriba, ha sabido conducir a Silvio Mattoni a través del sinuoso caer y levantarse de todo; y también, le ha permitido abrirse a nuevos temas en la luz de una herida que no es más que la reiteración de las horas tempranas en cualquier mañana.             

            Si cayera en el simplismo de titular a estas palabras “El poeta y su obra”, apelando a la pereza del castellano para designar una labor manual e intelectual que en su economía de la designación a veces resulta bochornosa, seguramente debería comentar las demás secciones que repiten variaciones de temas ya tratados por su autor. Sin embargo, la buena suerte o no corrida por los objetos es inefable; y a la vez, devela un manto de sombras cayendo sobre los destinos que la poesía contornea en palabras luminosas al enseñarnos que tarde o temprano nos volvemos el resultado de una partida de dados sin suerte. El azar ha traído entonces a la orilla del poeta amigos diversos del presente y del pasado, experiencias con los hijos, mascotas de un tiempo discontinuo, escenas conyugales y demás motivos sobre los cuales desplegar un sello personal que rubrica la extensión de un imperio medido con palabras. Pero también, ha traído la escenificación de lo escrito, esa especie de acto reiterado en el cual se contesta a la pregunta ¿qué hay en escribir? En este nuevo libro a veces su respuesta no es más que el llamado a una aristocracia imaginaria, la de aquellos que se identifican con la resplandecencia que en todo deja lo ausente y que señala a quienes tranquilamente la ignoran: “¿Y dónde están los otros, que no escriben, / que creen en fantasmas, que no saben / que este día de torrentes de agua / se parece a otras lluvias pero no / volverá nunca?”; otras veces, su respuesta es tan solo la agilidad del verso que se disimula con su verdad entre listas de cosas y obligaciones por cumplir antes de la inminente desaparición: “Escribir no es la meta / sino el registro de querer seguir / mientras los chicos crecen y se gasta el cuerpo: / llamar al albañil, hacer un libro / que nos devuelva la tranquilidad”; pero siempre la insistencia en escribir señala la proximidad y la distancia entre una casa de palabras y una dirección en el mundo: “Los viejos plomeros / entonan chacareras, zambas, polcas / mientras conectan tubos. Ojalá / que adentro suene el agua, que las venas / sientan correr la música. La obra / despierta en este caso melodías / menos abstractas”. Por lo cual, si es cierto que la buena suerte existe, y a veces nos sonríe en las palabras, es indudable que conduce hacia la orientación de la simpleza.    

            Un largo poema de Juanele Ortiz antecede a las piezas de Mattoni; y aunque su atención sea distinta, lo anecdótico no deja de estar presente para marcar sus diferencias y similitudes. En “La casa de los pájaros” el poeta entrerriano despliega su intimidad en estrecho vínculo con el campo que rodea a la vieja casa en las afueras de Gualeguay; mientras va y viene del trabajo y se distrae en su contemplación, pájaros, perros, cielos, tardes, ríos, árboles todo ingresa a las habitaciones, las galerías, el comedor de un lugar sin límites al que Juanele nombra de la siguiente manera: “Oh casa de los pájaros, quise despedirme de ti en una tarde de fines de Febrero. / Ya había sobre los pastos y en la luz una soledad que el viento quería ajar. / Me apretó el corazón tu silencio cerrado entre el rumor profundo”. En La buena suerte, las anécdotas triviales tal vez marquen la distancia no sólo geográfica sino de sensibilidad respecto a lo que le toca exponer: aberturas que no llegan, directivas que todo lo postergan, y hasta el sentir culposo de clase frente al albañil extenuado que duerme la siesta acompañando con sus ronquidos las frases traducidas por el poeta, y que lo llevan a decir “basta / de tipear frases y ensuciar cuadernos / custodiando la historia de otro mundo / que todavía no se ve y que pide / respuestas a preguntas inaudibles”. Sin embargo, hay en lo trivial el corazón de una promesa, que cual enredaderas tropicales aferradas a los muros, se deja leer o escribir en la perseverancia de lo que no se detiene: “¿Diría entonces que esta casa tuvo / algo de buena suerte? Pero en sí / ella más bien se dedica al silencio / y hace que en su interior la suerte viva / en los chicos que crecen y ahora expanden / siguiendo sus deseos otra naturaleza”. El poema hace sonar entonces su música prosaica, y aunque parezca una fatalidad, en ella va ese pedido que Juanele tiempo atrás repitiera para sí: “Ah, infundir en las cosas, en los paisajes y en los jardines, la medida de nuestro amor / para salvarlos de la eternidad o de la fugacidad en que parecen vacilar sin ella”. En este último libro, Silvio Mattoni ha sabido también escuchar ese llamado en custodia de días aún por venir.

 

(Actualización abril – mayo 2021/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646