diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Volver a Casal por el camino de la amistad o el futuro como desvío
Erotismo y representación en Julián del Casal, de Oscar J. Montero, Leiden, Almenara, 2019.

1.

Durante la última década del siglo XIX ocurrió un hecho crucial para la literatura cubana: el ingreso de la muerte en la letra. Lezama Lima pensó esa extraña conjunción entre vida y obra a partir del sacrificio y de la imagen que, suspendida en el tiempo, se abría paso en la sobrevida. No obstante, cabe agregar que la muerte eligió dos momentos y dos maneras distintas de entrar en la literatura: por un lado, como una culminación lógica y consecuente de toda una vida puesta al servicio del ideal que avanza vertiginosamente en una única dirección posible hacia el final, por el otro, la muerte que sobreviene inesperadamente para arruinar, interrumpir y desviar, irónica y misteriosamente, la imagen diseñada en vida. Una narrativa que cierra con broche de oro frente a otra que se abre y parece quedar incesante y amenazadoramente incompleta. O para decirlo en términos concretos: José Martí muriendo en 1895 en el campo de batalla durante la guerra que finalmente le daría la independencia a Cuba –aunque, como sabemos, luego vendría la intervención norteamericana– y Julián del Casal, el poeta triste, pesimista y enfermo, muriendo de risa en 1893 en una reunión de amigos.

En casa de un amigo se fija en unas flores artificiales, que califica de “horribles”. Le explican que son un regalo y que por cortesía no se pueden quitar. Al día siguiente, Casal regresa con un ramo de flores naturales y sin esperar las gracias, las deja con la dueña de la casa. Convalece, se mejora, escribe a Darío y parecería que junto a las labores cotidianas del escritor, la corrección de las pruebas, la redacción de una reseña, organiza la escena de su muerte como si se tratara de la última ficción: el libro de Amiel abierto sobre el escritorio, la sobremesa agradable en casa del amigo, el chiste celebrado, la carcajada que parece resonar por el casón habanero, la pechera blanca toda manchada de sangre. (199)

 

Así describe Oscar Montero esa última escena. Es de hecho literalmente la última página de Erotismo y representación en Julián del Casal, libro publicado originalmente en 1993, coincidiendo con el centenario de la muerte del modernista, y que a esta altura ya es un imprescindible para pensar su obra. Tanto la construcción del relato de los días finales de Casal como la incorporación del mismo en el último capítulo, titulado “Invertir (en) la estética” y dedicado a analizar “En el campo”, uno de sus poemas más conocidos, permiten resignificar la muerte del poeta para convertirla en un dispositivo de lectura. En efecto, ese final casi grotesco que incluso parece ir en contra del diseño de sí del escritor, se constituye, en la lectura de Montero, en un legado que llama a ir en contra de la cristalización o el cierre del sentido. Como si el último gesto hubiera sido una apuesta por el desvío, Casal desdeña el artificio y se inclina por las flores naturales, abandona la soledad de la enfermedad y muere gozosamente en pleno festejo. Así, frente a las lecturas simplistas que se conforman con señalar la antinaturaleza de “En el campo” como sinónimo de lo anticubano, Montero afirma que Casal no representa la naturaleza para rechazarla en una simple imitación de las estéticas europeas sino que diseña un catálogo de opciones simbólicas que definen, por contraste o negación, otra naturaleza –impresionista, decadente e incluso artificial– que corroe la maquinaria del poder y los discursos nacionalistas.

 

2.

Ahora bien, si el credo estético de Casal es la inversión, la anomalía y el desvío sería posible entonces hacer una especie de colección de todos aquellos discursos, anécdotas, sujetos y lecturas que intentaron enderezarlo, normalizarlo, hacerlo encajar en tiempo y espacio. Montero se encarga de llevar adelante esta tarea y dispone, como si fuese una exposición en un museo arqueológico, los diversos intentos de corregir a Casal: desde la advertencia paternalista de Enrique José Varona, la construcción del trauma de juventud que conduce al pesimismo y la decadencia de Manuel de la Cruz y la “androginia interior” que señala Ricardo del Monte hasta las lecturas posteriores de Emilio de Armas, José Antonio Portuondo, Gustavo Duplessis, Carmen Poncet, Cintio Vitier o Mario Cabrera Saquí. En este sentido, si los discursos médico-legales positivistas de fin de siglo XIX se habían encargado de crear un catálogo de degeneraciones y desviaciones con Max Nordeau a la cabeza, Montero invierte e intercambia las posiciones y coloca detrás de la vitrina tanto a los fanáticos de la clasificación como a los críticos que señalaron el problema de la sexualidad Casal

 

En una conocida anécdota sobre Casal, el poeta languidece en el interior oriental de su buhardilla; amenaza con salir a la calle vestido de kimono y tienen los amigos que obligarlo a cambiar de parecer. Lo que probablemente fue una broma de Casal, o un gesto precursor del camp en el círculo de sus amigos, se ha convertido en un dato reiterado de su biografía, donde triunfa el buen sentido de los amigos sobre la extravagancia de Casal, que pretende salir a la calle vestido como la cubana-japonesa del célebre “Kakemono” para hacer público un desvío que debe reservarse para el interior, protegido por los amigos sensatos. (183,184)

 

El ingreso del anecdotario biográfico abre así una de las dimensiones más interesantes del ensayo. No sólo porque permite visualizar, casi anacrónicamente, un Casal que performatiza su rareza, sino porque, en sintonía con esta política del museo que monta el crítico, la lupa parece estar puesta no tanto en el poeta sino en la incomodidad de los otros. Contagiado de la fuerza del desvío y la inversión, Montero convierte las alusiones a la obra que previamente habían servido para desentrañar la ambigüedad y/o rastrear, en una empresa casi detectivesca, el/los cuerpos del delito, en una especie de plataforma que amplía y deja ver los cuerpos que pone en jaque la potencia amenazadora de lo queer. En esta línea, si el libro se abre con la pregunta en torno a “¿Qué queda afuera de la imagen de Casal?” para reponer el enigma de su sexualidad y las diversas estrategias de lo no dicho o lo velado que se pueden rastrear en las representaciones del erotismo, podríamos preguntar a su vez qué queda de Casal en la incomodidad de los otros para responder que eso que se proyecta hacia afuera son también los efectos políticos de ese cuerpo.

Esta forma otra de volver a Casal, por la ruta del cariño como decía Lezama, o desde la crítica como amistad a la distancia como dirá Montero, permite por un lado devolverle al modernista aquello que la crítica había clausurado, su cuerpo, para reposicionarlo como precursor de una sensibilidad otra compartida y, por el otro, permite releer los binarismos sobre los que se ha construido su obra y su imagen. Legado probablemente de su educación jesuítica pero también de las lecturas del romanticismo europeo, las dualidades cuerpo y alma, prisión y liberación, profano y sagrado, terrenal y divino que proliferan en la poesía de Casal, se traducen también en un binarismo crítico que opondrá la sexualidad impura del cuerpo y lo sexual que debe mantenerse fuera de escena, a la erótica exaltada que aparece en su escritura. Como si la danza provocativa y vital de Salomé se constituyera en una compensación hecha por la vía del lenguaje que habilita la presencia del cuerpo deseado y deseante en movimiento frente a la ruina y la degradación del cuerpo propio, estático y estéril. De esta manera, el objeto creado en la escritura no solo funciona como contraparte de una carencia –en este caso, una doble carencia en tanto el poema de Salomé viene a suplir no solo el deseo prohibido sino también la falta material del cuadro de Gustave Moreau–, sino que además se constituye como una forma de la liberación a través del cuerpo del otro.

 

3.

La reedición del ensayo de Montero en 2019 por la editorial Almenara que dirige Waldo Pérez Cino, quien también ha editado en 2017 el Epistolario de Casal, pone de relieve un aspecto central del libro: su deseo de proyectar el siglo XIX en el crepúsculo del XX para abrir las significaciones de su tiempo y entender el propio presente.

 

El pánico post-sida del cuerpo y sus placeres informa, aunque sea oblicua y soterradamente, mi acercamiento a Casal, que como escritor erotiza su discurso estético y como individuo sufre también el terror del cuerpo, no solo a causa de su enfermedad sino a causa de la codificación de las prácticas sexuales, desarrollada con tanto ahínco por el cientificismo positivista y todavía imperantes en la época actual. (32)

 

La reconstrucción del ambiente homosexual en La Habana de fin de siglo, a partir del comentario sumamente interesante y necesario de La prostitución en La Habana (1888) escrito por el Dr. Benjamin de Céspedes y del folleto El amor y la prostitución. Réplica a un libro del Dr. Céspedes (1889) de Pedro Giralt, cobra un doble sentido a la luz de esta cita en tanto permite, por un lado, comprender el contexto y los mecanismos que leyeron el cuerpo de Casal y, por el otro, identificar los discursos clasificatorios-codificatorios que “todavía imperan en la época actual”. Eso que Eve Sedgwick denominó como pánico homosexual, y que Montero intenta recopilar a través de la retórica pseudo-científica y moralizante de los tratados, reaparece entonces en el otro fin de siglo de la mano del terror del SIDA que, tal como comprendió temprana y lucidamente Néstor Perlongher en “El fantasma del sida” (1991), venía a clausurar la fiesta pública de la salida de los closets post-stonewall.

El trabajo arqueológico que lleva adelante el crítico diseña entonces un tiempo de la historia otro que sostiene la contemporaneidad de Casal –incluso, en el mismo 1993, Antonio José Ponte, otro de los que durante la última década del siglo XX renovarán la lectura del fin de siglo XIX, escribe un ensayo que titula “Casal Contemporáneo” en el que describe al modernista caminando por las mismas calles de La Habana que él y sus compañeros transitan. Así, esta manera de trabajar con signos de diferentes temporalidades habilita la construcción de un archivo abierto y anacrónico que es, al mismo tiempo, materia y producto de una nueva sensibilidad transnacional y transdisciplinar.

 

Con Casal el placer de la lectura se unía al placer de otros textos y otros cuerpos. Sin pensar en el por qué, cubrí las paredes de mi cuarto de estudiante con reproducciones de Aubrey Beardsley. Los epigramas de Oscar Wilde fueron mi breviario; las reinas gélidas y las dominatrices severas de la pantalla, mi pasión. Con los nuevos amigos escuché a Bessie Smith, a Big Mamma Thornton, a Janis Joplin. Uno de ellos, fanático del musical norteamericano, nos hacía reír con su imitación del vozarrón de la Merman. Cada loca con su tema y con sus artefactos culturales. Entre los míos, incluí lo que tenía de Casal, como otros incluyeron a Walt Whitman, a Hart Crane o a Gertrude Stein. Esos fragmentos inconexos llegaron a representar una alternativa afectiva y social, individual y colectiva, fundada tenue y poderosamente en la inclinación erótica. En otras palabras, comenzó a definirse una identidad gay. (14)

 

En un ejemplo más de casalización, Montero convierte su habitación de estudiante en una especie de refugio de/en el archivo que remite, sin lugar a dudas, al cuarto repleto de objetos culturales en los altos del diario El País en el que vivió Casal en 1890. Surge entonces, y más allá de la divergencia de los materiales que constituyen ambas habitaciones, la presencia de una sensibilidad común que se teje a partir del archivo como método y principio de lectura. De la misma manera que su amigo fanático del musical norteamericano imitaba el vozarrón de la Merman, es posible afirmar que un siglo después Montero imita al Casal coleccionista de japonerías que, lejos de conformarse con lo dado, lega el gesto fuertemente político de diseñar desde/para una comunidad sensible otra un mundo otro.

 

 

4.

Si en los primeros dos capítulos el foco está puesto en la reconstrucción del contexto de producción y las lecturas críticas que se han hecho de Casal, en el tercer y el cuarto capítulo Montero se detiene a analizar una serie de crónicas que el modernista publicó en La Discusión y El País.

En “El valor de lo estético”, el capítulo tres, el crítico hace dialogar los discursos económicos y artísticos de la época para repensar el binomio fecundo/estéril y su correlato natural/artificial. La crisis posterior a la Guerra de los 10 años (1868-1878) había puesto en el centro de la esfera pública los peligros y las dificultades de mantener una economía plenamente basada en la maquinaria de la plantación y el monocultivo, ya que si bien esta permitía la modernización y el progreso técnico también generaba una fuerte dependencia de las inversiones y la demanda de capitales extranjeros –en su mayoría norteamericanos. En este contexto, la propuesta económica martiana que buscaba fomentar la industria cubana con el propósito de generar, al menos, un equilibrio entre el mercado natural y el mercado artificial de lo extranjero, materializado en la tienda de fin de siglo, funciona de marco para releer no sólo la proliferación de objetos culturales y mercancías sino también el gusto por lo estéril y el ornamento de la poética casaliana.

En esta línea, las crónicas sobre El Fénix y La Paleta Dorada que escribió Casal evidencian la ambigüedad de estos espacios que funcionan simultáneamente como refugio frente al exterior ruinoso de la ciudad y como amenaza a la esencia aristocrática del arte. El amontonamiento de objetos, la producción desmesuradamente perversa y la fugacidad del deseo contribuyen a la neurosis moderna que convierte a los sujetos en consumidores narcisistas y, a su vez, hace peligrar el carácter aurático de las obras. A diferencia del museo ideal, la tienda se constituye así en una especie de simulacro del museo en el que los objetos pierden su carácter único para convertirse en parte de una serie industrializada y son expuestos no para ser admirados o juzgados por su calidad sino para ser adquiridos rápidamente. El correlato subjetivo de esta fiebre de la mercancía encarna, por un lado, en la figura de la Derrochadora que se mueve entre el placer que producen las mercancías y el malestar por la imposibilidad de colmar plenamente el deseo, y por el otro, y como consecuencia de un hastío que revela el vacío detrás de ese deseo, el de los distintos sujetos abúlicos, indiferentes y estériles que desfilan por las crónicas y la poesía del cubano.

A partir de esto, el crítico traza y evidencia los múltiples vínculos entre la economía y la escritura que recorren la obra del cubano. El escritor es pensado como una especie de agente cultural que no sólo media entre el comprador y la tienda, en tanto en las crónicas y los anuncios de las revistas, crea, describe y realza el valor de las mercancías sino que, además, exporta y traduce el capital simbólico europeo para que pueda ser consumido en la isla. A su vez, la figura de la derrochadora aparece como espejo de una escritura del puro gasto inútil que se sostiene en torno a un vacío y un secreto que exige ser cubierto por una espesa urdimbre de palabras, signos y referencias culturales. En esta misma línea, como analogía de la escritura de Casal, puede pensarse el capítulo cuatro, en tanto la crónica sobre el espectáculo del circo sirve de plataforma para postular una poética del artificio en la que la figura prometeica del acróbata se constituye como un símbolo viviente de la lucha contra las leyes de la naturaleza.

Por último, en el capítulo cinco se propone un abordaje minucioso de la poesía del cubano. Desde las transposiciones parnasianas de los cuadros de Gustave Moreau en “Mi museo Ideal”, pasando por el derrumbe de las imágenes consagradas y el destierro del poeta en “Marfiles viejos”, hasta la descomposición lasciva del cuerpo en “Horridum Somnium”, Montero lee el segundo poemario de Casal, Nieve (1892), a partir de la puesta en crisis del cuerpo y de las imágenes. La poesía se constituye así en templo y mausoleo: si en la serie que abre el libro el espacio es el de la galería y la apoteosis, en los últimos poemas aparecerán el hospital y la fosa como marco de la ruina y el desgaste.

 

Un último desvío

Quiso el azar que 1993 no solo fuese el año del centenario de la muerte de Casal y el de la publicación del ensayo de Montero sino también el del estreno de Fresa y chocolate, película dirigida por Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío y basada en el cuento “El lobo, el bosque y el hombre nuevo” (1990) de Senel Paz. La película tuvo gran repercusión no sólo por su polémico argumento sino también por el reconocimiento internacional que culminó en la nominación, en la categoría de Mejor Película Extranjera, en los Premios Oscar de 1994. Diego, maricón patriótico y lezamiano, como se describe a sí mismo, intercepta a David, un joven universitario afiliado a la Unión de Jóvenes Comunistas, en la heladería Coppelia e intenta seducirlo con libros prohibidos para llevárselo a su casa. El joven va y, a pesar de que de ese primer encuentro sale literalmente espantado a denunciar la actitud contrarrevolucionaria de Diego, con el tiempo, y a medida que lo conoce, entablan una amistad que lo lleva incluso a defenderlo de sus compañeros de militancia. En una de las escenas en las que ambos personajes toman café y charlan en la guarida se ve brevemente al pasar una de las tantas imágenes que conforman esa especie de santuario modernista/origenista que decora, como en las habitaciones de Casal y Montero, las paredes de la casa de Diego: un retrato de Julián del Casal. Más adelante, y ya cuando la amistad está asentada, David agrega a dicha colección una banderita del 26 de julio, una foto de Fidel y la famosa foto en la que Korda inmortalizó al Che Guevara. ¿No forman parte de Cuba? –pregunta David. Diego asiente sin emitir sonido alguno, un tanto incómodo y dudoso. Reparo entonces en el lugar en el que David dispone esos nuevos materiales que vendrían a “completar” la identidad cubana: la foto del Che aparece enganchada en la esquina inferior derecha del cuadro de Casal, una superposición que sin embargo no llega a tapar la cara del modernista. La imagen es tan impactante como significativa, un símbolo que podría resumir toda la película y que se erige, incluso un tanto utópicamente, como un llamado a la futura conciliación de la ideología revolucionaria y normalizadora encarnada en el modelo heteronormativo y patriarcal del hombre nuevo con esa otra sensibilidad política que representan tanto Diego como Casal.

Quien haya visto la película recordará que, a pesar de la inocencia conciliadora que recorre la trama, el final repone no sólo la imposibilidad de esa armonía sino que evidencia que la única opción para esas sensibilidades otras es efectivamente la del exilio. No obstante, hay algo en una de las escenas de despedida que obliga a matizar esto que digo: en un movimiento circular, Diego y David vuelven a Coppelia, el lugar en el que se conocieron, para disfrutar, por última vez en el caso de Diego, del helado. Se sientan a la mesa, David con una bocha de chocolate en frente y Diego con una copa de fresa, pero, antes de que se termine de acomodar, David cambia los helados de lugar y hace eso que antes había considerado como síntoma de homosexualidad: comienza a comer el helado de fresa que había pedido Diego. Y no sólo eso, sino que además imita las palabras y los gestos que este había pronunciado en esa primera escena: “es lo único bueno que hacen en este país”, “uy, una fresa, hoy es mi día de suerte, ¿alguien quiere?”. Por la ruta del cariño lezamiano, por el camino de la amistad de Montero, David se desvía e imita a Diego en un último gesto que no sólo es un gesto de amor sino también un gesto que, como he intentado demostrar en esta reseña, es eminentemente político. Así, tanto la peligrosa proximidad de Casal en el mismo marco que el Che como la imagen final de David comiendo el helado de fresa de Diego demuestran que, tal y como apostaba Montero con su lectura queer, el único futuro posible es el del desvío.

 

(Actualización diciembre 2020 – febrero 2021/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646