diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Nuestra sombra volcada en el río, de Washington Atencio, Buenos Aires, Agua Viva, 2020.
En medio de la tempestad, se puede hervir. Al menos, eso sucede en Nuestra sombra volcada en el río) del entrerriano Washington Atencio. Así como su título, las palabras precisas y lacónicas vuelcan con sutileza una penumbra en el río del poema que arrastra la voz y los lugares comunes hasta el punto donde ya no significan lo cristalizado –aún cuando se parta de allí– sino la posibilidad de lo otro.
En este caso, lo otro es un amor de varones que hierven en medio de las tormentas. Y que lejos de mimetizarse o fundirse con el paisaje, al modo de un romanticismo naïf, lo que generan es un devenir paisaje que nunca se realiza del todo. La imposibilidad de ser el campo donde el poeta dice haber germinado se toca con el descubrimiento de que la miel vive, dura, más que la carne del que ama o es amado. Y sin embargo, el deseo cubre de miel ese cuerpo para que brille y se preserve, de modo que, cuando la carne ya no esté, quede esa miel adherida y perfumada con el amor que fue, pero que sigue allí. Es toda una poética asumida en esa imagen.
Washington se aleja, de esta manera, de una generación que hace del lenguaje una transparencia minimalista, siguiendo la tradicional convicción y convención del sentido por sobre la imagen que domina la escritura desde hace cuatro décadas. Hay una apuesta y un retorno al lenguaje imaginista que no es ya, tampoco, la retórica del pasado. En el linde por la recuperación de un anacronismo poético para abrir otra posibilidad en el presente de la poesía argentina más hegemónica, en el cauce que hace posible un fluir y refluir diferentes, se abren otras temporalidades de la imagen que nunca queda anticuada ni tampoco desapegada de las lenguas del pasado. Un umbral que hierve el tiempo en el poema y lo desarticula. Ese oficio, esa apuesta, hace de Nuestra sombra volcada en el río, una verdadera frescura que abre la diferencia con su contemporaneidad.
En parte, ese efecto se sostiene por el uso de la palabra justa en una sucesión de imágenes que caen, se vuelcan, con suavidad, en el homoerotismo que a veces convocan, pero como la marca de un amor sin metafísica platónica, donde la carne es el paisaje de un encuentro: “Una rama seca en la arena/ hamacada por las olas./// Que llenes mi boca de espuma/ y que acabes de una vez/ con el mar /que no me deja respirar”. Si Afrodita nace de la espuma del mar, según la Teogonía de Hesíodo y los poemas homéricos, es allí donde la espuma de dos hombres convoca el amor en el presente. No hay dioses, pero sí cuerpas que hacen pasar el paisaje por ellas como imágenes poéticas que arrastran para dar vuelta toda una tradición desde el Sur del mundo. Desde el mar que es también, a veces, el río entrerriano donde las sombras del amor caen, se vuelcan, devienen “burbujas que se pierden/ antes de estallar”.
Los poemas insisten en eso: agua en la que viaja o nace el amor a partir de las historias queerizadas que portan las imágenes en las que es. Como cuando en “Crucero”, “Sobre la cama destendida/ perfumo ropa con extracto/ de coco y vainilla. /// Mientras doblo remeras y pantalones/ sueño islas paradisíacas/ inundadas de aromas. /// Esta tarde apoyé la cabeza / sobre la almohada que te sostuvo/ el sueño de anoche, /el de otras noches. /// Desde hoy abandono los perfumes falsos,/ veo palmeras acercándose.” Porque es en el agua donde se ha volcado el poema. La del río, o del mar, o de la lluvia, o de la tempestad. Un agua que conecta lo que sin embargo es y ya no es dos veces lo mismo y, por ende, pura locura desencadenada que anula toda lógica unívoca del lenguaje y habilita la posibilidad de que fluya la palabra en un tiempo con perfumes idos y palmeras por venir.
(Actualización diciembre 2020 – febrero 2021/ BazarAmericano)