diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Es la tercera novela de Luppino que reseño y es un encuentro extraño el mío con esos libros. Cuando leí Las brigadas y Las máquinas orientales me pareció que me pinchaban, me clavaban algo en el estómago, algo que creo sigue ahí todavía. ¡Paraguayo! parece por momentos dejar entrar el aire al cuerpo. Por momentos la velocidad y la inteligencia de Luppino descansan de la violencia espesísima y su escritura da pasos de comedia. De a ratos, entonces, sonrío y me contento con que algunas oraciones, algunos dichos o refranes incrustados, algunos versos del Martín Fierro me dejen respirar.
Se trata de una novela de voces incontables, al uso que Luppino hace de la palabra ajena, de palabras y frases que resuenan porque fueron dichas previamente por otros, Bajtín lo llamaría estilización. ¡Paraguayo! tiene en el centro como la teoría de Bajtín, el festejo de un carnaval, la multiplicidad de disfraces, de personajes que cambian de nombre y de bando pero sobre todo la apropiación de las palabras y de los cuerpos de los otros que, como el carnaval, tienen el efecto de poner el mundo al revés. Eso es desestabilizar la lengua, socavar algo de la apropiación, de los poderes instituidos del Estado, de la nacionalidad, de la masculinidad, de la Historia, y del canon de la literatura argentina. Lo que Luppino hace con la estilización es un carnaval que no encuentra su fundamento solo en la voz de quien enuncia y en el objeto de la enunciación como lo que Bajtín encuentra en Dostoievski sino, sobre todo, en la puesta en serie de palabras salidas de universos incongruentes. Es un carnaval léxico más que oracional o sintáctico. La lista virtual o potencial, paradigmática, de la que se extraen las palabras para volcarlas en un hilo, no funciona como lista sino como espesamiento, acumulación a borbotones, balas de cañón, aguaceros, rayos y centellas.
En el comienzo de la novela hay una lavandera que se roba los suspiros y está convencida de que tragando el semen de los pescadores podía tener un hijo de todos, “el hijo del pueblo, literalmente”. La lavandera ignora lo que es un óvulo pero se lo representa como una pelotita blanca y luminosa oculta en algún lugar del cuerpo humano. Más adelante otro personaje habla atropelladamente, las palabras aparecen como “pelotas de aire en su boca”. El sexo, lo originario que hay en el óvulo y la lengua parecen funcionar en Luppino como series equivalentes y de algún modo intercambiables. Hay varias referencias y discusiones acerca del “gobernar es poblar” de Alberdi. Luppino en esas series que arma entre violencia, sexo, nominaciones y palabras sucesivas que parecen extraídas de dimensiones disímiles parece volver a poblar la literatura argentina de fantasmas, voces, figuras que pasan del puro cuerpo a un estado zombi o de estar decapitadas a tener varias cabezas. Fantasmas, voces, figuras espectrales que remiten a otros fantasmas, a otras voces sin cuerpo, a la palabra de otros que ya no sabemos a veces quiénes son pero que nos han dejado su lengua como si fuera un cuerpo.
Cuando Bajtín explica el uso de la palabra ajena en el habla propia de alguien cualquiera o de un personaje o en el estilo de un escritor, dice:
Todo miembro de una colectividad hablante se enfrenta a la palabra, no en tanto que palabra natural de la lengua, libre de aspiraciones y valoraciones ajenas, despoblada de voces ajenas, sino que la recibe por medio de la voz del otro y saturada de esa voz. La palabra llega al contexto del hablante a partir de otro contexto, colmada de sentidos ajenos, su propio pensamiento, la encuentra ya poblada. Es por eso que la orientación de la palabra entre palabras, la percepción diversificada de la voz ajena y los diferentes modos de reaccionar a ella, quizás aparezcan como los problemas más importantes del estudio translingüístico de cada palabra, incluyendo el discurso literario (negrita mía, Problemas de la poética de Dostoievski, 283).
Hay en la novela una insistencia con el peso de los nombres y de los relatos. Nombrar es una fuerza que condiciona la acción, todos los personajes tienen algo para contar, sus fábulas. Todo parece tener su derecho y su revés, como en Aira, casi todo está formulado como si fuera reversible: “La guerra pasaba y no pasaba” o el lenguaje que escuchaba uno de los personajes era “tan concreto como metafórico”. Justo en la mitad de la novela varios personajes juegan al truco y discuten hasta que sacan sus armas, entonces, uno dice: “Qué raro que nadie salte a defender a su amigo”. Dos páginas después hablando de caballos, El Chacal, que antes había sido Rolando pero que adopta este nombre para poder ser más temido, dice que ningún animal nace para la manea y que “él no iba a consentir que se domesticara a un salvaje”. Las dos frases que remiten a la palabra, a las palabras, de Cruz en Martín Fierro, se encuentran hacia el final con Hernández como personaje, el poeta le pregunta al otro sobre la veracidad de su modo de representar a los indios y luego se marcha con una despedida que podría leerse como la reescritura del final de Don Segundo sombra: “Hernández se subió al caballo, lo espoleó y salió al galope. Fue como si se lo tragara la lejanía”. Como se ha quemado su casa, otro personaje cree que Hernández está muerto. Es que tal vez era solo una aparición para el Chacal que lo había visto, aunque tampoco El chacal era el chacal, antes había sido otro. Así avanza el relato, nadie es nadie. Voces que dicen las palabras de otras voces y que señalan, como se sugiere al final, como en la revelación de Dios a Shakespeare en “Everything and Nothing” de Borges, que también nosotros somos muchos y nadie.
(Actualización septiembre – octubre 2020/ BazarAmericano)