diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Zonas de extrañamiento

La piedra alada de José Watanabe, Bajo la luna / Pre-textos, Buenos Aires, 2009.

 

La piedra alada es el primer libro de Watanabe editado en Argentina. Para los que no lo conocen, José Watanabe (1946-2007) es un poeta peruano que empieza a escribir en los años setenta. Su madre era de origen serrano y su padre, un japonés hiperculto que manejaba el inglés y el francés como si fueran lenguas maternas anexas. El matrimonio trabajó durante mucho tiempo en una hacienda azucarera, en Laredo, un pueblo que dura cuatro cuadras, al este de Trujillo, donde se crió Watanabe. Su familia vivió en la absoluta pobreza hasta que se ganaron la lotería, literalmente. Entonces, Watanabe pudo ingresar en la universidad para estudiar arquitectura; pero nunca terminó la carrera. Su formación es autodidacta y su producción abarca, además de la poesía, guiones televisivos, cinematográficos, documentales y letras de rock. Watanabe decía que hay que corregir los poemas propios como si fueran del enemigo. Por eso tardaba mucho tiempo en escribir y entre un libro y otro median, por lo general, períodos de diez años. Por la misma razón, una característica de su poética es la precisión milimétrica, la exactitud marcial en el golpe de cada palabra. Watanabe muere de cáncer en 2007 y al año siguiente la editorial Pre-textos publica, en España, su obra completa. 

Pero en Argentina su primer libro, editado recién en el 2009, es La piedra alada. Sin duda, se trata de una de las publicaciones centrales del año pasado. Y aunque La piedra alada es un texto tardío, que data originalmente del 2005 –es decir, del último tramo de la producción poética de Watanabe– podemos leerlo, sin embargo, como una posible entrada de lectura a su obra, como una nota flotante que nos permite acomodar el oído.

El título es reversible: la piedra alada; porque la imagen parece surrealista, casi fantástica, pero cuando llegamos al poema del mismo nombre, el sentido se da vuelta: un pelícano muere encima de una piedra y sus tendones secos terminan por adherirse a la superficie rocosa: “Durante varios días/ el viento marino/ batió inútilmente el ala, batió sin entender/ que podemos imaginar un ave, la más bella,/ pero no hacerla volar”. Eso es la piedra alada: contingencia pura. Lo que en principio parecía por fuera de lo Real –la imagen del título– es en verdad su cara interna. La naturaleza, los escenarios de infancia y los relatos familiares son, en esta dirección, zonas de extrañamiento en donde el mundo define su propio pulso en el latido enrarecido de las cosas.

Una piedra que parece un vientre materno; un cráneo con la boca abierta, detenido en una pendiente por donde el viento murmura palabras a medias; dos piedras que parecen bueyes enormes en posición de combate; una pequeña piedra que en el jardín japonés representa una montaña; el cuerpo de un cabrito muerto, devorado por las moscas en la puerta de una iglesia; un topo que sangra por escarbar el cemento de la vereda; son la clase de rarezas naturales que aparecen en los poemas de Watanabe: instantes que hipnotizan o intervienen la mirada, como la Naturaleza representada en el haiku, pero también en los poemas de Robert Frost, de Harry Martinson y de Walt Whitman. Watanabe decía: “El poema es un modo de decirle al lector: ‘Mira, vi esto, te lo ofrezco; ojalá puedas reproducir en tu espíritu lo mismo que yo vi y sentí’”.

También hay algo de Vallejo en Watanabe. Aunque su caparazón externa sea otra, en La piedra alada se respira el mismo aire que en Trilce o en Poemas humanos. Me refiero, sobre todo, a cierta forma de nombrar la infancia y sus escenarios. Por ejemplo, leemos en Watanabe: “Mi madre, en cambio, ha muerto/ y está desatendida de nosotros”; y suena a Vallejo: “Mi madre está confesa de mí, nombrada de mí”. En Watanabe, la infancia hace de la precariedad un lugar en donde el poema tensa su fuerza: pienso en uno de los textos en donde el hermano mayor alivia su dolor de próstata recostándose sobre unas piedras recalentadas por el sol. “Felizmente nuestro pueblo sólo tiene piedras y barro”, dice al final, como si lo rudimentario fuera el resquicio mínimo por donde empezara a brotar el poema.

En La piedra alada, Watanabe articula una forma personal de trabajar con los materiales de la experiencia. Lo visto y lo oído, por ejemplo, funcionan en sus puntos de intercepción, como si ambos fueran prolongaciones de un mismo estado de conocimiento: imágenes construidas a partir de sonidos o, al revés, las marcas de una música generada a partir de los objetos, desde el silencio: “En esta casa, a puerta cerrada,/ mataban chanchos./ Ver muertes y destripes/ nos hubiera sido más benigno:/ ya habríamos olvidado.// Pero no: sentados en la vereda rota/ sólo oíamos gritos desesperados,/ largos vagidos de agonía. Nuestra imaginación/ creó un animal casi humano”. La experiencia está hecha, precisamente, de estas reposiciones instaladas por una percepción cuya atención reside en encontrar los blancos del mundo, sus lagunas, intervalos para completar o remendar con el poema.  

Watanabe decía que la poesía está fuera de nosotros, pero que entra en relación con nuestra singularidad, con nuestras lecturas, con nuestra sensibilidad y con nuestros pensamientos. Por eso, se definía a sí mismo como un “poeta naturalista” que, según sus propias palabras, aprendió a mirar caminando un kilómetro y medio todos los días, ida y vuelta, atravesando el campo para ir al colegio. La piedra alada podría pensarse, entonces, finalmente, como una forma de remontar ese aprendizaje de la mirada en el centro de la experiencia poética. 

 

(Actualización abril-mayo 2010/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646