diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Siberia, de Daniela Alcívar Bellolio, Rosario, Beatriz Viterbo, 2020.
Siberia es el nuevo libro de Daniela Alcívar Bellolio; o mejor, y más precisamente, es la novela a la que varios premios han hecho justicia por una escritura singular; una escritura donde el propio imperativo de la forma desacata aquellos mandatos que la moda automatiza como respuesta y simulacro de aceptabilidad. En este sentido, si hay una demanda que en el texto promueva su centro, es la que elabora el decir llevando a superficie el ancla más honda y más expuesta a la vez: la orfandad implacable que supone el acto de nacer y de parir. Podríamos pensar en la historia de un dolor y de una ausencia que lo abarca todo con el rigor intenso que vuelve ínfima cualquier otra pena; el cuerpo, entonces, será el núcleo de la escritura, prestando sus ritmos con las resonancias de Paul Valéry: “lo más profundo es la piel”. Sin evitar anécdotas ni episodios aunque prescindiendo del orden secuencial al que aspiraría un diario estructurado, eso que hemos llamado, muchas veces, “escrituras del yo” abre camino al conjuro de la intemperie, recalando en la imagen de una herida, una pérdida y una ausencia.
Autora consubstanciada con las señales de la contemporaneidad, Alcívar Bellolio sintoniza la frecuencia de aquellos tópicos ligados a la exposición de la intimidad, la gestualidad sexuada y la presencia verídica y verosímil del nombre propio ligado al trabajo de la cultura. La protagonista de la historia escribe y viaja, yéndose de Quito y llegando a Buenos Aires para quedarse allí, por quince años. En el interín evoca amantes, ciudades, barrios y casas. Y en el desfile de los recuerdos que elaboran las formas de la infancia, (la hermana, la madre, el padre y las mitologías ancestrales) asoma el pasado como disparador de una ficción de origen. Pasado registrado en el confín de algunas evocaciones, y fundido en el presente como contigüidad de los tiempos dispares; pero el pretérito, figurado en tierras aplanadas de vientos arrasadores, se inscribe como el imaginario de formas antiguas que detentan el poder y el prestigio de lo que nos antecede, con el secreto augural que se nos reserva como don. Así, en esta historia de salidas y partidas, la parábola del retorno no dibuja el desarraigo; más bien, el viaje y la vuelta, merodean en torno de la raíz matricial como búsqueda, en tanto motivo que da inicio a un libro, donde lo más personal que suele guardarse adentro, se vuelve proceso como registro de la extimidad: mostrar de sí lo que, por lo general, en las culturas comerciales o tecnológicas de la exhibición, queda fuera como la contrafaz oscura o negada del deseo. Siberia se atreve a hablar en primera persona, sobre lo que el culto consumista del imaginario social relega a la sombra de lo que no vende o mejor, de lo que se teme: los abandonos, los fracasos, o la inerte asepsia que la cama de un hospital arroja como la soledad de la experiencia extrema, la del cuerpo disociado en carne viva, de la lejanía irreductible lo propio.
La autora, emprende así una textualidad reflexiva e irreverente contra los rictus convencionales de los aplausos, enfocando los propios traumas y los celos, las envidias y contradicciones insatisfechas. Sobre el suelo frágil de lo vulnerable, ella se desplaza, sin embargo, con la destreza de la inocente supervivencia, sobre los ripios inadecuados que no aseguran premio ni ganancia; y de este modo ejercita la mostración casual de los ritos impropios para los candidatos a la consagración. Hablando de sí misma, deja ver, de paso, lo que las buenas costumbres condenarían como actitud reprobable; es en ese doblez donde presenta las moralinas protectoras de la belleza y la felicidad. O de la gracia, estéticamente proporcionadas. Así como un día de navegación entre amigos, se arroja al agua sin saber nadar (porque la invitación obliga dejando ver lo que no le gusta: el traje de baño sobre su cuerpo); tampoco duda en revelar aquello que las “camaraderías” codifican como pactos, acuerdos que en realidad funcionan como socorros mutuos en el mercado de la crítica y del elogio, intercambiables en el circuito que produce y distribuye los libros. En primera persona, no vacila en confesar lo que “siente” cuando asiste, en Buenos Aires, a una de sus ferias mientras una bella y joven autora le firma su ejemplar, con la seguridad y la cordial templanza de los que se saben protegidos.
Desde esta escena que oficia como uno de los tantos bordes del texto, se pronuncia uno de los planteos que constituyen el centro de una subjetividad compleja por la lucidez de una sensibilidad (en la captura inmediata del registro emocional) y de un pensamiento (la capacidad ilimitada para reconvertir en lenguaje y en concepto). Porque desde el comienzo y durante el transcurso, el resentimiento confidencial pero al desnudo, no hace sino manifestar el dolor recóndito del desamparo que la acompaña como bitácora (lo que la obliga a viajar) y sensación. De este modo, la escritura de Siberia, anticipa el auténtico impacto en eso que recoge como materia prima: el aprendizaje en la esencial soledad, que, más allá de los afectos y las moradas, imponen la marca de un legado. Desde esta perspectiva, Siberia vuelve imposible la cronología lineal de las causalidades; Siberia elige hablar de paisajes, de horas y estaciones, de geografías y parajes privilegiando la ficción de un origen cuya latencia registra su retorno en el secreto de lo que el dolor impone como la herencia anticipada de su vida. Como si las “razones” y el sentido de un temor hubiesen estado allí desde siempre, y la extrañeza de la distancia señalara un vacío sin nombre. En algún paisaje se cifra la necesidad del abrigo y del calor, de la cura y de la calma, todo eso que la narradora realiza de vuelta en Quito, ante la presencia de un perro hostigado. No cuesta reconocer el abrazo de Nietzsche en las calles de Turín, a la vista del caballo azotado hasta los límites de la muerte. Como si dar amor cubriera los resquicios compensatorios de lo que falta dentro suyo, desde los silencios de la niñez, hasta el instante fechado como el 27 de junio a las 18:56. En la crueldad que emplaza el abandono animal, la voz que enuncia, también compone las combinatorias entre el tiempo, el paisaje y el alma. Allí, día, mes y hora economizan los recursos del lenguaje para poder contrastar la imparcialidad fáctica de la referencia con la definitiva cicatriz de un cuerpo atravesado por la falta, abertura e intemperie que invoca por única vez, el nombre de su hijo: Benjamin. Siberia es la figuración de un vientre inhabitado, la zona desértica y fría que la escritora y viajera deberá volver a mirar para reconocer, al fin, las señales de una imagen que le deparará el don de un alivio piadoso. Entonces, la escena titulada “El mejor recuerdo” rememora, en presente, la contemplación y la escucha del álamo plateado, de las ramas agitadas al sol por el viento; y de súbito, los dos, madre e hijo, en la zona reservada para el abrazo eterno como la restitución suspendida fuera de tiempo, del lazo escoltado por la luminosa tibieza de una perfección intangible: la del destello del hijo, perfecto en el amor y la carrera por el abrazo.
Cielo y escorial, Siberia es el conjuro de la extinción. Como las fotografías de Stieglitz, nacer juntos sella la amorosa complicidad de madre e hijo, negando la renuncia emplazada por la radical soledad. Será allí, en el recuerdo del sol de invierno que caldea el aire, cuando madre e hijo son como niños al resguardo de mandatos, corriendo solos hacia un horizonte donde el hubiera sido se convierte en definitiva promesa.
(Actualización septiembre-octubre 2020/ BazarAmericano)