diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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junto a esos árboles/ hay una casa de piedra/ con los costados derrumbados/ yo soy como esa casa/ una obstinada que sostiene/ su propio deterioro/ todo lo que se echó a perder/ endureciendo mis cimientos
Julia Enríquez
En un poema que ya a esta altura podría considerarse como un clásico de los noventa, Fabián Casas dice que “todo lo que se pudre forma una familia” (24). En el ostentoso y decadente 1990 de la publicación de Tuca, esa sentencia, en boca de un tipo que todavía transita esa edad confusa, divertida y desordenada de los veinte, seguro podía leerse como una diatriba, con cierto resabio punk, contra la institución familiar, incluso como una declaración de principios en la que ese pibe elegía pararse del otro lado de lo que se pudre. Recuerdo leer esos poemas de Casas en 2013, cuando tenía veintidós años, y pensar inmediatamente que esos versos podían ser un tatuaje o una remera que llevaría con orgullo –un orgullo nerd, por supuesto; también recuerdo meterme a internet para buscar sobre el autor y descubrir, con una inocente tristeza, que, veinticinco años después de ese remate, él ya había formado una familia. Me sentí como en el poema, pero esta vez la que se encontraba fortuitamente al otro en la calle con su pareja e hijo era yo; definitivamente, Fabián Casas se pudrió, pensé. Me pregunté, un poco apenada por el destiempo, cómo hubiera sido leer eso mismo en los noventa cuando esa ley, por más injustificada que fuera, todavía guardaba la potencia de esas cosas que uno sostiene con la soberbia liviana de la juventud.
En las últimas dos semanas, en el grupo de whatsapp con mis amigas, eso que en este último tiempo se ha transformado en un sustituto precario de los mates y las cenas, todas estamos atentas al inminente nacimiento del bebé de A., el primero del grupo. Más allá de la alegría, me recorre también una certeza por momentos incómoda que es que esa yo rebelde que leyó “Hace algún tiempo” y pensó que nunca iba a estar del otro lado, también se está empezando a pudrir; no tanto como decisión personal, sino más bien como una descomposición colectiva en la que todas esas chicas que se juntaban a estudiar en la semana para luego salir los sábados a la noche ahora buscan una mochila porta-bebés para mandar como regalo a La Plata. Quizás se podrían medir las transformaciones en nuestras vidas a través de los poemas y las lecturas que de ellos hacen todas esas versiones de nosotrxs mismxs que vamos siendo a medida que pasa el tiempo. En una de esas, al igual que le pasó con esa exnovia que se topó paseando por la calle, también hubo un día en que azarosamente Fabián Casas se encontró con su propio poema de juventud. ¿Qué habrá pensado? ¿Qué significados encontró en esos versos? ¿Qué es, en definitiva, pudrirse?
A diferencia del destiempo que marcó mi lectura de los primeros libros de Casas, hace unos días, me deleito en esa sensación escalofriante y hermosa de estar leyendo eso que te atraviesa en el momento justo. Un libro que, en esta serie que he trazado para intentar esbozar algunas ideas, podría pensarse como una extensa respuesta a esos versos de Casas. ¿Qué pasa cuando lo que se pudre, lo que se cae, lo que se derrumba nos ilumina? ¿Qué pasa cuando pudrirse –echarse a perder pero también hartarse- resulta necesario? Con Una no elige cuando caerse, Vanina Colagiovanni, editora de Gog & Magog y de Cumulus Nimbus, reflexiona en torno a esas preguntas para hacer de la familia y del sujeto que se pudre “una crisis luminosa” –como dice Ariadna Castellarnau en la contratapa. Un declive que se recibe bailando con los ojos cerrados y cantando los estribillos de las canciones con las que se creció. Así, el deterioro de las estructuras, la paulatina desintegración del mundo propio –y del lenguaje que construye ese mundo– inaugura un vacío que aunque desgarrador, abre y revela la posibilidad de nuevos recorridos.
Lengua
Leí que si no puede decirse no existe
y yo todavía no encuentro cómo describir esto
descarto comparaciones que no le hacen justicia
me agarro de una liana
de sentido
me impulsa un hallazgo
llego a la otra rama
y no
el recorrido fue inútil
no pude atrapar
ni un gramo de sustancia
con esta
red mía
que, como en los cuentos,
te ilusiona al levantarla
y sólo pescó un zapato
Ese estar a la deriva, de liana en liana, sin poder atrapar el sentido de las cosas se constituye, al igual que la separación, como el soporte de la escritura. La lengua se rompe, sí, pero también se multiplica en ese afán por perseguir, hallar, pescar, con la red propia. El libro entero puede pensarse entonces a partir de ese movimiento en el que cada poema es una liana que sirve momentáneamente de agarre pero que luego se desvanece y permite impulsarse hacia otra: un recorrido inútil en el que confluyen lo nuevo y lo viejo, los recuerdos y el presente, lo que se era y lo que se está dejando de ser. Nunca hay punto fijo en la escritura de Colagiovanni y no sólo porque ese sujeto no para de moverse temporalmente sino porque en ese ir y venir también vuelve sobre sus pasos para mirarse desde otra perspectiva.
Atrás del ventanal
Miro mi casa desde afuera
helada sin poder entrar
queriendo alejarme
de la órbita belicosa
y oscura.
¿Qué me hace caminar desde una cuadra
conocida a otra oculta, apenas apartada
pero ya ajena?
¿Qué cualidad tiene ese salto
llave en mano, listo?
Oh, ventana abierta
ver mi casa desde afuera
renunciar a toda gracia
llegar a la hora en la que rechinan los cubiertos
Oh, alquilarme una pieza en la otra cuadra
por un mes o dos, un año
o treinta, irme despacio. Y volver
a husmear a la hora de la cena.
Me veo del otro lado del vidrio
sentada a la mesa.
Del otro lado de mí estaba
yo.
Así de simple.
Había que dar todo un rodeo, una vuelta
para encontrarme de nuevo.
–Hola –me dije.
–Hola –respondí.
El encuentro con una misma aparece exactamente en la mitad del libro o, mejor dicho, en el pasaje entre la primera parte, “Casa de familia” y la segunda, “Afuera de la casa”. Hay que salir de la familia y de la casa para reencontrarse pero también hay que volver porque es en ese rodeo en el que se elabora el conocimiento. En ese sentido, el libro de Colagiovanni es casi una invitación a la deriva: calzarse la boina de lana y salir al domingo lluvioso con dos libros en una bolsa, caminar sin parar, sacarse a pasear y terminar a la hora perfecta en el bar de siempre para tomar café con torta de canela y nuez. No es entonces solo estar a la deriva, de liana en liana, sin rumbo, sino hacerse derivar, “tirarse una cuerda a uno mismo y agarrarla/ para impulsarse fuera de sí/ y a la vez expandirse” (37).
Es ahí, creo yo, donde surge la reescritura porque en algún punto la idea que diseña la autora es que hay que pudrirse, desmoronarse, caerse, para formar familias con otrxs y con una misma. Si en Casas eso que se pudría era el otro, acá, por el contrario, es la presencia de esa voz femenina protagonista que atraviesa todo el libro la que lo hace. Si en Casas eso que se exhibía como podrido se constituye como bandera de una generación que ha venido a cuestionar determinados mandatos, acá, en cambio, la desintegración no tiene que ver con una cuestión etaria sino de género. No quisiera caer en la obviedad de decir que un libro que muestra una madre que se separa y vuelve a reencontrarse con el deseo y otras formas de la sexualidad es un libro feminista; tampoco sé, ahora que lo escribo, si tal cosa existe como rubro o etiqueta. Lo que sí creo es que hay algo fuertemente político en ese hacerse derivar que, en sintonía con ese último Foucault que levantaba la bandera de la estética de la existencia como capacidad crítica para darse forma a sí mismo, permite pensar el feminismo como un discurso que habilita el desvío como práctica de subjetivación y desubjetivación.
En esta línea, quisiera rescatar los poemas que abren y cierran el libro en tanto configuran imágenes que no solo son sumamente poderosas sino que articulan esas transformaciones. “Lazo de sangre” encabeza una serie de siete poemas numerados que giran en torno a la figura del padre –el padre cirujano, el padre saturnino, el padre que se emociona, el padre distante, el padre ciénaga, el padre que protege. En el primero de esos poemas, el padre lava sus manos después de una cirugía y, mientras mira en el espejo las marcas que los años van dejando en su cara, la sangre se escurre lentamente por el drenaje. Hacia el final del poemario, después de recorrer la escritura y los desvíos, después de las idas y vueltas de ese sujeto que se distancia para encontrarse, en “Un brillo entre las ramas” alguien divisa los atisbos de esa que se fue en algún momento y que ahora, luego de una evidente ausencia, parece regresar. Surge entonces la pregunta clave “¿qué es lo que una es?”. Como si durante todo el libro el sujeto también se hubiera estado lavando las manos para que se escurran los lazos de sangre, los recuerdos, los sentidos, la propia identidad, la respuesta a esa pregunta nos enfrenta con la liviandad de la falta de sentido.
no lo sé
nada
un detalle
(…)
Nada eras
nadaseescurre
una fase liminal
un giro en un pasillo oscuro
nada volvió ni soy
nada asciende
nada nada nada nada
nadanadanada
na
nadanadanada na nada
nada nada nada
na
da
na
na
n a
d a
Lejos de cualquier esencia o mismidad, lo que se expone es el proceso en el que se construyen los sentidos que sostienen nuestras vidas. Si nada volvió, si nada soy, si nada se escurre, lo que queda es el movimiento constante de esas manos que se envuelven y se desenvuelven, ese vaivén en el que se va armando y desarmando la vida, las escenas que en ese proceso de tejer la experiencia en el lenguaje aparecen para luego disolverse y dejar paso a lo venidero. La imagen muda y reparadora del hijo que hunde la mano en el agua mientras sus padres reman, la contemplación de una misma, libro en mano, y de la vegetación en el reflejo del ventanal, la respiración del hijo que duerme, el muelle y la crecida del río, la caricia tierna y asustada sobre el tatuaje en la nuca mientras ella se ata los cordones para irse. Y es allí donde se revela también esa especie de motor que mantiene el movimiento de las manos y el derive de liana en liana que son lxs otrxs: el hijo que enseña que una no elige cuando caerse, las amigas, la nueva amante, el antiguo compañero, las voces de las mujeres que ahora no cesan de escribir para compensar todo ese silencio de años, décadas, siglos de libros no publicados.
Bordado
Entre manos de mujeres que bordan
mi vestido
acostada, me quedo inmóvil, para ser la tela
cosida, algodón suave con hilo plateado.
Ellas decoran con figuras, son brillantes
y los hilos recorren mi piel.
Soy el centro de esa ronda
me dejo crear
por manos tibias que dibujan palabras
en mi superficie.
* * *
Cuando estaba terminando de escribir esta reseña, llegaron las primeras fotos de A. con su bebé; “nacimos” escribió ella junto con varios emojis de corazones. No pude dejar de pensar, con los ojos empañados, y la lectura del libro de Vanina resonando en mi cabeza, en lo emocionante que es reparar en ese irse haciendo de la vida que entrelaza nuestra existencia con las de aquellas personas que unx quiere. Cuando era más chica, siempre imaginaba que crecer era como ir construyendo una casa de a poco hasta que, ya realizada y con varios logros a cuestas, una finalmente la terminaba y se dedicaba a disfrutar. Ahora que ya casi tengo treinta me alivia pensar que es justamente al revés: como en el poema de Julia Enríquez elijo reemplazar la imagen de la edificación por la de las ruinas que van endureciendo mis cimientos. Caerse, pudrirse, tirar las paredes abajo, hacerse derivar, desarmarse, quedar en ruinas, perder el sentido, entrar en crisis, abandonar todo, sentirse livianas; ya nada de eso me asusta porque no tengan dudas, queridas amigas, que el derrumbe vendrá y será maravilloso.
(Actualización septiembre-octubre 2020/ BazarAmericano)