diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

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Julio Schvartzman
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Diseño

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La edad de la inocencia

Me acuerdo, de Martín Kohan, Buenos Aires, Ediciones Godot, 2020.

Antes, durante y después de la lectura del Me acuerdo de Martín Kohan uno no puede dejar de preguntarse: ¿a nadie se le había ocurrido antes?

Kohan suele ser muy perspicaz para iluminar el otro lado de las cosas. Sus libros de ensayos, sus novelas y hasta sus intervenciones públicas abundan en ese gesto. Nadie se había percatado antes de El país de la guerra de que el relato de guerra en la Argentina había sido tan continuo. ¿Quién había pensado antes de Segundos afuera en John Gallagher, árbitro de la pelea Firpo-Dempsey, como alguien con emociones y una historia personal y no como el artífice de una estafa? Otro tanto ocurre con sus columnas semanales en el diario Perfil: señala allí donde antes no había nada, o bien reúne el mundo disperso y lo hace tomar sentido. En esa dirección va este nuevo hallazgo: inaugura para la literatura argentina una variante dentro del género autobiográfico –en cuyo interior caben memorias, confesiones, diarios– que, como bien nos ilustra el epígrafe, tiene su antecedente en el Je me souviens (1978), del escritor francés Georges Perec, quien a su vez se había inspirado en el I remember (1970) del artista estadounidense Joe Brainard. Y digo inaugura porque, dada la universalidad (todos evocamos) y la aparente facilidad con la que se podría componer un libro semejante, estos recuerdos provocan, tientan, convidan, llaman a otros escritores a producir los suyos.

El concepto me acuerdo consiste en la exteriorización de un conjunto de imágenes puntuales que la memoria personal guarda. Son marcas impresas como sellos sobre la hoja de la identidad, los restos salvados de la masa de vida que pasa al olvido. Acciones, objetos, palabras, sensaciones, personas, emociones expuestas al desnudo, sin desarrollo, orden, análisis o valoración, como si no hubieran pasado por todas las operaciones propias del pensamiento, del lenguaje, de la literatura; como si se tratara de iluminaciones vírgenes, el recuerdo puro. Claro que se trata de un efecto, logrado por una composición elaborada que provoca consecuencias específicas. Porque, a pesar de la ausencia cronológica o siquiera de la numeración que sí usa Perec, a pesar del registro aleatorio de los recuerdos, que parecen responder al puro azar, igualmente las líneas narrativas se arman, las conclusiones se cuelan, el proceso de selección se adivina, y el resultado aparece: la época son los años ’70 en Buenos Aires y Martín Kohan la retrata desde la perspectiva de la infancia, la de un chico cualquiera, aunque porteño, judío y de clase media.

Para ello, se detiene en esos recuerdos privados que también son públicos, individuales pero también sociales, recuerdos que pueden despertar el reconocimiento en algunos lectores y así armar una especie de comunidad. En ese sentido, el marco infantil es ideal, cuando las elecciones de vida no están aún desarrolladas y todavía se es más o menos común (salvo que estemos frente a un niño prodigio: más allá de sus tempranas apariciones publicitarias, como testimonian varias imágenes fotográficas que acompañan el texto, el Kohan de este libro no lo es). Es desde la infancia que se elige y recopila, y es en el consumo donde mejor la época se despliega, porque todavía la diversidad de marcas era limitada, el recambio de los productos no tan veloz y su permanencia en el tiempo permitía la retención en la memoria inmediata y con ella hasta la posibilidad de inventar juegos. Desfila así una gran lista de marcas, ausentes hoy en el mercado o vivas en un circuito marginal. Para dar algunos ejemplos, hay alimentos y golosinas: helados Laponia, galletitas Terrabusi, chocolatines Jack, caramelos Sugus, chicles Adams; programas de TV: La pantera rosa, Starsky y Hutch, Chips, El hombre nuclear, La mujer biónica, Titanes en el ring, El capitán Piluso; personajes para el entretenimiento infantil: Carlitos Balá, Gachi Ferrari, Pipo Pescador; autos: Torino, Dodge Polara, Falcon Futura, Fiat 128, 600, 1500, Valiant, Citroën 3CV, Peugeot 504, Rambler, Siam Di Tella; juegos: Ludo Matic, Senku, Legítimo yo-yo Russell, patines Leccese, camión Duravit; músicos: desde Piero, Abba y Sandro hasta Supertramp, Queen y The Rolling Stones. Este mundo musical es previo a la masividad del rock nacional, todavía subterráneo y solo accesible para iniciados, pero si esta limitación le impide al niño participar de la disputa generacional de la época (rock vs. tango), no escapa de ejercerla allí en lo que está a su alcance: prefiere el Tarzán hecho por Ron Ely y el 007 de Roger Moore, en tanto el padre reivindica a Johnny Weissmüller y Sean Connery.

Estas antinomias que ubican y forman la identidad provienen de los condicionamientos sociales, que si a veces pueden expresarse en gustos, otras se padecen debido a la economía familiar cuando las marcas deseadas no pueden alcanzarse: pide Adidas, le dan Topper; desea Parker, obtiene Sheaffer; prefiere Nesquik, hay Superpibe; le gustaría El Gráfico, está la Goles. Los recuerdos están hechos de esas materialidades y esas relaciones que, en ocasiones, llegan a impregnarse sobre la piel, haciendo de cuerpo y objeto una sola cosa: el padre usa una medalla obsequio del Banco Español (“nunca se la sacaba”), mientras el hijo no se quita durante todas las vacaciones su remera a rayas horizontales. ¿Por qué alguien andaría todo el tiempo con una medalla encima o no se quitaría durante días una remera? Quizás porque lo abstracto necesita tornarse material y esa fijación solo se obtiene con repetición y persistencia. Cuando lo permanente posibilita el recuerdo, este aparece directo, sin mediación, en oraciones unimembres: “Las venecitas verdes de las paredes del colegio David Wolfsohn”; “El almacén de enfrente. La peluquería de la esquina. La panadería de la vuelta. El garaje a mitad de cuadra”.

Kohan nunca utiliza como encabezado para cada entrada aquello que reserva solo para el título –“Me acuerdo”– y en esto se aleja de sus antecesores Brainard y Perec. De esta forma, dentro de la gran lista puede también ir armando líneas narrativas fragmentarias: la familia y sus integrantes, las diferentes novias, los amigos de la cuadra y los del colegio, las vacaciones en Córdoba. O bien, puede construir micro relatos en una sola entrada: el padre va al colegio, lo ve en el patio, a la noche le cuestiona el juego. En otras líneas narrativas el presente de la escritura se cuela y resquebraja la uniformidad del registro del pasado: tanto por las conclusiones fruto de análisis actuales, como por la revelación de datos hasta el día de hoy vigentes. Ejemplo de lo primero son las evaluaciones sobre la condición judía: desde el análisis histórico (“El señor Stoll era muy probablemente un nazi refugiado, pero en mi familia jamás se mencionó el tema”), hasta la problemática del nombre (“A la tarde en el Colegio David Wolfsohn yo me llamaba Yaakov. A la mañana me llamaba Martín, igual que ahora”), pasando por la sutil discriminación: (“A la abuela de Marian (y de Hernán) no le gustaba que ella dijera que estaba de novia conmigo. Me parece que era porque soy judío”). De lo segundo, ciertas habilidades o gustos: sabemos que el narrador Kohan no toma vino (“Era la primera vez en mi vida que yo tomaba vino, y fue la última”), pero tampoco sabe silbar (“No aprendí nunca a silbar”).

Me acuerdo, de Martín Kohan, puede pensarse a tono con las frases cortas de las redes sociales, ideales para el lector que no mantiene mucho tiempo la atención: se puede entrar y salir del libro por cualquier página y en cualquier momento. Nadie se queda afuera, esta es literatura apta para todo público. Lo es para quien maneja la jerga contemporánea –y sabe cómo se jugaba al chupi con las figuritas, e incluso podría hasta discutir ciertas palabras (¿chapar y payana, como escribe Kohan, o rascar y dinenti?)– como para el lector actual. Ni siquiera hay recuerdos ligados con la literatura, no estamos frente a un niño que lea. Solo se nombran dos libros: uno prohibido por la familia, Las tumbas, de Enrique Medina; el otro ligado a la pasión de un fútbol pre barras bravas: Yo el único, de Hugo Gatti.

Kohan exhibe su intimidad huyendo de su propio estilo (aquí no aparece la típica frase dialéctica con la que juega en su prosa), porque la clave está en la construcción fragmentaria y su acto performático: en el mismo momento en que lo hace, se ubica como portavoz de una generación. Estos son los recuerdos de cualquiera, es decir, los recuerdos de todos, pero solo uno entre todos los puede asumir sobre sí mismo, apoyado en una obra, una trayectoria y una posición como escritor. Por eso el libro no es nostálgico sino pleno de actualidad, dice lo que otros quieren decir: hay un mundo mejor y es el mundo infantil, un mundo inocente en el que hasta se puede festejar el mundial ’78 con el relato de Yiyo Arangio, o temerle menos a la inminente guerra con Chile que a dejar una luz prendida durante un ensayo de oscurecimiento.

 

(Actualización septiembre-octubre 2020/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646