diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Vidrio, de Gabriela Borrelli Azara, La Plata, Club Hem Editores, 2020.
Si, en estas épocas de polémicas con el Fondo Nacional de las Artes, los géneros son vistos cómo cárceles que aplacan la libertad individual, las ficciones sobre cárceles duplican los grilletes. Su campo de desempeño es limitado y no solo por el encierro amurallado de los presidiarios, sino más bien por sus aliteraciones de argumentos y la exposición gore de los cuerpos. Desde Atrapadas, con Leonor Benedetto, o más acá Leonera y hasta las series Orange is the new black o Vis a Vis la historia se repite: una mujer inocente o de peligrosidad mínima que logra en una parábola meritocrática superar las penurias y escalar posiciones en esa estructura social intramuro. Una historia de superación, quien lo diría. Y también o sobre todo está la cuestión del registro pretendidamente mimético: las vejaciones sufridas por las protagonistas se usan como garantes del efecto de realidad. No hay relato de cárcel sin violación. El realismo pide sacrificios, la entrega anal literalizada.
En este punto y al menos de manera formal Vidrio, cumple con esa cuota del horizonte de expectativas. Pero la novela de Gabriela Borrelli Azara acierta en su desvío temático: no se habla del encierro, ni de la libertad, ni de los abusos de poder, ni de la marginalidad, sino de la voluntad o más bien de la falta de voluntad. La protagonista se encuentra siempre un poco a merced de un sistema que la regula. En la cárcel debe responder a la Cata, sus tiranías y mandatos. Pero también cuando la “adopta” María en su taller de poesía, hay reglas que debe cumplir, se obliga a cumplirlas, entra en esa “burbuja”. O en el esporádico paso por el pabellón de las evangelistas, donde intenta concentrarse en un rezo que ya ha olvidado, pretende entregarse mansamente al aura divino. Y fuera de la cárcel, en su vida anterior también Lorena, su pareja supo condicionarla, va un poco obnubilada detrás de sus deseos y hasta con la llegada de Luis, un tercero que por momentos entra en discordia, ella queda como bola sin manija o más bien como bola a la que otro, otra, la lleva de la manija. Nunca llega a ser dueña de sí misma, ni de su destino; hay un bache, un hiato en su cabeza y en el relato, no sabe que hizo, no sabe si mató o no mató a su amante y si lo mató no sabe por qué. La voluntad suspendida, esta vez bajo el mandato alucinógeno de las “pastys” consumidas que borraron su memoria. En algún momento aparece Mariano, amigo y abogado, ella deja que le brinde su ayuda legal, pero sin demasiado entusiasmo y sí más adelante le pide ayuda a su hermano es porque debe pagar su derecho de piso en el interior de la cárcel. Una vida satelital, orbitando alrededor del sol de turno. Un acierto de la autora, porque lo físico le cede cierto espacio a lo metafísico.
Pero no es una novela lenta, de reflexiones, sino más bien todo lo contrario: la narración nunca se detiene, es como si Borrelli le entregara las llaves de la trama la velocidad, avanza raudamente, una peripecia tras otra. No hay respiro, en una lógica grondoniana, donde “todo pasa” y también pasa de todo. Eso le permite desligarse del mal psciologizante de la literatura del “yo”. La protagonista (casi) no tiene tiempo a pensar lo que le sucedió, lo que le sucede. Es como si cayera por una cascada, el torrente la lleva; hay reacciones y no meditaciones. Y si, en el final, logra llegar a una especie de orilla, lo hace más bajo el imperio de las circunstancias que regulada por su voluntad. Es allí donde la autora logra romper o adulterar la parábola meritocrática de los relatos de cárceles, la conclusión es perfecta porque anuda el sentido y a la vez eyecta a la protagonista, la saca del mundo de la novela y la deja en otro lado, uno más enfáticamente real. Y sale del género. Vale la pena que el lector descubra los pormenores, se entregue a ese efecto acelerado de la novela, disfrute de su aparente fugacidad, porque cuando se termina, la sensación de imágenes acumuladas resultan un muy buen capital.
P.D. De todos los relatos sobre cárceles hay dos que logran zafar de las trampas del género: La ilusión monarca, de Marcelo Cohen y El apando de José Revueltas. Ambas tienen, pese a sus procedimientos diametralmente opuestos, la titánica misión de imponer un artefacto narrativo que aplaste los guiños realistas. La ilusión monarca lo hace desde un registro casi onírico, abstracto, esmerilado, mientras que El apando subleva el lenguaje, muestra el caos, con caos.
(Actualización septiembre-octubre 2020/ BazarAmericano)