diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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La red que ahora pesca en colores

Bello como la flor de cactus. Ensayo sobre la imagen, de Ana Porrúa, Santiago de Chile, Bulk Editores, 2020 (segunda edición).

Bello como la flor de cactus. Ensayo sobre la imagen es un libro hecho y editado, en un comienzo, con muchas manos y ojos y dedicado “a los hijos” (edición 2019 por el sello artesanal Barba de Abejas). Luego, en otro comienzo, el libro consiguió su formato virtual, editado por una mano, claro, pero con intervención ya de otro soporte: la máquina. El trabajo realizado por Fabiola Aldana y Alfonso Mallo de Bulk Editores (quienes, “por una vuelta gigante y delicada” de la vida, nos enteramos por Porrúa en la Addenda de esta versión virtual, le regalan a la autora, años antes, la libreta con la que escribirá los borradores del mismo (p. 99) le permite a Bello como la flor de cactus saltar, al igual que las imágenes que lo habitan, hacia otra serie: el libro electrónico. Pero este salto no implica una pérdida, por el contrario, vemos allí que algo del pasado orgánico de las imágenes originales que Porrúa utiliza en sus collages logra recuperarse en este nuevo formato: el color, el fulgor tonal de los detalles que le permite al cangrejo de la página 29, por ejemplo, punzar el ojo ahora de lxs lectorxs no sólo con sus tenazas, sino también con su cuerpo colorado sobre el fondo blanco y negro y que, al mismo tiempo, por ese contraste logrado, hace más visible tanto la sustracción de la imagen de su espacio original (¿una enciclopedia de ciencias naturales?), como el pasaje de un tiempo, el presente de la imagen, hacia otros, aquellos que la imagen en sí misma condensa, más los que los dibujos y fotos descoloridas que acompañan al cangrejo señalan también con otro estilo y otra técnica. El color, entonces, “puntúa” (103) esos mismos rasgos diferenciales que la autora leerá luego en la historia de las imágenes que traza. La técnica y el procedimiento serán parte, a la vez, de ese espectáculo histórico y la nueva versión electrónica del libro nos permite recorrerlo ahora con otra direccionalidad –de arriba para abajo, de abajo para arriba– y con otra variación cromática.

Pero este formato electrónico recupera también la posibilidad de sumar un animal que faltaba a la serie de collages, la tortuga en la poesía de Mirta Rosenberg de la adenda del libro, y una nueva dedicatoria, otra huella para nada superficial: “a mi hermano”. Y estos detalles de presencia, repletos también de fulgor tonal, no son menores, porque el collage de imágenes y de citas que sostienen el libro reconstruyen, en un primer paneo general, un recorrido principalmente afectivo por la historia de la lectura poética y crítica de la autora (otra de las monstruas, ya verán, que allí habita): partiendo de los harapos de Walter Benjamin, herramientas, restos fósiles, los bichos raros de Lautréamont y las imágenes surrealistas de André Breton para pasar por las lecturas de Alejandra Pizarnik y Rubén Darío, Victor Hugo, el mar, peces, moluscos, una cabeza de leopardo (cuyo cuerpo será utilizado para armar nueva maravilla con Karl Marx) y otras especies tropicales; Edgar Bayley, escarabajos, mesas de disección, tijeras, Man Ray, paraguas y máquinas para coser, calzados, el mar, el mar y el mar (¿huella biográfica en la que vemos aparecer, tal vez, a la autora?), Susan Sontag, Marx Ernst; también por Didi-Huberman, la cabeza de Karl Marx ahora sí en el cuerpo del leopardo, Philipp Bloom, de nuevo el mar, Fabien Vandamme, barcos, Alexis Nouss, un cachalote, enciclopedias, catálogos del siglo XVII, James Clifford, máscaras, cuchillos, Martin Jay, maniquíes, Bertolt Brecht e infinitos destellos incandescentes con los que se irán encontrando, tanto en Bello como la flor de cactus, como en la trayectoria docente, artística y crítica de Ana Porrúa.

El recorrido mencionado, como verán cuando abran el libro, es inquieto, huidizo, sin puerto de llegada, capaz de habilitar, por un lado, un modo de desordenar los sistemas de lectura crítica y de organizar de otro modo las tradiciones: en Bello como la flor del cactus la literatura se lee y se mira en series motorizadas por el deseo potente de armarlas y por la firme convicción de encontrar en ese armado emergencias poéticas y críticas efectivas. Los trabajadores del mar de Víctor Hugo (rescate exquisito, por cierto, de un Víctor Hugo que agonizaba entre las ruinas románticas) se lee junto con los peces raros de Rubén Darío y la cabeza de Karl Marx y arman, dentro de ese océano de piezas escamosas, un conjunto que nos ponen a hablar ya no de tradiciones (románticas, modernistas, vanguardistas, siempre en ese orden lineal y progresivo) o de sistemas de producción en serie (no, al menos, en el modo en que veníamos haciéndolo), sino más bien, como nos propone Porrúa, de “ojos curiosos”, “ojos maravillados”, “ojos mutilados” (46). Por fin, los ojos que habitan el otro rostro de la imagen y el otro lado de la literatura. Porque Bello como es, ante todo, un libro que muestra. Muestra tanto los puntos e itinerarios de un recorrido eléctrico por la historia de las imágenes y sus efectos desestabilizadores, como el corte y pegue –método privilegiado del libro que deviene también objeto de visualización, también monstruosidad, también imagen– de figuras y textos que componen el gran collage; en definitiva, los retazos, costuras y desprolijidades del proceso de montaje que allí se realiza (y acá Didi Huberman y Fabien Vandamme aparecen como voces de fondo pero no como pose crítica: el montaje es en Bello como algo que se hace y se pone en evidencia). Por último, el libro muestra, y este es tal vez el gesto crítico más potente, el ojo que mira, selecciona, descarta y las manos que diseccionan ese cuerpo lleno de espinas o de escamas. Muchos de ellos aparecen, de hecho, mencionados en el libro en otro gesto que pocas veces solemos encontrar: el agradecimiento y el necesario reconocimiento de lxs otrxs en el armado de nuestros objetos y dispositivos, los cuales constituyen, ni más ni menos, nuestros modos de construir conocimiento y pensamiento crítico.

¿Por dónde entrarle a Bello como la flor de cactus, un libro poblado de múltiples imágenes, deshechos, monstruosidades, objetos y animales salvajes? La consigna que me sugiere el libro es abandonar la sed de totalidad y abarcar, o mejor dicho, para jugar con el sentido de la palabra y con la imagen que más me hizo ruido, embarcarnos en un fragmento, en un detalle. Lo haré entonces dejándome llevar por donde el ojo y el oído más se han maravillado porque, al fin y al cabo, el efecto más desestabilizador de esta bella pieza es devolvernos de una buena vez a lxs lectorxs lo que siempre ha de ser nuestro: la extrañeza del arte y de la literatura, la experiencia perturbadora de la fascinación por las imágenes en movimiento que las instituciones, a veces, suelen domesticar para encausarlas en un orden mesurado. Pero, sabemos que, inevitablemente, cuando los cactus crecen y florecen con la fuerza indomable del “puro amor” (Ernst en Porrúa, 30), pinchan, sobre todo, pinchan. También los bagres y los cangrejos de colores.

Y fue entonces cuando por primera vez se aceptó que, para acumular conocimientos, un mercado de pescado podía ser mejor que una biblioteca. Lo más probable era, más que cualquier cantidad de manuscritos latinos, que los pescadores hubiesen capturado con sus redes ejemplares raros y maravillosos y fuesen capaces de hablar de sus costumbres y conocer sus nombres” (23). Con esta cita de Philipp Blom en El coleccionista apasionado (2002), Porrúa cose algunos de los nudos marineros del libro que logran felizmente atraparme y entro por acá a la imagen de la red de pesca. (Mientras escribo descubro que también somos lxs lectorxs uno de esos ejemplares raros.) Recojo con ella, por un lado, restos de la historia del tráfico imperialista de objetos, flores, semillas, animales (no sé dónde hacer entrar en esta enumeración a los sujetos) provenientes de la cultura africana y latinoamericana, que fueron a parar, entre mares y océanos de por medio, a los gabinetes, catálogos y museos europeos y quedaron allí, enfrascados en la mirada etnográfica, pero que, pienso, tal vez la red pueda devolverlos al agua para emerger luego no ya como osamenta o restos muertos de apropiaciones culturales, sino como otras formas de vida latente. El color también se ha encargado, en este formato electrónico, un poco de eso.

Por otro lado, recojo con ella, con la red, entre todos los bichos de mar que allí aparecen, la imagen del calamar gigante, el pulpo que, de acuerdo a Lautréamont, vía Porrúa, “tiene mirada de seda, más de cuatrocientas ventosas y lazos indestructibles” (12); también, de acuerdo a Víctor Hugo, vía Porrúa, “es mudo y es el más formidablemente armado de todos los animales”, porque “el pulpo es en sí mismo una forma diferente al resto de los animales de mar que oscila en el agua” y, al mismo tiempo, “es una expansión sin masa muscular” (14) que no encuentra un estilo y puede parecerse, bajo el régimen de la comparación visual, tanto “a los rayos de una rueda” como a un “paraguas cerrado sin mango” (15). En definitiva, “el pulpo es la ventosa” (15), pareciera decirnos Víctor Hugo en una suerte de clave modernista que Porrúa muestra al anudar los hilos a partir de la figura del gigante marino, es decir, al leer unos con otros y armar conjuntos entre elementos que a los ojos de la historia progresiva suelen ser distantes entre sí. La imagen del pulpo es el motor que pone en movimiento el sistema e interrumpe las series establecidas. Porrúa ve allí, dejando de lado el gesto de erudición positivista y enciclopédica, un posible comienzo de un encadenamiento (las boyas y nudos de la red) de imágenes en movimiento que recorren, principalmente, el siglo XIX y el siglo XX con la lógica del pestañeo, desde un abrir y cerrar de ojos que permite ver aparecer y desaparecer las imágenes dentro del arte y de la literatura no ya desde una continuidad, es decir no apareciendo del mismo modo, sino desde la intermitencia y la discontinuidad, porque al cortarse y al reanudarse lo que emerge es su rasgo diferencial más que la copia. De este modo, el Surrealismo, nos muestra Porrúa, toma del calamar gigante de la serie mencionada uno de los elementos de la comparación monstruosa romántica y modernista a la vez: el paraguas. Lo corta, lo saca de allí y lo pone a circular en sus collages junto con otros objetos y máquinas. La pieza teatral de André Breton y Philippe Soupault –un género bastante marginado, por cierto, en las teorías e historias de la imagen y de la literatura– ofrecida como otro ejemplar maravilloso de libro y traducida por Fabián Iriarte, Ustedes me olvidarán (1922), es otra muestra del viaje del paraguas por el tiempo (el paraguas en esta obra, inclusive, se convierte en personaje que habla). El encadenamiento continúa, dice Porrúa, pero ahora sin su rasgo orgánico y animal. El pulpo devino en paraguas y su pasado orgánico y marino sólo es posible recuperarlo en la mirada del conjunto, sobre la mesa de montaje artístico que Porrúa arma, despliega y dispone, es decir, da a mirar sin mezquindad y, sobre todo, con eficacia: como efecto visual y crítico de este despliegue y montaje, yo he visto allí sobrevivir sobre su mesa de collages trabajados “con sorprendente elasticidad direccional” (fig. en p. 73), entre el salto evolutivo que da un calamar hacia una rana (que se continua en el salto del mono y del caballo de mar en la página), un paraguas cerrado sin lluvia en la carcasa rugosa de un caracol puestos de espaldas (fig. en página 36). Esta es, de hecho, la única figura que entre esa serie animal se mantiene sin color, en gris, como si esas idas y vueltas por la sal del océano del tiempo lo hubiesen desgastado. Sabemos incluso que éstos, los caracoles, guardan una memoria acústica de origen acuático, no sólo en la historia de la evolución de las especies, sino también, como ocurre con el recuerdo de lluvia en el corazón del paraguas, en la de nuestros sentidos y sistemas de percepción. ¿Otro salto en el libro pero ahora de la imagen al oído?

Retomando la imagen de la red que se tendió hacia mí con la cita de Philipe Bloom que Porrúa pesca,[1] y que sigue desplegándose sin dudas con otras citas como la de Krzysztof Pomian en Enciclopedia Einaudi (1978), me preguntaba, más allá de la definición y los rodeos en torno al concepto de “colección” que habitan en el libro (fronterizo al de “archivo” que también se cuela en el universo de la pesca), si el fuerte de esta red que Porrúa extiende tiene que ver no sólo con cómo se arma y se desarma una colección y un sistema de lectura, sino también con las siguientes peguntas que, creo, abren el juego a pensar desde la mirada del archivo no ya sólo imaginario (noción que Porrúa viene explorando en diversos trabajos críticos), porque ingresan en otro salto al territorio de lo público, de lo común y de lo institucional.[2] ¿Cómo se construye una red? ¿Cómo se da a conocer el mundo de los objetos, imágenes, deseos, ideas que habitan la literatura o más bien, me animaré a ampliar el radio y el alcance, que habitan las Ciencias Sociales y Humanas? ¿Por la lógica de la acumulación “de ejemplares raros” que continúa predominando en la pretensión positivista (y capitalista) de las Ciencias y de ciertas Instituciones o por otras lógicas más cercanas al corte y a la distribución? En Bello como (me doy cuenta que me gusta usar también el corte para dejar en evidencia y abierto el juego comparativo del nombre del libro), aquellos ejemplares que la red pesca de a muchxs y con cuidado, sin extinguir la especie,[3] son puestos por Porrúa en esta gran mesa para ser compartidos y degustados sin mezquindad con sus lectorxs,[4] poniendo en evidencia, por un lado, los recorridos de lectura, los saltos de mono y de rana, sus idas y vueltas, sus mares; por otro lado, el tejido y armado de esas redes llenas de, como ya he comentado, imágenes, voces, anzuelos, deshechos, aunque también, repletas de agujeros, huecos, “hiancias”, como llamaron los surrealistas, nos dice Porrúa, al producto del nuevo corte que estos realizaron entre serie y serie y que dará lugar a la emergencia del inconsciente y el absurdo (agujero por el que también mirará más tarde Lacan). Quiero decir que en Bello como habita no sólo una labor crítica y artística muy luminosa, potente y minuciosa, sino además, una labor pedagógica (tal vez la faceta de Porrúa docente colabore en este genuino rasgo del libro). La aproximación y distancia con los objetos y dispositivos de conocimiento se construye con otrxs, tendiendo y recogiendo redes, y, por sobre todo, mostrando lo recogido y sus procesos, abriendo y compartiendo lo mejor del catálogo y sus descartes (incluso hasta el diario del collage, la addenda y las referencias bibliográficas del final del libro participan de este intercambio y donatorio). Un libro que se pone a cortar, a distribuir y a mostrar en lugar de totalizar, acumular y esconder es también un libro que deja al descubierto por los agujeros de sus redes la dimensión política, tanto de su hechura como de las corrientes institucionales por las que navega. Tal vez sea esta la necesaria flor que brote de la belleza convulsa de los cactus y, por qué no también, el necesario color que recupere de las escamas translúcidas de los peces otras formas de visibilidad y de vida latente.

 

[1] Advertencia a lxs lectorxs: tanto el libro en formato papel, como el libro en formato electrónico, tiende a hacernos esto, a ir y venir en sentido horizontal, diagonal o vertical, tomar y retomar las imágenes de manera dispersa, a inquietarnos permanentemente los ojos. Tal dispersión y ejercicio físico, producida por el deliberado orden metodológico allí empleado, es un efecto de lectura posible que altera no sólo nuestros modos habituales de leer en las instituciones educativas, sino también, al mismo tiempo, el régimen positivista de visibilidad científica e histórica que Porrúa transforma en objeto –mutilado– de mirada en sus collages. 

[2] La referencia en el diario de collage del libro –apartado donde la autora comparte los registros y reflexiones técnicas, críticas y metodológicas durante su proceso creativo– a la marcha contra la prisión domiciliaria del genocida Etchecolaz el 7 de enero del 2018 en la ciudad de Mar del Plata, lugar donde reside actualmente Ana Porrúa, habilitan doblemente el salto de las preguntas al territorio de lo público, de lo común y de lo institucional. El contexto y la Memoria de las imágenes que allí se montan y desmontan nunca dejan, felizmente, de asechar el libro. Son su sombra anacrónica. 

[3] En su versión artesanal de papel, el editor-encuadernador, Eric Schierloh, nos deja adentro del libro una hoja plegada con una pieza de lo que él llama “collage-error” a modo de anexo y de obsequio. Allí, nos cuenta que durante la composición del libro de Ana Porrúa rasgó en un descuido un ejemplar del collage del cachalote, pero que, por fortuna, la autora había previsto tal accidente y había agregado a la tanda algunos collages extras para la primera tirada de la edición. La pesca con red que se teje, se tiende y se recoge con sensibilidad colectiva permite que las imágenes no se extingan. Y cuando la atención está puesta ahí, sin lugar a duda, tampoco la potencia del archivo. “Guardar; siempre guardar y que se juegue el olvido en la acumulación” nos dice la autora en el diario del collage que acompaña ambas versiones del libro, tanto la de papel como la electrónica. La supervivencia del cachalote a color en la dimensión virtual que propone esta última y su accesibilidad abierta en la web multiplican la posibilidad del resguardo y de la potencia señaladas. 

[4] Esto puede parecer una referencia cristiana pero, a diferencia de ésta, la cena de Bello como afortunadamente no es la última: sabemos que hay más cuadernos de collages de Porrúa a la espera de ser publicados. Es mi deseo. 

***El libro en su versión papel se consigue en Barba de Abejas, en su versión digital, en Amazon o en Bajalibros. (Ver la página de Bulk editores)

(Actualización septiembre-octubre 2020/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646