diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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La pasión de la contingencia
Tres años con Derrida. Los cuadernos de un biógrafo, de Benoît Peeters, Buenos Aires, Ubu Ediciones, 2020. Traducción de Vicenç Tuset. 

Antes de que mueran, hay que hacer hablar a los testigos del muerto. Si bien no lo enuncia en estos tonos ávidos y un poco brutales -sans politesse ni manieres- el impulso biográfico de Benoît Peeters tiene esa urgencia y cumple esa demora. Urge escuchar a los vivos pero hay que demorarse lo suficiente para que ya testimonien sobre un muerto. ¿Cuál muerto? Jacques Derrida. ¿Cuáles vivos? la esposa Marguerite Derrida, los hijos Pierre y Jean, los hermanos René y Janine, la prima preferida Micheline Lévy, y parte de la plana mayor de la intelligentsia francesa del siglo XX, “los del grupo a los que hay que preguntar”, dice Peeters: Gérard Genette, Michel Deguy, Philippe Sollers, Julia Kristeva, Régis Debray, Étienne Balibar, Bernard-Henri Lévy, Élisabeth Roudinesco, Hélène Cixous, Jean-Luc Nancy, Dominique Lecourt y un etcétera igual de eminente -“más de cien testimonios”, promociona Peeters en la contratapa francesa de su libro-.

Como los personajes secundarios de cualquier novela de Dickens, en el diario que registra el work in progress de su investigación, Peeters se ocupa de que cada informante tenga su correspondiente síntesis idiosincrásica y consiga un retrato; género que, a diferencia de la biografía que cae sobre los muertos, cae mejor sobre los vivos: “Cada vez lo creo más    -escribe Peeters-: no hay biografía sino de los muertos”.

Los encuentros con los testigos generan información sobre los hechos y, también, nuevos hechos: el hecho de que un biógrafo entreviste a un testigo. Generan pasado y presente, la historia de una vida y el diario de esa historia. Un modelo de archivo y un cuaderno de notas, ambos ad hoc. La información se acumula, rebosa y pone en peligro sus servicios esenciales, la barca frágil del biógrafo zozobra en un mar de fichas. Los retratos circunstanciales de los testigos, en cambio, extractan tres, dos, cuatro rasgos, y sus pausas necesarias, en una melodía vital que silencia, para ganar resonancias, las bataholas de los notables y de la bibliografía obligatoria. Tres, dos, cuatro epítetos sintetizan una personalidad acompasada, descartan, y por completo, datos curriculares y marcan al tiempo su eficacia dialógica y testimonial: “Encanto, dulzura y vivacidad” de Marguerite Derrida; Claire Nancy, “franca, precisa, a veces mordaz”; Michel Lisse, “orondo, jovial, amistoso”; Dominique Dhombres, “pequeño, vivo, divertido, bastante jovial”; Jean-Luc Nancy, “abierto, agradable, preciso”; Michel Deguy “educado pero directo, a veces abrupto”.

¿Qué es un buen testimonio?”, se pregunta Peeters. No aquellos que  solo ofrecen información aunque sea buena, porque más tarde o más temprano el biógrafo se las ingeniará para llegar a ella o, en todo caso, para disimular su falta. Más bien son los que acontecen al ritmo de su talante, los que, como los versos simbolistas de rigor, sugieren en lugar de decir, y lo hacen en coloraturas propias: orondos, abruptos, francos. Escrito ahora por Peeters: “lo que [los testimonios] pueden sugerir  –los humores, los olores, la distribución de los lugares, lo no dicho de los vínculos– realmente no tiene precio”. Por caso contrario, Philippe Sollers, figura estelarísima: si bien es “tremendamente simpático”, “no parece sentir ningún placer por contar. Al revés que Genette, no se mete en el relato. Enseguida comenta. Lo que me falta en sus dichos es el detalle, el pequeño hecho revelador”. El subrayado de Peeters solicita atención. Al acontecer en sus palabras, Sollers apaga la marquesina en la que su nombre brilló durante el tiempo hermoso de las expectativas y resulta -como también su esposa Julia Kristeva que quiere, sin más, hablar de Sollers- literalmente desilusionante. En lugar de narrar, comenta, activa un segundo grado que, lejos de glosarlo, obtura el encanto primal de la diégesis. Al no meterse en el relato, Sollers relega a Derrida de sus dichos, no revela, no cuenta, no sugiere, en consecuencia: no testimonia.

No puede resultar reiterativo aquí reiterar cuánto le importan a Peeters los detalles. Cuánto encuentra en ellos, cuánto lo impresionan, cuánto lo orientan y cuánto y cómo los apunta en sus Cuadernos, que existen, y es otro hecho, para registrarlos. Hay una sintaxis del detalle, distintiva en la escritura del diario, que hace a su tempo y expansión: “poner todo lo posible antes de que desaparezca”, escribía Katherine Mansfield en el suyo. Peeters está lejos de la precipitación dramática de Mansfield, pero su “todo lo posible” palpita aún en la sinécdoque amable, ligera y acompasada de los detalles y las impresiones (“lo que ofrezco son mis impresiones”, escribe). Aunque el delirio de la biografía total -balzaciana o sartreana, cafeínica o anfentamínica- sostenga el proyecto del biógrafo, es en los detalles donde residen su acierto y su tino. “Biografemas” los llamaba Barthes,  y así nos lo recuerda Peeters, que llegó tarde a biografiarlo.

Los encuentros con los testigos (parientes, amigos, colegas, discípulos, rivales) suceden, por lo general, en bares y restaurantes bien señalizados que operan como “correlato objetivo” del espíritu gregario, desenvuelto y sibarita del biógrafo. Y ya desde el inicio del “proyecto”, cuando se sospecha que habrá uno pero se ignora de qué irá: “Almuerzo con Sophie Berlin, mi editora en Flammarion, en un restaurante a la antigua que yo no conocía: Roger la Grenouille, en la calle Grands-Augustins”. Pero Peeters también visita los domicilios de sus testigos, el de Genette, los despachos burocráticos de Sollers y de Kristeva, la casa de Élisabeth Roudinesco, la de Claire Nancy. Agrego uno más, por fuera del ejemplo, precioso: Jean-Pierre Faye, un viejo telqueliano enemistado con Derrida, vive en el departamento que fue de André Gide en la calle Vaneau; al entrar al estudio, Peeters observa impresionado la biblioteca; no los libros de Faye, sino los biográficos anaqueles que fueron de André Gide.

A la busca del dato que pueda cerrar una frase, un capítulo o una época, o del hallazgo que pueda abrir una frase, un capítulo o una época, a la busca de los dichos que alegren, aún en el fiasco, sus cuadernos de biógrafo, Peteers va de bar en bar, de restaurante en restaurante, llevado, como escribe Pierre Michon por “la pasión de la contingencia”:  un restaurante casi vacío de la calle Linné y otro italiano sobre la misma calle; Les Bookinistes; Les Éditeurs, cerca del Odéon; el chato y tranquilo del hotel Holiday Inn; otro tranquilo, casi bucólico; el Claude Coillot de la calle Blancs-Manteaux; Le Bamboche, de la calle Babylone; el Petit Zinc, en Saint-Germain-des-Prés; el Nemours, cerca de la Comédie Française; el bar del hotel Montalembert; el del Holiday Inn de la Place de la République; un café de la Place Gambetta y otro de la Île Saint-Louis; Le Rostand y el muy visitado Beaubourg; el Lutetia que Derrida apreciaba.

Se podría hacer un plano de los trayectos de Peeters, durante los tres años con Derrida. Y no solo en Francia sino también en los Estados Unidos, Brasil, Bruselas, Tailandia, Camboya, Cuba, las islas Seychelles, Italia… Desde la Abadía de Ardenne, en Normandía, donde “empiezan las cosas serias”, el primer contacto con los archivos del aurático IMEC, Institut Mémoires de l´Édition Contemporaine (aquí se puede ver la hermosa Abadía y su interior, que guarda no solo los de Derrida sino también los de Althusser, Foucault, Barthes), hasta una casa perdida en una isla perdida en Maine para visitar al crítico Hillis Miller, y cenar en un restaurante típico tanto o más ineludible que la entrevista. Un historial minucioso de ubicaciones, como el timeline que Google Maps envía cada mes para recordarnos dónde estuvimos, en qué región, en qué ciudad, en qué sitio, y en qué fecha, cuántos kilómetros y qué porcentaje del melancólico perímetro terrestre recorrimos (como biógrafo de Derrida, Peeters ha dado la vuelta al mundo en menos de ochenta días).

¿Existirían esos restaurantes, bares y cafés, las calles, los almuerzos y las cenas, el bogavante y el pastel de arándanos de Maine (las palabras homard, myrtilles y Maine), la calma perfecta de la Abadía de Ardenne, los anaqueles de André Guide, el avión que toma Peeters desde París hacia Irvine y el que tomaba Derrida; existiría este mapeo escrupuloso sin los Cuadernos de un biógrafo? ¿Existirían los retratos de los testigos, las instantáneas que los hacen vivir en el breve matiz de sus declaraciones y aún en la deriva virtual que, con fortuna, esas declaraciones tendrán en la biografía, existiría en el cifrado máximo del secreto la ausencia de Sylviane Agacinski? La respuesta retórica a preguntas retóricas es exclamativa: ¡desde luego que no! Ese mapa virtual del biógrafo, trazado gracias a los registros de sus cuadernos, tendría la amplitud panorámica y la precisión puntual de la investigación, y daría una idea muy gráfica, muy desmesurada pero a la vez muy concreta de su trabajo: el número de testimonios tomados y archivos consultados (incluidas las lecturas de vacaciones) y los viajes para llegar a ellos, en una red de enlaces sugestiva, de la que el biógrafo debió, puesto a escribir la vida de Derrida, disimular los agujeros. Sobre todo uno, frustrante, el que corta varios hilos de esa red, “el asunto delicado” con Sylviane Agacinski.

 A pesar de la insistencia postal de Peeters, Sylviane -amante de Derrida, madre de Daniel Agacinski, el hijo no reconocido- le niega una y otra vez una entrevista. “El silencio de Sylviane -escribe Peeters- es para mí como un aguijón, una incitación a buscar más allá de los hechos. Esa falta, que en ciertos puntos me obsesiona, es como una metáfora de lo incompletable de toda biografía”. En un vaivén neurótico que va de la abundancia oceánica de materiales a la falta que los menoscaba radicalmente, el biógrafo inconcluso mide sus grados de tentativa y le da otro envite a su pesquisa. “Con su silencio -recalca Peeters-, ella convierte su relación en enigma -y al biógrafo en un detective (dispuesto a meter la nariz en el asunto)”.

No hay cuestión biográfica que Peeters no toque ni experimente en estos Cuadernos extraordinarios -el trato con los archivos, los modos de abordar una galaxia de documentos tanto institucionales como privados (correspondencias, manuscritos, fotos, películas); la busca y el valor de  los testigos (a quién entrevistar, por qué, cómo encarar la charla,  cómo registrarla); el corpus de lecturas (qué leer y releer, qué descartar, ¡qué necesario es descartar!); la estructuración del relato (los capítulos, las etapas, la cronología, la discontinuidad, el tematismo); los tipos de biografía (la biografía-ensayo, la factual, la testimonial, la documental, la novelada, la demoledora, la intelectual, la deconstruida…), los muy probables problemas jurídicos; los honorarios, la financiación del proyecto. Y no porque traiga las soluciones en un vademécum del género, sino porque la escritura del diario, la soltura de su artificio, le permite enunciar cuestión tras cuestión cuando estas aparecen. En qué otra dimensión, que no sea la de ese cuando, es decir, que no sea la del diario, es posible pegar el momento a la escritura, el presente a la vivencia, para gestionar el arrojo creativo de los hallazgos, las vacilaciones, los obstáculos del biógrafo -uno, aquí, en la gloria de la contingencia: la caligrafía de Derrida es “ilegible”-.

Alberto Giordano lo dice muy bien en “Apuntes sobre la ética del biógrafo”, el ensayo que prologa esta edición argentina de Tres años con Derrida: “Peeters esboza una teoría fragmentaria de la escritura biográfica a partir de los interrogantes que le va planteando su práctica de biógrafo amateur diariamente”. El riguroso presente continuo que usa Giordano, y que yo subrayo, es aquí tan ilusorio como necesario, imprime al tiempo de los hechos el tiempo de la escritura, la vigencia plena del registro en el vórtice del diario. Porque el amateurismo no menoscaba el celo metódico de esa teoría fragmentaria, al contrario, la hace palpitar en sus avances. De hecho, años después, al momento de definir la vida menos como un flujo continuo que como un contrapunto, en una nota al pie de Paul Valery. Tenter de vivre el mismo Peeters remitirá a sus Cuadernos, al magnífico diario de la experiencia y el método: “Los lectores interesados en estas cuestiones de método pueden consultar mi libro Tres años con Derrida. Los cuadernos de un biógrafo”.

Si bien en la brevísima introducción Peeters afirma que su libro “esboza el vínculo intenso y extraño que se establece entre biógrafo y biografiado”, en realidad, el vínculo intenso y extraño Peeters lo tiene, antes que con Derrida, con la biografía e, incluso, más con sí mismo como biógrafo-en-proceso que con su sujet, dicho en sus varios sentidos franceses. Durante la conversación que Peeters tiene con la editora de Flammarion el 23 de agosto de 2007, aparecen, en el orden muy concreto de los hechos, primero, la biografía tout court, “una nueva biografía”; luego una tirada de nombres; y recién por último, el del filósofo aleatorio y ventajoso.

Hay en Peeters un “deseo del proyecto” anterior al sujeto que lo encarnará y con el que, desde luego pero después, llegará a fascinarse. La escritura de una biografía viene de suyo al presente de las decisiones pero el biografiado no, el biografiado bien podría haber sido otro. El Cuaderno cuenta ese estatus condicional en su primera entrada: podría haber sido Jerôme Lindon (pero tiene una hija inabordable) o Roland Barthes (pero ya alguien se adelantó) o Jean-Luc Godard (pero carga el percance de estar vivo). El nombre de Jacques Derrida surge como un término más de esa lista. Y resulta providencial porque cumple con los requisitos básicos de la investigación: que un archivo esté en el IMEC, que testigos aún vivan y que no haya a la fecha otra biografía en marcha (a la fecha, porque en el transcurso de las tareas el Cuaderno también apuntará los movimientos del rival). De modo que, de movida, no se trata tanto del biógrafo y el biografiado, sociedad cardinal en las vidas de terceros declinadas en primera persona, sino del biógrafo y su biografía, del biógrafo y el deseo de asentar su trance biográfico vívido y singular. En la  séptima entrada al diario, el 30 de agosto de 2017, Peeters escribe: “Esta mañana se me ha ocurrido una nueva idea. Escribir el ‘diario de una biografía’, desde la primera idea hasta el manuscrito definitivo. Y hacer con ello un libro que saldrá al mismo tiempo que la biografía misma”.

El 18 de junio último, en la presentación de estos Cuadernos por la plataforma zoom, Patricio Fontana le dio una vuelta a las cosas para ponerlas en su lugar. Afirmó que, en realidad, “el diario de la biografía” es el libro principal y “la biografía misma”, el subsidiario; que Derrida resulta el pretexto, enjundioso pero pretexto al fin, para poder publicar el registro de los tres años junto a él; que el enorme potencial del proceso se impone al resultado. El hecho de que Peeters le haya exigido a la editorial Flammarion que ambos libros salgan en simultáneo, como un tándem performático, abona esta idea impecable de Fontana y también las preferencias de varios lectores argentinos.

También me enteré por Patricio Fontana en la misma presentación que Marguerite Derrida había muerto de coronavirus el 21 de marzo. La noticia me impactó de las varias maneras esperables, pandémicas y derrideanas, pero fue otro link el que primó sobre ellas.

A la muerte de su amigo Arnaldo Calveyra, Miguel Ángel Petrecca se pregunta cuánto de Carlos Mastronardi se murió con él. Calveyra es quizá el último testigo vivo de Mastronardi en vida y lo ha sido privilegiadamente, bajo la sigla A, en la biografía breve que Petrecca escribió sobre Mastronardi. Como biógrafo de Mastronardi y como amigo de Calveyra, Petrecca pena por partida doble. Porque solo él puede imaginar cuánto muere del muerto en la muerte de su testigo, cuánto y cómo muere Mastronardi en la muerte de Calveyra. Acá la cita:  “Por alguna razón que no podía entender del todo, la muerte de A me entristecía menos que la idea de que, con esa muerte, era el mismo Mastronardi el que terminaba de morirse definitivamente”.

Hice un rastreo en Google para chequear si Benoît Peeters había comentado la muerte de Marguerite, una testigo tan necesaria y privilegiada que sin ella no hay Derrida. Hasta donde pude ver, lo hizo solo en las redes sociales: “Me entero con gran tristeza de la muerte de Marguerite Derrida. Una mujer maravillosa que se convirtió en una amiga”. Es probable que, como la de Petrecca, la gran tristeza de Peeters sea también por partida doble. Que sufra como amigo y como biógrafo. Que la muerte de Marguerite sea, para él, también la de Derrida.

 

(Actualización mayo – agosto 2020/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646