diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Acá somos dos que escribimos, dibujamos, hacemos música, pensamos, leemos, vemos películas viejas, escuchamos jazz, rock, clásica, experimental, contemporánea, antigua, cocinamos, damos de comer a los animales, sacamos a pasear a la perra, discutimos, dormimos, sufrimos insomnio, reímos a carcajadas, lloramos a veces, nos duelen los huesos, nos duelen otras cosas, nos queremos, extrañamos, nos extrañamos, tenemos ganas, nos desganamos, vamos, vamos, vamos. Ahora todo esto, que parecía la vida, cambia de significado, se choca consigo mismo, se comprueba y parece que es, es eso que es, pero no: ya no lo es, el futuro quedó en suspenso, no sabemos hasta cuándo. La vida sigue, entonces, como una maqueta de lo que fue, se mueve pero paredes dentro de paredes invisibles. No intentamos atravesarlas, sabemos que no podemos, aun cuando nos pongamos a observar el horizonte (ahí está) y con la vista comprobemos que allá a lo lejos existe algo. Ese algo, que seguro hay, no se puede alcanzar: eso que existe, si existe, es ficción.
La fantasía alrededor de una ficción, o una cadena de ficciones que, toda junta, puesta en valor, esa totalidad compuesta de bloques, es lo que llamamos “obra”. ¿Qué quiere decir aquello que se escribió de a partes, por etapas, en sucesión o en paralelo? ¿Qué es lo que oculta? ¿Qué muestra y qué no? ¿Qué está, ahí, en el núcleo mismo, que no vemos? Esa fantasía, generada por un equívoco o deslumbramiento que pone a les poetas y escritorxs en el lugar de dioses, es la que mueve el cuento “La figura en la alfombra”, de Henry James. Lo leímos en inglés y en voz alta, oyendo al mismo tiempo un audiolibro, como parte de las lecciones de inglés que Ana me da. El texto del audiolibro, si bien era el mismo, tenía diferencias de léxico bastante notorias con respecto al que nosotros seguíamos, en nuestro tomo de sus cuentos completos 1892-1898[1] (versiones definitivas). James era un corrector obsesivo y cada reedición de sus libros incluía cambios con respecto a sus precedentes. Quienes hemos escrito en la época que, en forma abrupta, acaba de concluir, y hemos publicado casi todo lo que pudimos en editoriales independientes, sellos pequeños (o incluso grandes, pero nosotros no éramos... ¡comerciales!), no hemos tenido, en su mayoría, la oportunidad de corregir (y aumentar, o reducir) segundas o terceras ediciones de nuestros libros porque, o la primera no se agotaba, o si sucedía, la editorial no reeditaba o, muy probable, ya no existía. A mí me sucedió que pude corregir una tercera edición de El Águila (la segunda fue publicada sin intervención de mi parte por Página 12, un negocio entre Libros del Quirquincho, a quienes les había vendido los derechos, y el periódico). Me di el gusto de revisar, y cambiar frases, palabras, alguna puntuación. Al pedo: la colección que lo publicó cerró y la editorial hizo como que distribuyó pero no vendió un sólo ejemplar, que jamás me enviaron. Ahora que no hay futuro, y todo es presente absoluto, la obra de James parece de otro planeta. Enorme, se proyectó hasta nuestros días, a fuerza de libros, muchos libros, libros que pesaban y ocupaban estantes y de este modo la ley de la gravedad adquiría pleno sentido: la literatura se palpaba. Pero en “La figura en la alfombra”, y en otros cuentos, James se ocupa de un tema que es recurrente en nuestra especie: no podemos creer que los portentos (libros, en este caso), sean obra de seres humanos como nos. Es pensamiento mágico: el libro lo escribió el / la escritora / escritor, pero el escritor no puede ser vos o yo. Y si llegásemos a atravesar este muro de incredulidad, enseguida nos encontramos con otro: la obra tiene que decir una verdad, y si no la dice, la oculta. Si avanzamos un poco más, y nos creemos críticos, y con esta creencia ejercemos la crítica literaria, y asumimos este equívoco como cierto, muy pronto llegaremos al nudo del error: la convicción de que un texto es su autor, su proyección, y de ahí, rodamos directo hasta caer de espaldas sobre la idea de que hay un sentido último en cada obra, cuya construcción es consciente y adrede, pero que el artista-poeta lo oculta. ¿Qué quiso decir? ¿Qué nos perdemos? Con humor negro, James crea una trama alrededor de estos tópicos, y se hace un festín con la vanidad y presunción que campean en los círculos literarios de su época, sobre cuya superficie giran escritores, editores, críticos, prensa (el concepto “superficie” es central). Un editor de un periódico literario envía a un corresponsal a entrevistar a un más o menos famoso autor. Este le insinúa que en todos sus libros hay un secreto, pero no lo revela. Juega con eso, y crea en el corresponsal una obsesión, que transmite a su editor y a una intelectual, que es su prometida y luego su esposa. Al editor, en un viaje a la India, se le hace la luz y cree haber alcanzado la revelación del secreto. Ya de regreso, vuelca su auto y muere. Su esposa, aparente depositaria del secreto, se salva. En el ínterin, el más o menos famoso escritor muere, y también muere en parto la viuda del editor, tras casarse de nuevo con un periodista, rival del corresponsal cuya voz y obsesión relata el cuento. Este pregunta al viudo sobre el secreto. ¿Cuál secreto? No sabía que había un secreto. ¿Cómo? ¿No te dijo? No, nunca dijo. De tal modo, el viudo es contagiado por esa obsesión. Toda la energía, hasta el fin de sus vidas, dedicadas a buscar en el vacío la explicación a algo que es el mismo vacío. Un autor no es la explicación de su obra. Y más al cuete aún es afanarse en encontrarle un sentido último, íntimo, a una literatura con ínfulas, pero superficial, y que significó, significa, ni más ni menos, el corpus denso de la literatura occidental, aquella que engrosó, engrosa, los salones y suplementos literarios, y es generadora de famas, éxitos, fortunas, que se construyen alrededor del vacío. Varios de los grandes cuentos de James se ocupan de este mundo, obras maestras de la observación, como “La muerte del León” (1894), precedente directo de “Pálido fuego”, de Nabokov, aunque el ruso haya afirmado que, como corresponde, nunca leyó un libro de James, salvo una antología barata de sus cuentos.
Hoy / hoy / hoy, con el futuro suspendido, de pronto el vacío viene a ocupar todos los espacios. El vacío y sus imágenes son el nuevo sólido. Un sucedáneo, como aquella literatura occidental, pesada y vacua, con sus escritores y satélites, instituciones y espejismos, que James, con genio, supo retratar.
[1] The figure in the carpet, en Henry James, Complete Stories (1892-1898), edición de David Bromvich yJohn Hollander, The Library Of America, New York, 1996.
(Actualización mayo – agosto 2020/ BazarAmericano)