diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

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Diseño

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Impresiones arbóreas
El Tilo, de César Aira, Rosario, Beatriz Viterbo, 2005.

Desde mi balcón sólo se ven tres esquinas. La agencia de turismo en una, la panadería en otra, y en la tercera la pinturería. La cuarta no se ve porque el balcón está ensimismado sobre ella: es un tema de perspectiva, pero está ahí. En realidad miento: de esta esquina se ve la copa de un árbol. Qué árbol será, qué especie. La avenida tiene, sobre la plaza, a dos cuadras, una hilera de tilos. Pero este árbol no es un tilo. Hace unos días, bajé, toqué sus hojas, pero no me hice esta pregunta.

A veces nos acontece, cuando leemos, el sentimiento extraño de haber vivido lo que está frente a nosotros: ¡sí, esto es así! ¡pero qué bien! ¡tiene razón! Es un brevísimo instante en que lo leído se identifica con lo vivido, como si el libro (nos) hablara. Si ese instante se profundiza y deja una marca, sucede el punctum, ese pinchazo inexplicable que transforma lo leído en una experiencia íntima e intransmisible; una especie de epifanía, donde la letra literalmente ilumina, por el solo efecto de la lectura, lo que hasta entonces se mantenía invisible en la oscuridad. Exactamente eso me pasó con El Tilo, de César Aira, y con el tiempo advertí que no sólo me había sucedido a mí, sino también a otros lectores que, por vivir o por estar de paso, conocen (de distintos modos, pero conocen) los pueblos del sur de la provincia de Buenos Aires. Quiero decir: largas noches jugando en la vereda iluminados por la masa inquieta de mosquitos y polillas sobre los postes de alumbrado público. Eran tantos los cambios de horario, que un mes anochecía a las ocho de la noche, y otro, a las diez. Lo que nunca cambió, sin embargo, fue la llegada de lo que Aira llama “el hada eléctrica”, un hecho inexplicable en la infancia, en el que justo antes de anochecer, cuando el sol está a punto de esconderse, el alumbrado público del pueblo se despierta y uno puede ver las calles prendiéndose una a una, hasta el horizonte último donde termina el pueblo, seis cuadras más arriba. También quería decir: la blancura de los palacios municipales de Salamone, desperdigados por el sur de la pampa bonaerense, una blancura fulgurante, de domingos de primavera y de tardes de verano, que hace entrecerrar los ojos con tedio. Y aún más: una variación verbal que atraviesa toda la obra de Aira, y que no aparece sólo en El Tilo, una variación verbal extraída de las voces de los pueblos de provincia: “debe de ser…”, “debe de haber tenido…”, “deben de haber llegado…”. Si la gramática condena el dequeísmo, el agregar la preposición “de” cuando no es requerida, acá (si bien no estamos estrictamente ante un caso de dequeísmo) el “de” se interpone con su fuerza vital en todas las acciones. Así, “debe ser” es “debe de ser”, como si eso otorgara un nuevo sentido y diera un perfil más barroco y elegante a la acción. Debió de ser todo eso lo que me pinchó en la lectura, y me hizo pensar que, de todos los perfiles de escritor proyectados en Aira, éste es el que más me gusta.

Hasta acá sólo hablé del gusto, y esbocé el relato de una experiencia de lectura que se identifica cercanamente con el Pringles de El Tilo. Sin embargo, creer que ese Pringles es el preciso y auténtico Pringles es sólo una ilusión. Si en este libro, el árbol del pueblo es el tilo de la plaza, el “Tilo Monstruo”, del que el padre se sirve para contrarrestar el insomnio, en otros libros, esa referencia pierde su lugar. Por ejemplo, en Cómo me reí, no es posible hablar de un árbol, sino de muchos: la casa familiar comprende un bosque con miles de especies diversas. Y en Tres historias pringlenses:

Allí la Luna había quedado atrás del árbol gigante de lo de Perrier, un enorme triángulo negro que subía hasta el cielo. Era el árbol más grande de Pringles, y el objeto más grande que yo hubiera visto, porque era más alto que cualquier casa del pueblo, alrededor del cual no había montañas.

Estas variaciones no dan cuenta de una incomunicación en la red de obras de Aira, sino que confirman, en verdad, que sostener y anclar la lectura en la realidad como fondo empírico es un trabajo que acaba por reducir la potencialidad de los textos. Aira no se equivoca ni se olvida, sino que se rige por un mandato que atraviesa toda su literatura, al menos visible para mí desde Moreira, donde el personaje de Julián Andrade dice que “la literatura lo da güelta todo”. Con el impulso de una continuidad, esta idea se reescribe en El Tilo cuando la voz del padre se alza para decir, como puede, con sus palabras, que los escritores viven la vida al revés.

Para entender mejor esta idea, podemos detenernos en una inflexión distinta a la de la literatura de Aira. Por ejemplo, uno podría notar que en La balada del álamo carolina, de Haroldo Conti, hay una decisión ostensible de narrar los episodios de la infancia en Chacabuco y (ficción más, ficción menos) la narración se articula como un registro de ello, como un dispositivo de recuerdo: cuanto más precisas las descripciones reales de los objetos, cuanto más emociones cargadas se posen sobre ellos y sobre la gente que los utiliza y habita, cuanto menos se pierda en los abismos de la memoria, el relato se hace más palpable. En efecto, hace poco menos de un año, un equipo de filmación marplatense interesado en la obra de Conti almorzó en la casa en la que se ambienta “Mi madre andaba en la luz”. Allí vieron con sus propios ojos la cocina Carelli y las quemaduras de cigarrillo en la punta de la mesa, tal como se precisan en la historia. También vieron por sí mismos el álamo carolina, perdido al final de un camino y embestido por el viento. Entonces, se puede rastrear un realismo material (y agrego: sentimental) en Haroldo Conti, pero no en César Aira, porque en su Pringles, ¿cuál es el verdadero árbol? Todos, y ninguno a la vez. No hay en su obra un anclaje directo en la realidad, sino un registro imaginario de ella, que se crea y se recrea en las sucesivas representaciones, en esa serie de ficciones autobiográficas, en lo que Sandra Contreras llama las vueltas del autor-narrador sobre sí mismo.

El libro comienza con una descripción del “Tilo Monstruo”, ubicado en la plaza principal de Pringles, al que el padre del narrador acude en busca de florcitas para luego secarlas y tomarlas por las noches, después de la cena. Resalta entre los otros miles de tilos por ser “enorme”, “venerable”, “una aberración, pero grandiosa, con la majestad exótica de lo único e irrepetible”.  En esta primera aproximación se justifica su nombre: una presencia que se yergue, aberrante y venerable a la vez, única, ante la vista del niño que alguna vez fue el narrador. Pero en seguida esa presencia se reconstituye en ausencia: una noche es echado abajo en un acto de odio político, y sólo queda de él el sonido del hacha que, incesante, se repite (tam, tam, tam…) a lo largo de toda la vida del personaje, como en esos versos de Philip Larkin que afirman que “el tiempo es el eco de un hacha / en el interior de un bosque”.

Esta es la historia: una patrulla perseguía al Niño Peronista, que se refugió en la copa del tilo, que finalmente fue derribado. “Ese niño de mi edad, de mi época, con el que puedo identificarme plenamente” –dice Aira– no es más que el signo de una generación, la que vivió su infancia en los albores de la Revolución Libertadora. Se trata, a su modo, de una reapropiación del Niño Proletario de Osvaldo Lamborghini, también perseguido violentamente (y aún más) por sus detractores pequeño-burgueses. Pero llamativamente, en el caso de El Tilo, la apropiación está dada por una inversión del signo: la banda de fanáticos furiosos que persiguen al Niño Peronista es un comando de la Resistencia peronista encabezado por el colchonero Ciancio. En este punto se empieza a vislumbrar cómo se escribe la vida al revés: no es un comando antiperonista el encargado de voltear el árbol, sino un grupo del mismo signo político que el Niño Peronista. Es aquí donde Aira establece una analogía entre este personaje y Sambo, el pequeño negrito que, en la versión de El Tilo, trata de un niño que se refugia de unos tigres en lo alto de un árbol hasta que por algún designio se convierten en crema. Lo que entonces se escribe como prueba última de verdad es que el Niño Peronista es el símbolo generacional del narrador porque, como él, debía tener el libro de Sambo, muy popular en la literatura infantil del momento, y a su vez hacía realidad la fábula al trepar al Tilo Monstruo. En esa realización imaginaria, analógica, la metáfora espacial se altera y la literatura termina por darlo vuelta todo: “¿Acaso a los antiperonistas no los llamaban ‘gorilas’? ¿Y los gorilas no anidan en los árboles?”. Se trata, en efecto, de la visión del mundo al revés, donde peronistas y antiperonistas invierten sus ubicaciones.

Si Facundo, el tigre de los Llanos, y Sambo, el pequeño negrito, lograban por distintos métodos vencer a los tigres que los acechaban, el Niño Peronista encuentra el fin de su leyenda en esta inversión a la que es sometido. Por un lado, la leyenda tendrá su correlato genético en las familias obreras pringlenses. Por otro, significará una proscripción en la vida del pueblo que dejará entrever la proscripción histórica iniciada por la Revolución Libertadora. Y finalmente, tendrá el carácter de acontecimiento singular en la vida del narrador: “Envueltos en el prestigio de la leyenda, adornados, deformados, esos hechos pasaron en la realidad (…) y yo estuve ahí, sino en la copa del árbol sí en esos días, en ese pueblo, en ese mundo que hoy está tan lejos. Toda mi vida se tiñó de ese color irreal de fábula; nunca más pude hacer pie en la realidad”.

¿Cómo se proyecta la vida al revés? Como las escrituras antiguas, de derecha a izquierda. Según el libro de Daniel, una noche en que el rey Baltasar de Babilonia realizaba un banquete, en el que todos habían bebido en los vasos sagrados del templo de Jerusalén, un eidolon, una mano en el aire (la de Dios), se presentó ante el rey y escribió en la pared del palacio: Mane Thecel Fares (con esta grafía, según Aira). El mensaje, que por su naturaleza desconocida ningún adivino babilonio pudo descifrar, predestinaba que el reino de Baltasar sería arrasado por los persas. Así, como un nuevo Mane Thecel Fares, se muestra ante ese niño Aira la vida al revés. Es importante que hagamos una distinción: en El Tilo, el mundo al revés son los hechos y objetos narrados, y la vida al revés su escritura, su representación, la visión, la visio. En el estudio contable de Velázquez, donde el narrador dice haber leído un libro por primera vez, el mensaje prohibido (aquello que por la proscripción nadie puede nombrar) se exhibe ante sus ojos. Habían pintado la vidriera del local con esa pintura blanca que se usa para impedir la visión desde afuera. Los pequeños amigos de Aira habían entrado para escribir toda clase de obscenidades, nombres y garabatos. Cuando el contador Velázquez lo nota, reprime a Aira, que piensa que han escrito tontamente COGER. Pero lo que se imprime ante sus ojos es la Historia: “sobre la madera oscura del mostrador, justo frente a mí, apareció una palabra, en gruesas letras rosadas: PERÓN. Alucinatoria, hechizante, tan real como podía serlo, aunque me pareció imposible (…) escrita con un pincel de luz”. Esa es la palabra por la que en verdad lo había retado el contador. Mirada desde adentro, había que hacer un esfuerzo para leerla, porque estaba escrita al revés intencionalmente, con el fin de que pueda leerse al derecho desde afuera. En ese sentido, la escritura de la palabra “PERÓN”, iluminada por la luz de la tarde, es una pequeña operatoria que funciona como alegoría de la escritura del libro: la vida al revés. Como los adivinos del rey Baltasar, Aira observa esas letras dadas vuelta como un mensaje real pero imposible (¿no es esta la naturaleza invertida de lo divino para los creyentes?). El sentido de esa palabra se comprende por su valor histórico: allí donde no puede nombrarse, “como si abriera un abismo”, “PERÓN” se cuela en el tren de la Historia, se filtra en las sombras de la vidriera. Una vidriera que estaba frente a la casa del narrador. Una casa donde después del golpe de Estado, “nunca se volvió a hablar del pasado”. Un pasado donde el padre es el encargado de prender las luces del pueblo, de prender la máquina del “hada eléctrica”, puesto político que gana por su lealtad al partido y que, tras la Revolución Libertadora, pierde. Pérdida que lo deja sumido en un silencio discreto, sujeto a un nerviosismo que le hace ganar los apodos de “Lechervida” o “Cables pelados”. A partir de aquí podemos marcar dos curiosidades: la primera es que la palabra “PERÓN” aparece pintada “con un pincel de luz” frente a la casa de un electricista, viejo encargado del alumbrado público. La segunda es que, en ese mismo estudio contable, un cliente le pregunta a Aira si es el hijo del Tilo. Esto aporta otra denominación al personaje del padre: ¿por qué, si es un hombre nervioso, le dicen así? ¿no es esto el mundo al revés? ¿sólo le dicen así porque va a buscar hojas al Tilo? Aira recrea el viejo problema de las palabras y las cosas: “por qué de paraíso la rama y no de mora o algarrobo / si no hay nada, en vaya a saber cuánto a la redonda, / capaz de responder por ese nombre”.

Decíamos que a partir del 1955, cuando pierde su trabajo como electricista municipal, el padre adquiere un silencio implacable y, en simultáneo, un nerviosismo iracundo: “Lo que perjudicó a mi padre fue que a partir de entonces empezó a correr la Historia y él se quedó atrás”. Por el contrario, la madre deviene un personaje que se vuelve virulentamente antiperonista, con un antiperonismo que prolifera en discursos y monólogos. Es una especie de encanto por el que el padre está sumido en un mutismo y por el que la madre habla largamente, como si a diferencia de su esposo “no se hubiera quedado atrás”. Pero una tarde el hechizo se rompe, cuando en la emisión radial pasan Yerma, de Federico García Lorca. Al finalizar, la madre se atolondra, quiere expresar lo que siente y no puede (“estaba llena de palabras”), mientras que su padre, meditabundo, comienza a hablar. En este episodio hay otra inversión: Yerma, como expresión de la alta cultura, es emitido en un canal donde pasan radionovelas de raigambre popular. De ahí que la madre se quede sin habla, porque concibe en Yerma la expresión de la “cultura de verdad”, aquella que sería capaz de aplastar la cultura peronista. El padre comienza a elaborar una teoría con dificultad, una teoría sobre la escritura, que rápidamente es censurada por su esposa: “La vida al revés. Eso es. El escritor tiene que vivir la vida al revés”. En este episodio vemos concentrarse primitivamente la esencia de la novela: el pensamiento teórico (y práctico, en tanto se escribe) en torno a un modo de representación realista.

Para terminar, quisiera detenerme en la última escena del libro. Una mañana de domingo, el niño de diez u once años se dirige a la Plaza de Pringles, en el día de la inauguración del Monumento a la Madre. Es preciso decir que El Tilo se escribe desde un presente que mira hacia el pasado, en lo que pudiera ser la modalidad imperante del recuerdo. En este momento final, el pasado se representa, doblemente, con una escena en miniatura (“el pequeño episodio, hasta el más minúsculo e insignificante, está hecho de episodios más pequeños”, dice Aira en Cómo me reí). El niño de diez u once años siente ya haber estado ahí –un acontecimiento singular absolutamente borgeano–, en esa plaza, con esos tilos, esos bancos y esos pisos diseñados por el arquitecto Francisco Salamone. Recuerda, el pequeño Aira, que visitaba ese lugar recurrentemente durante los años felices de su padre, los años de su trabajo como electricista municipal, seguramente los domingos por la mañana. Es una escena en miniatura literalmente: el Aira de diez años, decidido a “recuperar aquel viejo yo”  recuerda al Aira de no más de tres años, un niño híbrido, hijo de un hombre de clase baja y de una mujer de clase media, lo que en la demografía de Pringles podía significar el más potencial desperfecto de la Naturaleza como expresión de la Historia, un niño que comparte una genética legendaria con el Tilo echado abajo, el Tilo del pasado: “Del vientre de mi madre podía salir cualquier cosa, por ejemplo un monstruo”. La escritura de la novela se recrea a sí misma en pequeña escala, y el artificio y la trama se encuentran para crear, en definitiva, como ya lo hubiera hecho la ambición salamónica, un Estilo. Es el Tilo, ya ausente, el que tracciona hacia el pasado y vuelve a erguirse, impulso de una escritura, Estilo en sí mismo, para que el padre vuelva a servirse de sus hojas.  

 

 

(Paréntesis. Digresión en las impresiones del reseñador.

 

Para entender mejor los efectos de la Revolución Libertadora en los pueblos del sur de la provincia de Buenos Aires, véanse las actas conmemorativas del Hospital Municipal de Tapal. Abierto a la comunidad en 1939, fue presidido por un doctor y político de renombre que se mantuvo en su cargo hasta 1946, año en el que renunció. La nómina de directores vuelve a mostrar su nombre en el año 1955. Después de lidiar algunas noches con la divinidad benévola y maligna del Sueño, yo también acudí al Tilo Monstruo, pero en formato de saquitos de té. No me produjo nada, ni sopor ni exaltación. Un efecto aireano, dirán. Los versos citados “por qué de paraíso la rama…” provienen del libro Pedregal, de Gustavo Sánchez. El encargado del edificio me contó que por una disposición municipal toda la avenida está plantada de tilos, y el árbol de la esquina no es una excepción).

 

(Actualización mayo – junio 2020/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646