diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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La oportunidad de encontrar este hilo
Late un corazón, de I Acevedo, Buenos Aires, Rosa Iceberg, 2018 y El hombre dinero, de Mario Bellatin, Montevideo, Criatura Editora, 2013.

Hará dos años leí Los sorrentinos y amé a Chiche, ese personaje caprichoso, inteligente y ácido que construyó con gracia Virginia Higa; lo amé porque compartía con él una fantasía: la de una catástrofe que nos obligara a estar encerradxs por algunos días comiendo cosas ricas, tomando té y mirando películas o leyendo. Pero ya se sabe, del proverbio chino al tarotista de acá a la vuelta, todes dicen: cuidado con lo que deseás. Esta cuarentena es y no es una catástrofe, es la que está por ser todo el tiempo, la que nos llega de lejos, la que tememos con inminencia. Esta cuarentena me encuentra con una bebé de meses en casa, creciendo con ella aceleradamente y leyendo así también, con una mano que hace de upa y otra en un libro. Interrumpida, velocísima, y con muchos libros por todas partes del departamento, así se ha vuelto mi forma de leer; no importa lo pequeño que sea, el momento de la teta puede llegar en cualquier rincón y es lindo tener un libro a mano cuando los minutos se alargan. Leer es, un poco más que antes, una experiencia física; recuerdo pasajes que me gustaron por la posición en la que me encontraba, o si tuve que cerrar el libro para reacomodarme, o calmar un llanto. Incluso libros que tuve que abandonar porque el estremecimiento que me producían me incomodaba; lo sentía pasando de cuerpo a cuerpo. Tengo la sensación de hacerlo casi sin reposo, como si caminara mientras tanto. Leo en La sociedad del cansancio que el estado multitask de la vida hiperproductiva es un estado de regresión animal, porque son los animales los que no pueden orientar su atención a un solo objeto, puesto que deben cuidarse de sus depredadores, y eso les impide contemplar, sin más; la comparación es moralizante y lineal, no va mucho más allá de los discursos que se regodean en que la humanidad se ha vuelto salvaje, pero me quedo con una imagen, si las madres nos volvemos un poco más mamíferas, arrastramos esa animalidad a la lectura.

Desde que empezó el confinamiento –me gusta esa palabra dramática; estar confinada es como decir que una está lejos, en el fin del mundo, y creo que nos sentimos un poco así–, diría que leí muchas cosas, y muchas cosas las revoleé, enojada, porque no me gustaban del todo y sentía que les regalaba un tiempo escaso. Es absurdo ese enojo, y me pregunto qué quería que pasara en ese encuentro con un libro. No lo sé muy bien, pero elijo quedarme con El hombre dinero de Mario Bellatin y Late un corazón de I Acevedo, tal vez porque recuerdo la sensación de descanso mientras los leía. Late un corazón es un cuento de amor, uno y único, aunque haya muchos amores, porque de lo que se trata es de encontrar una lengua que sea tan transparente, tan expuesta, y desvergonzada como para crear un Ministerio de los Sentimientos.

Me detengo, sin embargo, en las cosas que me llaman a la identificación; eso me hace pensar que en las catástrofes nuestra experiencia se hace un poco más pobre, y es difícil salir de lo que nos otorga identidad, queremos reconocernos, que lo que sucede hable de una, encontrarnos en la voz de otre abriéndonos a codazos en su singularidad para pescar lo propio que muchas veces cae como un martillo sobre la fragilidad de lo diverso. Me prendo de ese pasaje en el que habla del hijo, Gregorio, cuando cuenta que se cayó, que caminan por la calle, o lo que él le dice; cuando habla del afuera, en frases sencillas como salí y agarré la campera… pienso, ¿cómo es posible volver sobre esos movimientos con ligereza?, ¿volveremos a decir, así, “salgo”, tomando una campera y las llaves, y simplemente, así, salir? Me detengo en la observación de que al pequeño Greg lo golpean carteras y codos al caminar por la calle; cuando I habla del último registro de feminidad en su cuerpo, que dejó caer, tirada en el piso llorando después del 8A, con su tapado blanco embarrado. ¿Son esas imágenes posibles? Codos amuchados, carteras golpeándose, tirarse al suelo a llorar, ¡nada menos! Habla de paseos en bicicleta, silbando, y abunda una imagen recurrente: la posibilidad de morir en una balacera iniciada en la joyería frente a su departamento, aunque lo más próximo que haya estado a la joyería fuera para tomar una foto a Naty Menstrual en una oportunidad. Casi todas esas imágenes me conmueven con la fuerza del pasado. Pero no es ahí donde hace pie I, claro, sino el cuerpo confinado.

Vaya una forma de pasaje: “permanezco acá sentada, hace más de tres horas, no haciendo otra cosa que estar acá: no ordenando la casa, no limpiando (como me ordenó una bruja; que no trabaje de noche y coma cereales, a lo cual hago caso tomando cerveza, que proviene del cereal, y haciendo algo “creativo” en vez de lavar los platos como me recomendó)”. Qué desafío esto de no hacer otra cosa que estar acá con tanto llamado a aprovechar el tiempo ahora que lo tenemos para usarlo mejor.

La mayoría de los textos que integran el libro fueron leídos en voz alta, escritos pensando el momento en que verían la luz pública de una reunión antes que una edición: son formas de la declaración, un llamado a la otra que es un llamado a escuchar que, cuanto más directo, menos metafórico, menos discreto y medido sea lo que se cuente acerca de nuestros sentimientos – “¿por qué se supone que es mejor hablar de algo sin decirlo?” – cuanto más explícito sea aquello que queremos decirle a otre, más historias deberemos contar. Todos estos “cuentos”, como los llama I, se alojan en la necesidad de contar todo a la vez, que los sentimientos emerjan sin que las palabras los distancien del deseo, para “mostrar, como un lingote de oro, la belleza de un dato”. Las anécdotas aceleran y desaceleran el ritmo de ese corazón que late y enhebra imágenes como borbotones de recuerdos. Las historias de amor son eso: un montón de anécdotas, encuentros y desencuentros, esperas y fabulaciones para el momento en que alguien le dice a otre, te amo. Pero I, además, hace avanzar ese torbellino de imágenes, acciones, sueños, ideas que se le cruzaron con otras cosas que pasaron ¿o no?, interrumpiendo la anécdota para decirnos lo que está haciendo: “sé que los hilos que conectan estos temas serán muy débiles, y así quiero que sea, porque la causa y el efecto de estos hechos son un artilugio provocado por los cruces de la vida que me parecen relevantes”; “al abordar el papel en blanco lo que sale es algo que no se relaciona con nada de esa fuerza que nos hizo bajar de la cama para agarrar la birome”, “quiero decir algo y que sea literal”. Así, Late un corazón es un cuento de amor con todos los ribetes del amor romántico – cuantificar el tiempo que falta para ver a la chica que le gusta, besar el nombre de la otra, escribir en su nombre, contar las horas desde que se enamoró, leer señales inverosímiles en las redes sociales, evocar la primera imagen como un sueño dorado, montar paisajes bucólicos en dock sud – que le retira al patriarcado el poder sobre la posesión del cuerpo, porque declarar amor es también exponer las formas de un decir. El problema no es el amor expuesto, el amor meloso y cursi que no tiene vergüenza a declararse, el problema es lo que no se dice, y por eso I Acevedo quiere decirlo todo. La historia de una pollera a cuadros, enorme, que se vuelve “inviable” por lo estrafalaria que le queda y es motivo de risa, es el objeto que narra el correr de las horas entre los mensajes con la amada; el cuento “Rosas y Adidas” es una maravillosa reformulación de amor y feminismo sobre el Idioma analítico de John Wilkins, nada tiene menos que ver que las rosas y las zapatillas Adidas, pero están ahí engarzadas como muestras de una clasificación precaria para contar “un hecho que a una persona, en su vida, le hace comprender algo importante”. “Untitled document”, “Doc 1”, “Martes 5 de febrero”, “Bailamos”, se retoman entre sí, “denme la oportunidad de probar a encontrar este hilo”, nos dice; los relatos avanzan porque tienen “algo para decir”, que se cuenta con el ritmo de una cumbia “un tiki ti tiki, tiki ti tiki envolvente, que es el ritmo de las cosas que se desarrollan pasito a paso, sin prisa ni pausa, entregando la seguridad de que la vida sigue, como siempre, desde el origen hasta el fin de los tiempos, como las primeras gotas de lluvia que suenan ahora, pero que van a detenerse pronto, para que la humedad y el calor sigan propiciando la voz de la gilada que se queja del sudor”. Paro acá, porque esa cita encierra mucho de lo que necesitamos, el ritmo, las gotas de lluvia, un poco de paso a paso y la seguridad de que la vida sigue.

El hombre dinero de Mario Bellatin es una suerte de imagen del encierro. Todo sucede en la memoria, o la falta de ella, un sueño y una habitación. Escritura y memoria exploran una hipótesis que es a la vez literaria y financiera, según el decir del mismo Hombre dinero, porque las palabras y los billetes operan como cosas: en el origen solo hay ruinas de algo destruido o arrebatado. La escritura como una forma de “poner en práctica lo que denomino El Sello de la No Memoria” puede estirar al máximo la literalidad de esa hipótesis. De eso se trata el libro, del problema del origen y la posibilidad de que eso que llamamos “sistema”, el sistema de la lengua, el sistema económico, se vuelva materia de creación haciendo de sus elementos piezas concretas antes que partes de un código.

El hombre dinero es un sueño; es lo que sueña el padre del protagonista que nos cuenta la historia. El hombre llegó un día a su departamento y encontró que el dinero comprado, el dinero mal clasificado –“el capital al que el hombre dinero no le había podido hallar todavía ningún motivo para considerarlo de alguna manera”–, el dinero recuperado –“dinero adquirido por medios no habituales” ya que tenía la impresión de que había sido suyo desde siempre y debía recuperarlo como fuera–, el dinero ajeno –aquel que conseguía a un sobreprecio evidente– y el dinero precioso –aquel que había vendido de urgencia y ahora había vuelto bajo su poder–, todo ese museo del billete, que ocupaba enteras las habitaciones de su casa, estaba hecho trizas. Pero el hombre dinero se acostó a dormir sobre la materia informe de papel. Hasta que el gato Jeremías le habló, la heladera habló, la casa toda comenzó a hablar. Ese dinero no tenía, claro, un valor de intercambio sino que era un bien “estático y único”, cada billete resultaba in-intercambiable por otro. Solo era posible clasificarlo, a su vez, en dinero literario cuando portan el rostro de un escritor o personaje, dinero de místicos y dinero antiguo. La escritura del libro funciona, a su vez, como esos billetes coleccionables; en el olvido de su valor de intercambio, también olvida la escritura su relación referencial con las palabras, y entonces repite con variaciones mínimas lo que ya se dijo como si se volviera a poner el objeto ahí.

Cuando nos dice “el dinero se mueve”, Bellatin extrema las posibilidades de performatividad que tiene la escritura: en ese departamento destinado a concentrar todo el dinero físico del mundo, este empieza a moverse y se tritura. El personaje tiene una fantasía, y es que “solo mientras el dinero no circulaba, las cosas podrían seguir funcionando de la manera habitual”. La expresión “el dinero se mueve” vuelve literal la especulación, las cuentas abstractas de multiplicaciones, intereses y ganancias, sin que podamos remitir ese movimiento a una metáfora. Presenta, en todo caso, una escena que tal vez hoy nos resulte un poco más familiar que antes de marzo del 2020: “Después del fin del dinero le esperaba a la humanidad sumergirse en las leyes de un gran casino de juego. (…) Conocía a la perfección aquella teoría de que el dinero es un invento dirigido a los pobres”.

Ahora bien, la destrucción del dinero lo lleva, al hombre, a contar una y otra vez la historia de su padre, según la contaba su madre –asesinada al modo Dostoievsky en ese mismo departamento–, y según la contó él a sus compañeros de escuela. Se habría tratado de un escritor inédito, cuyo único libro consistía en una conversación de chimpancés, y murió como Saint Exupéry, pero como esto le parecía, en su padre, algo triste y opaco, el hombre dinero agregaba que le habían cortado las manos para que nunca más volviera a escribir. Su madre era una usurera que “había desarrollado una cierta aversión a todo tipo de creador”, y en una oportunidad había tomado en forma de empeño la radio de un poeta desesperado a un valor irrisorio para darle una lección: “que la vida no estaba conformada solo por palabras”.

Luego de la destrucción del dinero, el hombre escuchó las palabras “Pedro Páramo” y pensó que su padre se le estaba manifestando. La historia del dinero destruido se vuelve el cuento de un hombre que busca su origen, y pesca al padre en voces ajenas: “Estaba tan embelesado con la posibilidad de haber hallado una identidad sobre su origen, que con bastante rapidez olvidó los mensajes que la casa y anexos trataban de transmitirle. Volvió la mirada a la calle. Parecía seguir contemplando la prueba de que provenía no solo de la usura, sino también del mundo literario”. Así, esa materia informe de billetes resulta la idea más literalmente expuesta de que en el origen solo hay ficciones o un crimen que funda la propiedad privada.

Marqué hace poco, en la tesis de Valeria Sager, algo hermoso sobre cómo leer dos obras sin compararlas, sin buscar nexos o equivalencias, simplemente comenzando por el hueco que hay entre dos líneas paralelas: “hay algo que uno de los elementos dice sobre el otro con el que hace paralaje, y lo que dice de él es su punto ciego, lo que ese punto por sí mismo no deja ver porque el otro le resulta absolutamente ajeno”, dice ella. Quise apropiarme esto, pensando qué puede iluminar un corazón que late sobre el hombre dinero, dos afectos tan distantes. Pero volví al reposo de la lectura y lo que se me abrió fue ese hilo, el de las formas de ser literal; en la distancia entre ambos libros tal vez esté toda la peripecia narrativa para decir algo sin ocultar nada, para que el sentido no se pierda en metáforas. Y tal vez esas historias, entre tanta información y check-list de cuarentena, son las que nos dan descanso.

 

(Actualización mayo-junio 2020/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646