diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Durante la madrugada del 13 de abril soñé que iba al parque. Atardecía. Había gente. “Qué extraño, durante la cuarentena”, pensaba. No se podía estar ahí, pero no me preocupaba demasiado. Me ponía a escribir esta reseña. Miraba el río y sacaba una foto. Sobre la orilla, se elevaba una ola. Parecía el mar.
Pienso en esa foto. La ola que rompe contra una barranca y dispara puntitos de sal, el romanticismo de esa imagen. No tiene que ver con Austen. Es como si hubiera venido de una lejana lectura de Cumbres borrascosas. O, más seguro, del prólogo a los Versos Sencillos: “A veces ruge el mar, y revienta la ola, en la noche negra, contra las rocas del castillo ensangrentado: a veces susurra la abeja, merodeando entre las flores”. José Martí se infiltró en el sueño. Y me devolvió esa ola rabiosa y romántica, desapaciguando el Paraná.
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Ana Porrúa nos invitó a escribir para Bazar reseñas sobre las lecturas durante la pandemia. Es algo distinto a lo que hacemos con cierto hábito. Yo no leí ningún libro nuevísimo, le conté. Más bien, todo lo contrario. Leí novelones de Jane Austen, escritos casi a comienzos del XIX, y me daba un poco de pudor escribir sobre eso. También le conté lo que soñé. Me respondió: “Ya lo empezaste a escribir en tu sueño”.
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Si pienso en Jane Austen me vienen dos recuerdos. El primero es el de Miguel Dalmaroni, en un seminario que nos dio en Santa Fe, en el cual, aunque no se ocupaba específicamente de Raymond Williams, había hablado de él y de Austen. “La comprobación y el descubrimiento”, leo ahora en El campo y la ciudad, “de los principios morales que gobiernan la conducta humana en ciertas situaciones reales”. La historia, las propiedades, los ingresos, la posición social.
Luego, un segundo recuerdo: un Club (Frustrado) de Jane Austen que armamos con María di Masso, quien además de ser mi amiga, mi vecina y mi profesora de yoga, también estudió Filología Inglesa. En el Club Frustrado hace muchos años empezamos a leer Orgullo y prejuicio, pero nos debemos haber reunido una sola vez. Me acuerdo de haberme desplomado y de no haber podido continuar: en los primeros capítulos se contaba cómo el futuro de la protagonista estaba devastado antes de empezar. No había herencia, la exigua reserva se había ido con los parientes varones. La madre tenía que salir a casar a sus hijas para que puedan sobrevivir.
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Jane Austen y yo: la inermidad de esas hijas, la tristeza ante el amor o la amistad trastocados en conveniencia social, la apuesta por el trabajo (imposibilitado en aquellos tiempos) para poder ser, modestamente, independiente.
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(Olvidé decir que el Club Frustrado lo inauguramos con María durante la época en que se nos había volado un edificio en la manzana, a causa de un accidente que hubo en Rosario. En esa época, al revés de ahora, compartíamos nuestro no poder volver a casa).
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Volví a Jane Austen durante la cuarentena. Un poco antes, en verdad. Una tarde de algunas preguntas sobre el “ser” mujer.
¿Ven que lo que digo es romántico?
Era domingo. Lo único que encontré en una librería fue La abadía de Northanger. Con solo leer la primera línea, me tranquilicé. “Nadie que hubiera conocido a Catherine Morland en su infancia habría imaginado que el destino le reservaba un papel de heroína de novela. Ni su posición social ni el carácter de sus padres, ni siquiera la personalidad de la niña, favorecían a tal suposición”.
¡Catherine soy yo!
El resto de ese día, me reí.
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Me identifiqué con Catherine, nunca dejaré de ser Catherine. Confundida, total y absolutamente perdida entre los “códigos” de la sociedad. No los conoce, no sabe qué hacer con ellos. Se suma a un plan para salir de paseo a las doce del mediodía y espera la mañana entera que sus amigos la pasen a buscar, aunque se haya largado a llover torrencialmente. Espera, y luego se va, se queda en duda si habrán venido, en el carro parece que los ve y todo es una gran confusión. La verdad de Catherine es el malentendido. Lo aprendió leyendo novelas de casas embrujadas y locos asesinos. Quiere aplicar lo leído al llegar a la Abadía, hasta que Henry le demuestra su insensatez. Hay, por esas páginas, una de las mejores explicaciones sobre el mansplanning. Conviene que la mujer sea una tonta, dice Austen. Los hombres las prefieren tontas. Sin embargo, Catherine discute, confía en la realidad de esas novelas berretas, aunque no sepa nada del universo chic de sus amigos. Lo que ha leído le sirve menos para decodificar el paisaje que para inventarse un mundo. “Mucho antes de salir de Bath se había dejado dominar por su afición a lo romántico, a lo inverosímil. En una palabra, todo lo ocurrido podía atribuirse a la influencia que en su espíritu habían ejercido ciertas lecturas románticas, de las que tanto gustaba. Por encantadores que fueran los libros de Mrs Radcliffe y las obras de sus imitadores, justo era reconocer que en ellos no se encontraban caracteres, tanto de hombres como de mujeres, como los que abundaban en las regiones del centro de Inglaterra. […] Catherine no se atrevía a dudar de la veracidad de la autora más allá de lo que a su propio país se refería”.
Habrá que ver, dice la narración en su gran frase final, si de lo que se trata es de recomendar la tiranía o la desobediencia filial.
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El último día que pasé con amigos se inauguraba una muestra de pinturas de Daniel García. Era viernes. Esa tarde hizo muchísimo calor. Recuerdo haberme recostado en el sillón con Emma. Muy, pero muy cansada. Sin saber qué iba a pasar. Lo único que quería era quedarme en el sillón. Abrí el libro. Estaban varados por la nieve en una de las casas de la campiña inglesa. El señor Elton y el señor Knightley intercambiaban opiniones. Elton, digamos, el más snob de la novela, quiere ser simpático: “Tiempo navideño. […] Una vez me quedé sitiado una semana en casa de un amigo. Nada podía serme más agradable. Fui allí para pasar solo una noche y no pude irme hasta al cabo de siete días justos”. Knightley: “A mí no me gustaría nada verme sitiado por la nieve en Randalls durante una semana”. Será que tal vez, intuye el primero, estará muy acostumbrado a las grandes reuniones de Londres. “Yo no sé nada de las grandes reuniones de Londres, nunca ceno fuera de casa”.
Se me pegaron los adjetivos de Austen (de la traducción de Austen). Empecé a hablar con circunvoluciones extrañas. En la novela había una tormenta de nieve y también debían quedarse encerrados. En Rosario, me preguntaba cómo sería estar varada así, con tanta humedad. Se hicieron las siete, me bañé y salí para ir a la galería de calle Catamarca, de los pocos locales que no habían cerrado aún. Había refrescado, salí del sopor.
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Refundé el Club (Frustado) de Jane Austen con un grupo de Whatsapp, al que agregué, por supuesto, a María y a Sara Bosoer y a Marcela Zanin, todas grandes lectoras de Austen. No tuvo mucho éxito. Sara me dijo que no lograba desidentificarse de sus protagonistas, y que temía el efecto de sumergirse ahora en esas historias. A María, el personaje de Emma le caía muy mal. La quise defender. Emma vive en su mundo, no se da demasiada cuenta de nada. Y María: “Sí, pero no hace nada por salir de ese lugar y no le preocupa mantener intactas la desigualdad entre las clases sociales”. Tenía razón. A mí me habían parecido demoledores la ironía y el cinismo con que la autora la hacía hablar: “No te preocupes, Harriet, nunca seré una solterona pobre; […]. Una mujer soltera con una renta muy pequeña siempre será una solterona ridícula y desagradable, […] pero una mujer soltera con buena fortuna siempre es respetada, y puede ser tan inteligente y de trato tan agradable como cualquier otra persona. […] Harriet, si no me engaño acerca de mí misma soy una persona activa, que no sabe estar ociosa y que cuenta con muchos recursos propios y no sé por qué tienen que faltarme cosas que hacer a los cuarenta o a los cincuenta años […] Y en cuanto a seres que reclamen nuestra atención, personas en quien poner nuestro afecto, […] por ese lado estoy totalmente tranquila, porque podré cuidarme de todos los hijos de mi hermana, a quien tanto quiero. […] Su número bastará para atender toda la necesidad de cariño que pueda sentir en el declive de mi vida”.
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Durante toda la novela Emma busca un marido para su amiga Harriet, que es casi pobre, de una familia con una fortuna muchísimo menor. En ese camino encuentra, previsiblemente, su propio matrimonio.
Habrá quien lea allí una historia de amor, yo pensé mucho en las relaciones de poder y sumisión que a veces pueden darse en la amistad. Relación unilateral, en este caso, ligada al dinero, a la alta sociedad.
(Actualización mayo-junio 2020/ BazarAmericano)