diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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“Es vicioso y preocupante tener dos voces.”
Seymour Glass, “Hapworth 16, 1924”
J. D. Salinger es uno de los escritores que mejor se hubiera adaptado a la cuarentena. Desde 1967 hasta 2010 –año de su muerte– permaneció recluido en Cornish, Nuevo Hampshire, un pueblito de apenas 1.600 habitantes. Para Salinger, el anonimato era la segunda propiedad más valiosa de un escritor. Desde entonces, pasa 43 años sin publicar una sola línea, sin dar entrevistas, sin dejarse fotografiar. Lo último que publica en vida es un relato en forma de una extensa carta escrita por un niño de siete años que, para entonces, ya es famoso: Seymour Glass. “Hapworth 16, 1924” aparece el 19 de junio de 1965 en una edición del diario The New Yorker. Posteriormente, en 1996, comienza una frustrada tentativa de publicación en forma de libro, en una pequeñísima editorial de Virginia, que Salinger cancela a último momento.
En este contexto de pandemia, la propuesta de Ana Porrúa, que nos invitó a reseñar un libro leído en cuarentena –un libro que incluso haga alusión a esta experiencia de leer (o cómo leer) en cuarentena– coincidió con mi regreso a Salinger. Demás está decir que me considero fan de Salinger. Es de esos autores que generan cierto alcoholismo de lectura: siempre querés que haya un trago más. Lamentablemente, los libros de Salinger son muy pocos, muy poca la birra de su escritura. Por eso, estaba reservando “Hapworth 16, 1924” para una “ocasión especial”, como si se tratara de una botella de importada de whisky.
Como en La ventana indiscreta (Alfred Hitchcock, 1954), Seymour Glass tiene la pierna rota y está confinado en una cabaña del campamento de verano. Una situación de aislamiento. No me había dado cuenta hasta el momento, pero lo curioso es que Salinger recurre constantemente a situaciones de aislamiento. Y si no lo había advertido antes no fue, creo, por despiste, sino porque esas situaciones de aislamiento están bien disimuladas. Sus situaciones de encierro –como la nuestra– son un poco kafkianas: al igual que en El proceso se nos permite salir, pero estamos arrestados. No se trata, entonces, de encierros claustrofóbicos. Por el contrario, circula mucho aire en los encierros de Salinger. ¿Cómo se ventila la habitación cerrada de sus cuentos? A través del diálogo. El diálogo es la ventana que permite el ingreso y egreso de aire en sus textos: el diálogo es el oxígeno de su escritura.
Dicho de otro modo, los diálogos logran descomprimir algunos escenarios cerrados y tensos en la narrativa de Salinger: ahí la vemos a Muriel en una habitación de hotel hablando con su madre por teléfono; a Buddy Glass –uno de los hermanos de Seymour– encerrado en el auto con los familiares de Muriel –la novia de Seymour–, en el contexto de la boda de Seymour –boda a la que Seymour, por cierto, no se presenta–; el mismo Buddy, en Levantad, carpinteros, la viga del tejado, leerá encerrado en el baño, fragmentos del diario de Seymour; ahí están también los personajes de “Linda boquita, verdes mis ojos”, también encerrados en una habitación, sosteniendo otra frenética conversación telefónica; o los personajes del cuento “Teddy”, encerrados en un barco, atravesando el océano.
Estos escenarios pueden resultar un tanto alienantes, dado que podrían acorralar a los personajes entre el ensimismamiento interior y la nada. Pero Salinger resuelve de otro modo. Aprovecha la ocasión para desplegar toda su maestría dramatúrgica. Para mí, de hecho, Salinger es uno de los autores que conozco que mejores diálogos escribe. Siempre pensé que para componer buenos diálogos era necesario –además de oído y buena memoria– entrar en contacto pleno con la heterogeneidad de las hablas, como sucede con Truman Capote, ávido conversador social. Por eso, me resulta extraño que Salinger haya quedado asociado a esa situación de cuarentena autoinducida, a una reclusión que, por definición, parecería ser lo contrario de una experiencia dialógica y mundana, como la de Capote.
Queda armado, de este modo, un diagrama muy básico: el encierro y los diálogos. Mijail Bajtin recuerda, oportunamente, que “todo enunciado es contestatario”. En otras palabras: hasta el más solipsista y alienado de los monólogos, según Bajtin, está dirigido a un otro. El ejemplo de esto aparece cristalizado en la película El náufrago (Robert Zemeckis, 2000), donde Tom Hanks dibuja con su propia sangre una cara sobre una pelota de vóley, que bautiza con el nombre de “Wilson” y que será su interlocutor durante el resto de la película. En el gesto demiúrgico de inventar un interlocutor, queda claro, sin embargo, que Tom Hanks no habla solo, incluso cuando monologa varado en una isla desierta. La pelota de vóley es la perfecta materialización imaginaria del Gran Otro que hay detrás de todo acto enunciativo. Lo que quiero decir es que Salinger es, a su manera, un náufrago.
Volvamos a “Hapworth 16, 1924”. El texto, como les decía, es una larga carta que Seymour Glass les escribe a sus padres desde un campamento de verano. Si me dispersé, es porque no queda mucho por agregar, salvo que la aparición de esta carta representó, para los lectores de Salinger, la posibilidad de esclarecer algo acerca del misterio que giraba en torno al personaje de Seymour Glass, uno de los grandes enigmas de la obra de Salinger.
Seymour aparece por primera y última vez en el cuento “Un buen día para el pez banana”, publicado en 1949. Este cuento –fuertemente elíptico como casi todos los nueve cuentos– arranca con una conversación telefónica de Muriel con su madre, donde se desliza la idea de que su novio, Seymour, tiene alguna enfermedad mental. No lo sabemos, no queda claro. La cuestión es que, después de una animada y alegre conversación con una niña en la playa, Seymour regresa a la habitación de hotel y, sin motivo aparente, se vuela la cabeza mientras Muriel duerme en la cama de al lado. Esto abrió un absurdo mundo de especulaciones en torno al personaje: ¿por qué lo hizo? ¿Qué hay detrás de su decisión? Agregaría una pregunta a todo el asunto: ¿qué importa?
Lo cierto es que Salinger siguió escribiendo sobre la familia Glass, sobre los hermanos de Seymour –un grupo de siete niños superdotados que aparecían semanalmente en un programa radiofónico llamado Los niños sabios. Sin embargo, los textos sobre la familia Glass no esclarecen nada que permita aportar algún dato sobre el suicidio de Seymour. Me atrevería a decir todo lo contrario: lo que hacen es agrandar el misterio.
Por eso, la aparición y desaparición de “Hapworth 16, 1924” resulta tan significativa. En la extensa carta, Seymour parece, por su vocabulario, sintaxis e ideas, un viejo quisquilloso y sofisticado de 70 años, un adulto insoportable. En la carta, se filtra la idea de que el joven Seymour tiene acceso a ciertas visiones de las vidas pasadas de los otros y que él mismo, incluso, es una reencarnación de un alma vieja. Con este dato, el misterio del suicidio quedaría –aunque sea de manera esotérica, mística– relativamente resuelto.
Pero esta resolución narrativa coincide con un desplazamiento genérico: del diálogo al género epistolar, de la polifonía al soliloquio, de monólogos abiertos al monólogo cerrado. La carta de Seymour es, de hecho, sesuda, ensimismada, obsesionada incluso con la propia escritura. Lo que liquidó a Salinger como escritor no fue, creo, su aislamiento físico sino ese corte del flujo dialógico, polifónico, como si el náufrago se quedara sin pelota. Lo que ocurre en su obra es que podemos ver con claridad, progresivamente, cómo sus personajes dejan de hablar entre sí y empiezan a volverse expositivos, argumentativos. Algo de esto se adelanta en el último libro oficialmente publicado, de 1963, Seymour: una introducción. Quizás por eso, Salinger tira para atrás la tentativa de edición de “Hapworth 16, 1924”, hacia 1996. ¿Por qué hacer monologar a Seymour? Por el contrario, Seymour es un efecto netamente dialógico: una X que se desplegaba al infinito en los testimonios de los otros, en rumores y bocas ajenas.
Y es que los diálogos, en la obra Salinger, son la energía vital de su escritura, una energía que, por otro lado, es absolutamente virtual, porque no depende de los escenarios, ni de los tiempos, ni de los espacios: los transciende a todos. Por eso, el aislamiento voluntario de Salinger no se contradice con su pulsión dialógica. John Updike decía que Salinger trataba a sus personajes como verdaderos otros. Pensar en una teoría del diálogo, en el caso de Salinger, equivale a pensar en una música hecha de agujeros y contrapuntos. Lo contrario del solipsismo pandémico: los diálogos de Salinger no son tanto diálogos con otros, sino que hacen emerger al otro, incluso desde la misma incomunicación que los cimienta. En los diálogos cotidianos, por el contrario, la otredad se disuelve en las convenciones implícitas del imperativo comunicacional. Dicho de otro modo, en la realidad, la incomunicación siempre gana la partida; en la ficción, la incomunicación es la condición de posibilidad de otredades polifónicas. En los diálogos de Salinger, surge algo así como un tercer sentido: ya no el sentido de la voz de uno, ni de la voz del otro. Un sentido que aparece como producto de ese entrecruzamiento.
Creo que el mejor ejemplo de esto es el cuento perfecto: “Linda boquita, verdes mis ojos”. Resumo el argumento brevemente: un hombre y una mujer fuman en la cama. Suena el teléfono. El hombre atiende. Un amigo suyo le dice, desesperado, que ha discutido con su mujer y que su mujer se ha ido y no ha regresado. Se instala rápidamente la escena de la infidelidad en los términos de un clásico triángulo amoroso: comenzamos a sospechar que la mujer ausente de un lado es la mujer que fuma en la cama del otro. El diálogo, sin embargo, no dice nada al respecto: su amigo cuenta trivialidades de la vida conyugal y el narrador se limita a describir gestos faciales y movimientos corporales. La conversación termina con un signo de alerta sobre la situación: ¿ella volverá? ¿Dónde estará? ¿Le habrá pasado algo? La escena que deja como saldo la conversación telefónica vuelve tensa la relación entre la chica que fuma en la cama y el hombre a su lado. Pero el teléfono vuelve a sonar: es el amigo, otra vez. Llama para avisar que su mujer ya regresó, que todo está bien. El hombre vuelve a colgar y la tensión entre ellos se cuadriplica. ¿Qué tercer sentido hace emerger ese diálogo? La posibilidad de que el amigo haya mentido sobre el regreso de su mujer, porque su mujer, en ese mismo momento, fumaba en la cama al lado del teléfono con otro hombre. Pero ¿por qué mentiría? ¿Perdió la razón? ¿Está loco? ¿O en un ataque neurótico de pudor prefirió inventar el regreso de su mujer antes que mostrarse vulnerable y derrotado ante su rival? El diálogo abre, ahí, esa tercera vía del sentido, que no se encuentra en lo dicho, efectivamente, por ninguno de estos dos personajes que dialogan: es la fricción de las voces lo que genera los chispazos de lo no dicho, de ese sentido intersticial, ubicuo, que tampoco se explica por la lógica de las implicaturas de Grice, sino por la lógica de la sospecha.
Cuando Bajtin afirma que “la palabra es un drama” habría que entender que escribir es dialogar, teatralizar la lengua, el devenir teatro de la palabra. En griego, “drama” significa, literalmente, hacer, actuar, ejecutar: no ya la lengua como acto (Austin) sino actuar en la lengua. Los diálogos de Salinger siempre hacen aparecer una especie de plusvalía de las voces, de efecto de ganancia del sentido por multiplicación: ponen al lenguaje en una posición actoral.
En “Hapworth 16, 1924”, Seymour Glass se muestra como un ser todopoderoso, omnipotente. Podríamos arriesgar una hipótesis excéntrica: se suicida porque ya no puede dialogar, porque solo puede escucharse a sí mismo; porque, como se muestra en esa extensa carta, está confinado en la isla desierta del monólogo.
(Actualización mayo-junio 2020/ BazarAmericano)