diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Andar a zonzo
Walkscapes. El andar como práctica estética, de Francesco Careri, Barcelona, Gustavo Gili, 2013. Traducción de Maurici Pla. 

"Andar a zonzo" es una ocurrencia que se ha tornado giro idiomático estable en el italiano. Y es, de alguna manera, la moraleja de este libro.

En estos días extraños he soñado más y tengo la sensación de que no soy el único. He leído más o menos como siempre, si hablamos de rutina y tiempo dedicado, pero le he dado oportunidad a libros que estaban esperando hacía rato su ocasión, como los Diarios de Raúl Ruíz. Entre los pendientes había quedado Walkscapes de Francesco Careri.

El libro abre con una página de palabras a tres columnas, como si uno tuviese que unir con flechas. Si se anda a zonzo por esas listas surgen frases como "guiarse por los olores adentrarse", "atravesar por un barranco sumergirse", "navegar una piedra vagar", entre otras tantas. Careri aclara: "la lista de la página opuesta incluye una serie de acciones que solo recientemente han entrado a formar parte de la historia del arte, y que podrían convertirse en un útil instrumento estético con el cual explorar y transformar los espacios nómadas de la ciudad contemporánea".

El plan del libro es concreto: construir una tradición para el grupo de arquitectos "Stalker" con el que Careri explora modos de pasear y errar por la ciudad. En una primera parte reconstruye la relación entre el errabundeo paleolítico con los menhires, lo que lo lleva a una interesante afirmación: la arquitectura, el paisaje y la construcción de lugares comunes habrían estado más vinculadas al ir de un lugar al otro que al estar en un lugar.

Con este punto de partida, Careri plantea un estudio desde la perspectiva de la historia del arte focalizado en el acto inaugural de Dada, quien el 14 de abril de 1921, invitaba a una serie de incursiones en los lugares banales de París: "el primer readymade urbano Dada señala la transición desde la representación del movimiento hasta la construcción de una acción que debía llevarse a cabo en la realidad de la vida cotidiana". Ese paso, "anti-artístico", sería la apertura de futuras propuestas que irían por la positiva: el deambular surrealista de Louis Aragon, André Breton, Max Morise y Roger Vitrac, quienes anduvieron a campo abierto por Francia "conversando y caminando durante varios días seguidos, como una exploración hasta los límites entre la vida consciente y la vida soñada".

Tres décadas más tarde, Careri encuentra en los situacionistas una continuación crítica de esas caminatas de los años veinte, principalmente porque advertían que la incursión en el mundo de los sueños no era más que un modo de la evasión. En ese sentido, "La teoría de la deriva" (1956) tiene en cuenta el azar y la necesidad de perderse en la ciudad sin fines evasivos, sino todo lo contrario. Andar a zonzo para los situacionistas tendría el objetivo de adquirir un conocimiento del territorio al que no se puede acceder por otras vías: especialmente el de los vacíos de la ciudad, los espacios vacantes que sin codificarse como espacio funcional, no dejan de ser habitables, transitables, experimentables.

La tercera parte del libro se centra en las obras de Tony Smith, Richard Long y Hamish Fulton. Careri construye una serie que va del minimalismo escultórico al land art y de ahí al land walk. Y encuentra un desarrollo simétrico con la primera parte: el arte escultórico se despoja de todo para quedarse con las transformaciones que se producen en el terreno a partir del caminar y del movimiento de objetos sin otra fuerza o herramienta que las del propio cuerpo. Encuentra dos vertientes: una vinculada con el recorrido de los espacios de la ciudad, como la autopista en construcción de Tony Smith; otra centrada en la Tierra y cuyas principales acciones se realizan en espacios a cielo abierto, "naturales", como Walking a Line in Peru (1972) de Long. Por último, Careri reconstruye las acciones realizadas con el grupo Stalker y vuelve a plantear que la única manera de apropiarnos de la ciudad es caminando a zonzo.

A medida que avanzaba en el libro, me preguntaba cómo se traslada ese "andar a zonzo" en una ciudad como Mar del Plata, donde tanto en los barrios "marginales" como en los "residenciales", en las zonas industriales como en los centros, los vecinos, la seguridad privada o la policía delimitan modos de circulación. Pareciera que sólo el pillo puede andar a zonzo en esta ciudad y que hay que ir adaptando modos y maneras según el territorio. Además de que la cuadrícula colonial dificulta particularmente las posibilidades de perderme. Careri tendría ideas similares, que recién aparecen en el epílogo, agregado diez años después de la primera edición y sobre todo después de sus experiencias latinoamericanas: "En América Latina, andar significa enfrentarse a muchos miedos: miedo a la ciudad, miedo al espacio público, miedo a infringir las normas, miedo a apropiarse del espacio, miedo a ultrapasar barreras que a menudo son inexistentes, miedo a los demás ciudadanos, percibidos casi siempre como enemigos potenciales".

De ahí que el derecho a la ciudad esté en crisis y el perderse como práctica estética parezca un deporte extremo. Lo digo tanto para el que va del margen al centro como a la inversa. En esas últimas páginas Careri, en diálogo con los situacionistas, recupera una extraña racionalidad: esta es la de ausencia de proyecto. Para él, alcanzar un "andar indeterminado" es mejor que cualquier proyecto de recorrido porque los proyectos suelen desbandarse ante la menor ráfaga de viento. Y la falta de diseños previos podría tornar ese viento parte constitutiva del andar a zonzo. En definitiva, se trata de "aquellos procesos creativos que no pueden llevarse a cabo si no es a través de un intercambio con el Otro". La señal para empezar el diálogo, parece ser según Careri, la de los abrazos abiertos y hacia arriba, el ka de los egipcios. Una señal de paz y de hospitalidad al mismo tiempo: el primer signo de una lengua franca en la que los que se encuentran andando a zonzo disiparían toda amenaza.

 

La lectura del libro cumplió un extraño rol catalizador: una de las primeras cosas que vinieron a la cabeza fue el recuerdo de una obra, una serie de fotografías en las que una mujer se recostaba en el pasto hasta dejar su marca y hacía el registro. Y las discusiones con Adriana B. acerca de dónde estaba la "obra", si en la foto o en la acción, incluso si habría "obra" si no había foto. También volvió a estar presente en mi cabeza una palabra que me gusta mucho: menhir.

Sobre todo, fueron revitalizadas con la lectura una caminata desde Mar Chiquita hasta Villa Gesell en el año 2000 con vuelta a dedo y ayuno involuntario por falta de fondos; alguna caminata lisérgica en las noches de año nuevo; una caminata de los bares de Yrigoyen hasta plaza España en la que todo ganó consistencia cuando vimos que habíamos llegado -sin saber muy bien cómo- a una meca que sólo ese día tuvo sentido, Don Quijote y Sancho Panza encarando el mar; una escapada con Danny F. y Poppy BH a los galpones abandonados de Juan B. Justo y la vía; una vuelta solitaria de una librería en Madrid hasta la casa de un amigo con la consigna de parar en todos los bares de barrio que me cruzara. Dos mil caminatas con Matilda de regreso del jardín en las que lo que menos hacíamos era volver, guiados por un persistente dedo y un incansable “¿vamos para allá?”. Incluso momentos de infancia propios, medio olvidados, en los que caminaba con alguno de mis padres o volvía solo del centro. Una escapada en bicicleta en la que llegamos en los playones de maniobras del puerto y cuando volvimos nos dimos cuenta de que habían pasado horas, que habíamos hecho más de quince kilómetros y nuestras madres, la mía y la de un amigo, nos recordaban que sólo teníamos once años. De más grande, muchas vueltas a pie en las que la traición del transporte público y la noche marplatense hacían que el andar fuera más grato que la espera indeterminada.

Así fueron ganando sentido y reordenándose muchas caminatas dispares con esta historia del "andar a zonzo" propuesta por Careri, hasta llegar a unos recientes quiebres de la cuarentena: un ida y vuelta en bicicleta sin saber muy bien a dónde y una exploración a pie de las inmediaciones de nuestra casa, el domingo de limbo entre la habilitación de los 500 metros por parte de Alberto F. y la prohibición de Axel K. Esa tarde empezamos a caminar con Matilda P. por un bulevar que hay a tres cuadras de casa, entre la ruta y la colectora. Se trata de un espacio entre rutas, repleto de eucaliptos sufridos que alcanzan sus mejores y más sufridas versiones: un monte angosto de bonsáis gigantes, todos inclinados hacia el norte. De un lado, los restos de un viejo esplendor: el hotel Alfar, el salón Sâo, una casa iglú. Del otro lado, los balnearios de los noventa: esculturas afro-mexican-maoríes, playas públicas sobre las que avanzan los privados, balnearios exclusivos como "La Reserva", "La Caseta" y otros. En el medio, una lonja de terrenos de treinta metros por varios kilómetros, con el suelo cubierto de hiedras y recorrido por senderos, los que van de la colectora a la ruta, probablemente humanos. Los que se extienden a lo largo, probablemente animales. Esa tarde empezó a elucubrarse una extraña idea: habitar ese espacio marginal y central al mismo tiempo, moldear ese terreno a base de caminarlo. Es lugar encantado, la gente le tiene miedo, de un lado pasan los autos, del otro, grupos de runners. Pero nadie lo transita.

 

(Actualización mayo – junio 2020/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646