diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En una entrevista que leí en algún lado, la a veces polémica y siempre ingeniosa psicoanalista Alexandra Kohan dijo lo siguiente: “la vida cotidiana está llena de hábitos y de rutinas que son, en definitiva, lo que arman el entramado de la realidad de cada quien. Se desgarró ese entramado y no hay con qué, por ahora, coserlo”. No recuerdo dónde fue publicada, la copié y pegué en un archivo de Word donde suelo acumular de forma ridícula y completamente aleatoria fragmentos de notas periodísticas, de novelas, poemas, fotogramas de películas y otras cosas que por alguna razón, a veces ni siquiera sé muy bien cuál, creo que me interesan. Si la memoria no me traiciona, Kohan hablaba sobre la imposibilidad de leer durante la cuarentena, en contra de cierto mandato de hiper productividad que atravesó nuestras vidas con la misma velocidad con la que se vaciaron las calles, crecieron las colas en los supermercados chinos, se inundó el ciberespacio de películas y novelas liberadas y se amplió el tiempo —en algunos casos más, en otros menos, quizás para algunxs nada— con el que contamos para consumir, tanto objetos culturales como cualquier otra cosa (por ejemplo, información, redes sociales o comida: tres tópicos quizá tan interesantes como la literatura para poner en correlación con la cuarentena). Dispuesto a escribir una reseña, o algo así, de Una guía sobre el arte de perderse de Rebecca Solnit (publicado en febrero de este año, apenas antes del colapso, por la editorial Fiordo en traducción de Clara Ministral) por casualidad vuelvo a leer la frase de Kohan. Veo que guarda algún tipo de conexión extraña con el libro. No sé muy bien cuál. Escribir estas líneas sea, quizás, una forma de intentar averiguarlo.
El título del libro de Solnit parece sostenerse en una contradicción: cierto desajuste entre la noción de “guía”, comprendida como manual de instrucciones, y la de perderse. A priori, no sería un error pensar que la segunda se sostiene en la ausencia de la primera: una guía es precisamente aquello que no debemos tener para llevar adelante la acción de perdernos —acción que, por otro lado, no suele asociarse a un acto voluntario; es algo que nadie busca hacer. Pero las buenas escrituras (como la de la autora norteamericana) resignifican el entramado conceptual en el que se sostienen al punto tal que aquella contradicción inicial se vuelve rápidamente el efecto de una lectura ingenua; Solnit moldea con destreza esos conceptos, que pasan a ser engranajes centrales de una máquina compleja y perfecta. A lo largo de los nueve ensayos que integran Una guía sobre el arte de perderse ambas nociones toman distinto espesor, trabajando sobre lo sedimentado anteriormente para abrir nuevos alcances, caminos inexplorados. Para Solnit, perderse es menos una acción que una disposición del sujeto: un modo de reorganizar la percepción de lo sensible para habitar el mundo de otras formas, un minucioso trabajo sobre el deseo propio para relacionarnos con todo aquello que nos resulta desconocido. Quizás esta última palabra sea el punto nodal del entramado. En “La puerta abierta”, texto que abre el libro y que funciona parcialmente (remarco: parcialmente) como un prólogo o explicación, una tallerista lleva a la autora la siguiente frase atribuida al presocrático Menón: “¿Cómo emprenderás la búsqueda de aquello cuya naturaleza desconoces por completo?” (p. 8). Solnit nos regala dos respuestas. Por un lado, para aproximarse a eso que nos es inasible, que se escapa a los límites de nuestro entendimiento, hay que perderse; y ello, lejos de estar dado, requiere una disciplina, un saber hacer que se perfecciona en la práctica: hay que aprenderlo. Por eso no resulta contradictorio la necesidad de una guía. Por otro, la escritura es un espacio de experimentación, que permite unir temas dispares pero igualmente incomprendidos, establecer comparaciones entre materiales heterogéneos, incluir las voces e historias de otrxs que se han perdido para resignificar la experiencia personal, para seguir delimitando el alcance de la noción que estructura el libro.
Pensar la escritura como espacio poco tiene que ver con el conjunto de la geografía norteamericana que recorre gran parte de los ensayos de Solnit, sino que implica un punto de encuentro entre esos lugares y las anécdotas biográficas, la novela familiar reconstruida en las fotos perdidas, las historias de cautivas que la autora documenta minuciosamente, las voces de lxs rescatistas que conocen las montañas como los patios de sus casas. Porque no es sólo en los territorios donde nos perdemos; ahí reside el mayor valor del libro de Solnit, la ampliación del concepto de pérdida al que hice alusión algunas líneas atrás. Podemos perdernos en nuestra casa, en nuestros sueños, en nuestra biografía, en la reconstrucción de la ciudad que habitamos y ya cambió para siempre, en esa ciudad. Podemos perdernos en el desierto o en las canciones que escuchamos mientras lo atravesamos en auto. Podemos perdernos siempre que avancemos hacía algo que nos resulte desconocido. El territorio y la experiencia (la propia, la ajena) forman un díptico inseparable y son puestos en relación mediante una escritura que avanza con la misma decisión que la autora se adentra en las ruinas industriales de los suburbios de San Francisco, en los desiertos del sur californiano o con la que el adelantado Cabeza de Vaca se perdió en la tierra virgen que hoy conocemos como Florida. Escritura perdida que trasmite la sensación de avanzar sin saber muy bien hacia dónde y que en ese camino va encontrando los lazos entre las distintas formas de lo desconocido, no para explicarlo o generar algún tipo de sentido relacional, sino para hacer de su contemplación una postura estética y ética a la vez: vivir ancladxs en el presente, habitar los espacios y nuestro propio pasado con el goce de que nunca podremos saberlo todo: “hay cosas que solo poseemos si están perdidas, hay cosas que no se pierden si de ellas nos separa la distancia” (p. 40).
Estas dos operaciones (la escritura como punto de encuentro y la ampliación del concepto de perderse como actitud ante “lo desconocido”) le permiten a Solnit construir ensayos en los que pueden entrar en relación temas completamente diversos. La gran mayoría tratan dos historias distintas. Muchas veces, el desarrollo de ambas parece casi no tener puntos de contacto, y se mantienen como dos líneas narrativas y argumentales completamente distintas. Por ejemplo, en “Dos puntas de flecha” relata un breve amorío con un ermitaño que vivía en el desierto californiano en paralelo al argumento de una posible novela nunca escrita basada en un personaje secundario de Vértigo de Hitchcock. No siempre el fin del ensayo termina uniendo ambas instancias de escritura con un cierre final, sino que trabaja a partir de las pequeñas coincidencias que se desarrollan, puntos mínimos de encuentro que hacen que esos materiales heterogéneos convivan y se enriquezcan mutuamente. Lo mismo sucede en el ensayo que pone en relación la biografía del vanguardista megalómano Yves Klein con la historia de los mapas de América desde el siglo XVI hasta el siglo XIX, las conexiones son a veces subterráneas; la escritura avanza dejando espacios en blanco: nuevas operaciones sobre lo desconocido.
Pero no siempre las dos líneas que componen los escritos no guardan relación manifiesta. Hay, de hecho, cuatro ensayos que se agrupan bajo el título “El azul de la distancia” y que funcionan como una serie articulada a partir de una reflexión sobre la percepción humana. Plantea la autora que el horizonte y el océano poseen la característica común de ser los lugares a donde la luz no llega, y su manifestación ante nuestros ojos bajo el color azul es la consecuencia de esa falta. Escribe, en el primero de los ensayos de la serie: “esa luz que no llega a tocarnos, que no recorre toda la distancia hasta nosotros, esa luz que se pierde, nos regala la belleza del mundo, que en gran parte está en color azul” (p. 29). A partir de esta figura conceptual, la autora erige una serie compuesta por materiales que guardan siempre relación con el color o la palabra azul, sea de forma directa o mediante desplazamientos semánticos (sus caminatas al borde de un río, los usos de ese color en las pinturas renacentistas, la comparación entre el blues y el country, la obsesión de Klein por pintar cuadros con un tono que él mismo patentó como International Klein Blue). A su vez, el otro elemento de eso que llamamos “figura conceptual”, la distancia, también forma parte de la misma serie. La distancia con la que observa una isla desde la orilla del río; la que existe entre la cultura de Cabeza de Vaca y los nativos americanos, tanto los que lo atacan como los que lo hospedan; la presente, también, entre las culturas que abandonaron a la fuerza las cautivas y en las que se vieron obligadas a crecer; la que se puede leer —y escuchar— entre el vínculo que establecen con el territorio sureño los cantos de blancos, la música country, y los afroamericanos, el blues; la distancia entre un mapa y un territorio real, concreto, asible y empírico. Al igual que en los ensayos que no forman parte de esta serie, la noción de “el azul de la distancia” le permite a Solnit trazar una línea de conexión entre historias verídicas, analizar canciones o películas, narraciones biográficas, biografías ajenas o investigaciones históricas con un cuidado trabajo de fuentes. De hecho, la edición que aquí reseñamos cuenta con un apartado final que recopila todos los materiales citados en el libro e incluye información de las traducciones disponibles en español.
Si bien, como ya fue aclarado, perderse para Solnit excede la excursión fallida por un territorio geográfico, Una guía sobre el arte de perderse abunda en referencias territoriales concretas; puede leerse, incluso, como un mapa íntimo de los Estados Unidos, atravesado por los intereses y la vida de quien escribe. Pero volvamos, entonces, a la reflexión de Kohan: ¿cómo leer un libro que nos presenta ríos, montañas, desiertos, territorios vírgenes, paisajes urbanos semiabandonados que parecen bosques —“(…) uno de los atractivos de las ruinas en la ciudad es el mismo que el de la naturaleza salvaje” (p. 77)— bajo la inmovilidad reglamentada de nuestros cuerpos? ¿qué hacer con este libro desde este momento de “cotidianeidad desgarrada”? Solemos asumir como mandato teórico que tanto la lectura como la escritura están condicionadas por nuestro contexto: cultural, ideológico, filosófico. Aquello que Foucault llamó episteme y marca los límites del sentido que podemos construir en un momento histórico determinado. De prepo y sin preámbulo, el mundo nos impuso la posibilidad de comprobar ese mandato empíricamente: resulta, o al menos me resultó imposible a mí, producir sentido en el texto sin pensar en mi imposibilidad de transitar, no ya la inmensa geografía norteamericana (que tampoco podía recorrer antes por razones, básicamente, económicas), sino incluso mi propio barrio, los alrededores de mi casa, la plaza a la que suelo ir a leer o fumar. ¿Qué hacer, entonces, con el libro de Solnit en este contexto? Siguiendo la metáfora de Kohan —“la realidad desgarrada que no se puede coser”— podríamos proponer una respuesta zonza: la lectura como forma de reorganizar esas rutinas, esa realidad. La literatura como máquina de coser nuestros hábitos cotidianos, para que nuestras vidas vuelvan a parecerse a aquello que fueron hace unos lejanísimos dos meses. Pero la idea no me resulta para nada interesante. Quizás sea mejor pensar en las posibilidades de aprender a leer de otra forma, como el contexto nos lo impuso: con nuestra ansiedad, nuestra incertidumbre, nuestro desconocimiento y desconcierto. Ver qué pasa con eso: cómo crear sentido, ver qué quedó (qué está quedando, qué quedará) de nosotrxs después del encierro, qué lugar ocupan lxs otrxs, sus voces, sus cuerpos en esa cotidianeidad que hoy añoramos y ayer nomás pensamos que era insustituible. Estamos anclados en lo desconocido, y no tenemos la necesidad de caminar días enteros (ni pagar pasajes de avión) para poder experimentarlo; como nos enseña Solnit, también podemos perdernos en nuestra casa, en nuestra habitación, en nuestra cama. Hagamos el intento; seguro descubrimos algo.
(Actualización mayo-junio 2020/ BazarAmericano)