diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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¿Cuántas formas existen de habitar una casa? ¿Quiénes habitan una casa? ¿Quiénes la dominan? ¿Los dueños? ¿Los que trabajan ahí? ¿Los recuerdos? ¿Los animales? ¿Quiénes son los fantasmas de las casas? ¿Y cuando no se puede salir? ¿Qué pasa cuando el afuera no es una posibilidad? ¿La casa nos protege o nos ahoga? ¿Los peligros se quedan afuera o se encierran con nosotros?
A medida que voy leyendo la novela de Sergio Bizzio, no puedo evitar pensar algunas de las semejanzas más obvias con nuestros días de aislamiento: el confinamiento, el control social, la paranoia, la vigilancia mutua entre vecinos, la soledad, el miedo, la articulación de redes, la ventana como recorte de la realidad, el aburrimiento, la necesidad de ser productivo, y el tiempo como continuum, son sólo algunas. Rabia comienza con el encuentro de José María y Rosa en el supermercado Disco de un barrio de familias bien del que ellos –él, de apellido Negro, obrero de la construcción; ella, de apellido Verga, empleada doméstica tiempo completo- no forman parte. La cercanía de sus trabajos los cruza y comienzan una relación que se ve interrumpida cuando José María es acusado de un crimen y decide esconderse, sin decirle nada a Rosa, dentro de la gran mansión de los Blinder para quienes ella trabaja. María, así es como lo llaman, elige un cuarto de huéspedes de entre los muchos que hay en el tercer piso – como la película surcoreana, Parasite, pero en el otro extremo de la casa- ya que cree que el adentro es su único refugio: salir implica ir directo a la cárcel. De esta forma, comienza su aislamiento obligatorio que durará más de dos años. Si bien las diferencias entre el confinamiento de María y el que estamos atravesando hoy son evidentes, también lo son los puntos en común y las preguntas que levanta el texto. Muchas de las reacciones del protagonista de la novela podrían ser las mías, las de mis afectos o las que escucho de mis vecinos en estos días. ¿Qué pasa cuando no se puede salir? ¿Dónde quedan nuestros miedos? ¿Y nuestras obsesiones?
Control y vigilancia
A propósito del aislamiento, quisiera detenerme sobre un punto. Casi al comienzo del relato, a María lo despiden de la obra en construcción debido a que unos vecinos fueron a quejarse y lo denunciaron por violento. Efectivamente, María, luego de sentirse incomodado por la mirada del portero de un edificio, discute con él y este le manda un rugbier musculoso a ponerle los puntos. María, flaco pero fuerte, le da una golpiza y es esto lo que vienen a contarle al capataz, quien lo despide ese mismo día, hecho que desata la violencia y la posterior reclusión del personaje. Me interesa, menos que reponer causas y consecuencias, destacar cómo la novela evidencia el sistema de control cotidiano que en estos días de aislamiento observamos de manera más exacerbada: el barrio, la mirada inquisidora y vigilante, y la compulsión de ver en el otro un sospechoso: “lo que se hacía era ‘marcar’ a los cuerpos extraños, principalmente con la vista, transmitiéndoles la sensación de ser vigilados (…). De hecho, el portero dejó muy pronto de observarlos de reojo para empezar a mirarlos abiertamente” (16). Después será el mismo María quien vigilará desde el tercer piso o a través de las llamadas a Rosa. Estas prácticas de control y vigilancia que hoy reverberan con fuerza, invitan a pensar: ¿de qué o quiénes nos cuidamos? ¿De qué o quiénes cuidamos a los otros? ¿En qué momento el cuidado deviene vigilancia?
Vivir-solo-con-otros
Al comienzo de su encierro, María se enfoca en domesticar el lugar, sus tiempos y sus ruidos: “distinguía claramente el sonido de los pasos de los habitantes de la casa; ahora sabía también la dirección, el apuro y hasta lo que llevaba en mente cada uno de ellos” (67). Así, María empieza a moverse y a respirar al ritmo del caserón. No sólo es un habitante más, sin que nadie lo sepa, sino que es quien mejor domina ese lugar y a todos los demás: camina los recovecos, conoce a cada uno, hasta a la rata que habita en el tercer piso, y conoce sus secretos, distingue los horarios, los movimientos, las rutinas, las temperaturas, los modos de abrir las puertas de cada uno e incluso sus respiraciones (¡todo excepto los olores!). Este vivir-solo-con-otros revela la dimensión imaginaria de la convivencia: con quiénes creen que están viviendo y con quiénes están viviendo los Blinder. Como una especie de fantasma, María es testigo de vida, de nacimientos, de cambios y del peligro que se cuela en la casa (porque los peligros no siempre quedan afuera). Por momentos, la violencia, el acoso y el abuso suceden y vienen de adentro, y Rosa debe soportarlo por no tener otro lugar adónde ir.
Cuando María se resigna y acepta el encierro como un modo de vivir, de estar a salvo, comienza a articular redes para no sentirse tan solo: desde ser parte a distancia de cenas, cumpleaños y discusiones de la casa, hasta llamar diariamente por teléfono, o sostener diálogos imaginarios con Rosa y la rata. A su vez, tal como si siguiera los consejos con los que los medios de comunicación nos abruman en estos días, se construye su mundo de “actividades en miniatura”: paseos por el interior de la casa, gimnasia, ejercicios respiratorios, masturbaciones, lecturas, inspecciones – de armarios, de bolsas, de cajones-, juegos de cartas, y manualidades. Cuando nadie lo ve, cuida de Rosa y de las miniaturas de ese mundo: revisa las fechas de vencimiento de los alimentos, deja a la vista libros que pudieran servirle, incorpora antojos a la lista del súper y envía regalos a través de mensajeros del exterior para estar “presente” en un cumpleaños. Al poco tiempo, María se da cuenta “de que también tenía tiempo para pensar. Y lo primero que pensó fue que nunca había pensado” (55), aquí comienza una incesante reflexión sobre su vida -pasada y nueva- y sobre el valor de la presencia del cuerpo: “¿Su voz y sus promesas no le alcanzaban [a Rosa], no valían nada sin su presencia? ¿Por qué era capaz de amar a Cristian Castro sin haberlo visto nunca y no a él?” (126).
Además, si bien es cierto que la experiencia del tiempo es confusa y, por momentos, tres días parecen tres años, poco a poco aprende a habitar ese tiempo sin medida. El personaje se transforma en una especie de monje, recluido, al que no lo marea ausentarse durante un tiempo –los treinta metros de largo que ve desde la ventana son el recorte del afuera que le alcanza- sino que lo aturde la idea de regresar a la realidad –como el día en el que se entera del embarazo de Rosa. Este hombre nuevo, espiritual, en el que se ha convertido, aislado pero cerca, invisible pero presente, siente que, en definitiva, “estar afuera no era tan importante” (143).
El derrumbe de la soledad
En el instante en el que el personaje reflexiona sobre su soledad, se compara con Robinson Crusoe, solo en una isla, desesperado por tomar cosas que pudieran ser de utilidad para sobrevivir. Lo que me interesa resaltar de esta comparación es que en la soledad ambos son calculadores, crueles e intentan sustituir el afecto: Robinson intentando domesticar a un cabrito y María a una rata. Pero si bien María había logrado domesticar los tiempos y objetos de la casa, y domesticarse a sí mismo, nunca pudo domesticar a la rata. Entonces, ¿cómo convivimos con lo que no podemos domesticar y en qué momento se nos vuelve un peligro?
Todo es tan frágil en el encierro que, cuando los lazos con otros desaparecen, las cosas se derrumban (la rutina, el físico, la mente); todos se han ido a Mar del Plata y él sin poder salir: ya no hay un vivir-solo-con-otros. En consecuencia, María se vuelve irritable, violento, corre por las escaleras, tiene miedo: nunca estuvo tan solo. Su desaparición en el interior de la desaparición representa el final. Tan grande es la soledad que ya no hay certezas sobre si lo que ve (no) es real, como la grieta de sangre sobre la bañera, la invasión de ratas o la misma Rosa: “¿Sabía quién era Rosa? No. En cierto sentido, la había inventado. Eso le dolió” (189). Es que en este vivir-solo-con-otros, decíamos, aparece la dimensión imaginaria de la convivencia: con quién creyó vivir todo este tiempo y con quién vivió todo este tiempo, de qué lo cuidó la casa, dónde estaba el peligro, y finalmente, quién domesticó a quién.
(Actualización mayo-junio 2020/ BazarAmericano)