diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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A finales del año pasado la editorial Deacá reeditó –y con tapa más rosa– disminuya velocidad del poeta correntino Franco Rivero, un libro que en 2017 obtuvo el primer premio de poesía del Fondo Nacional de las Artes.
Tengo en mis manos un ejemplar de la edición de 2018, la primera, y puedo decir que a causa de las relecturas, marcas de lápiz, convites a amigos y alumnos a algunas páginas le pasó lo que a la cinta de los cassettes en las canciones más escuchadas. Las más percudidas –y por ende más revisitadas– son las de los poemas: pet?, kóicha he´iva ymaguaregua, pombéro, tetéu y añadu.
De los treinta y un poemas que componen este libro, veinticuatro llevan títulos en guaraní. En disminuya velocidad, Rivero despliega una poética llena de cruces no sólo de lenguas, sino también de registros (términos de campo, expresiones contemporáneas, palabras propias de la tradición literaria, etc). Su escritura es fresca como el olor que desprenden los yuyos altos a la tardecita cuando afloja el calor. Yuyos por los que no pasa la cortadora y solo pueden domarse a machete, lenta y trabajosamente. En el imperativo del título: disminuya velocidad hay mucho más que un sintagma propio de señal de tránsito. Se trata, sí, de una advertencia de camino, lo que da cuenta de que se está ingresando a otro lado, a un lugar que exige otro ritmo. Pero también ese pedido de demora, como en una partitura, está marcando el tempo de lectura.
Ir –leer– más despacio implica estar presente para percibir, sentir sin pensar en el destino, no pasar por alto. El primer poema “pet?” comienza con la percepción de un olor, y es ese olor, el del tabaco, el que desata –o trae anudado– un recuerdo de infancia en la casa de la abuela:
a mí el campo me entró con el tabaco
por la nariz
después por las manos
la vista
hojas con venas
nunca había visto
las tocaba
como quien no ve
o no cree
en lo que ve
es tabaco
me dijo mamá
(…)
Este poema parece invertir el mito divino. Primero está el olor, después el tacto, luego la vista (de la que se desconfía), y por último la palabra. Palabra materna que, por otro lado, no coincide con la que el poeta elige para nombrar (el título es pet?, no tabaco). Pero el poema sigue y metonímicamente las hojas de tabaco se convierten en alas de murciélago que sorprenden a un niño, y después en manos masculinas “de tela casi/ con venas como caminos” que despiertan el deseo del adulto: “me enamoro/ de esas manos/ el día que ame/ él las tendrá así”.
El campo, como el tabaco, se mete por la nariz. Es el olor el que desencadena palabra y poema. Y es en la nariz por donde penetra el deseo. En “pombéro”, dos hombres salen al patio (decir patio y campo/ acá es redundancia) charlan, se cuentan versiones de la leyenda, se huelen y se desean:
te miro el pecho
como si me hubiese zambullido
respiro
como si me fuera a ahogar
como el aire
no lo respiro
yo me caliento con el campo
sobre todo de noche
hay una exuberancia
por el aire
que aumenta mi deseo
Pero aletargan la concreción de ese deseo: “hablamos como si quisiéramos/ sólo hablar/ y todas las palabras brillan/ se cojen”.
El olor penetra, impregna un recuerdo en la memoria, el olor calienta y el olor moja. “Cierta vez se me ocurrió/ que los alguaciles/ traían consigo/ el olor de la lluvia/ y salí a mojarme de él”, leemos en “kóicha he´íva ymaguaregua”. El olor distingue: “nadie reconoce acá/ tu olor ni tu ruido/ y cualquier animal se aleja/ de lo extraño”, dicen los versos de “ype ñembojaru”.
Todo el libro está lleno de olores, narices, catinga. Si bien aparecen imágenes sensoriales de todo tipo, el olfato es el sentido que se rescata. Como un perro que huele a otro, el cuerpo confía más en el olfato que en la vista. El reconocimiento está en el olor.
El cuerpo que siente es un cuerpo que va lento, que percibe y cuando percibe no se contenta con mirar, necesita hallarse:
la nostalgia es un aire gris
lo que distingue
paisaje
de paisaje
es el propio corazón
lo sé
pero no me hallo acá
no me hallo
El cuerpo huele, prueba, toca, escucha, late y hasta transmuta. Se convierte en jakaré, late como insecto. Pero al cuerpo se le mete el paisaje adentro y también se vuelve paisaje. Veamos sino estos versos de “laguna soto”:
cuando salimos del agua
es chamígo quien sonríe
él entiende
cómo va agarrando el cuerpo
kat? a laguna
y cómo este lugar
se halla en vos
cuando te olfatea
tu catinga
Lejos del objetivismo, el paisaje acá no se funda en la mirada, sino en el propio corazón. Y el corazón, como el río: “es ritmo/ no paisaje” (“añadu”).
(Actualización marzo–abril 2020/ BazarAmericano)