diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Que Romina escribe –quiero decir: que escribe literatura– lo sé desde siempre, desde que comenzamos a ser amigas. Seguramente, me lo contó en alguna de nuestras largas caminatas iniciales, por paisajes nuevos, fascinantes, que le daban un aire de encantamiento a la conversación.
Antes de seguir (o más bien de comenzar), tengo que hacer al menos dos aclaraciones. En primer lugar, digo que, además de “escribir”, “escribe literatura” porque, tratándose de los intereses de Romina (y de este libro) la distinción se vuelve fundamental. Ya lo veremos. Pero, en principio, conviene precisar que Romina escribe en millones de sentidos, escribe millones de escrituras diferentes: escribe ensayos teóricos-críticos-filosóficos, hace fichas de lectura, resúmenes, transcribe fragmentos en diversas lenguas, glosa, cita, comenta en los márgenes de los libros, los subraya en colores, experimenta con las tipografías en la computadora y en los borradores manuscritos, corta y pega, utiliza todas las herramientas de intervención sobre textos que aportan los programas de Windows, se escribe el cuerpo, y lleva (desde la infancia, y con religiosa puntualidad) diarios íntimos que se amontonan de a centenares. En sus páginas, garabatea, tacha, borronea, subraya, traza letras sin sentido, dibuja, intercala innumerable cantidad de papelitos con imágenes, más letras, huellas de recuerdos escritos o apenas esbozados. Si bien, es claro, muchas de estas prácticas que enumeré son habituales en nuestro trabajo de docentes, aficionados a la literatura, críticos literarios, lo cierto es que Romina las ejerce de un modo compulsivo, linyera diría, como esos acumuladores que nos muestran los reality shows norteamericanos: la escritura deviene enfermedad incurable, progresivamente degenerativa, capaz de extenderse sobre todas las superficies y todas las experiencias vitales. Doy testimonio de que todo papel que yo calificaría sin problematizaciones de mugre se convierte para ella en material imprescindible para amplificar las volumétricas páginas de sus diarios. Pero, además, Romina escribe sobre la compulsión a la escritura en sus “amados” escritores diaristas; es decir, hace de su propia enfermedad (una enfermedad que se sobrelleva a duras penas con culpa y vergüenza sin fin) el objeto de una indagación teórica y crítica minuciosa, inteligente, brillante. De modo que sus investigaciones son una suerte de diagnóstico médico, pero que ya no sirve para curar o pautar un posible tratamiento sino más bien para organizar una comunidad de enfermos por, y de, escritura que se hunden hasta el fondo, para ser lacerados, triturados, por ella, y morir o, peor, quedar vivo, aunque nunca ileso (estoy aquí intentando ya ensayar una lectura de los cuentos, de “La máquina bicentenaria” en especial). Y no solo esto, ahora me entero que Romina también convierte a la escritura en la fuente primaria de su imaginación literaria, y a sus relatos en otro espacio virtual para el ejercicio de lo que ella con tanta lucidez, y desde una biblioteca inmensa, llama la “materialidad de la escritura”.
Dije “ahora me entero”. Hago, entonces, la segunda aclaración: si bien sé desde el comienzo de nuestra amistad que Romina escribe, en el sentido acotado de escribir literatura, no había logrado hasta la publicación de este libro que compartiera conmigo alguno de sus textos, un renglón siquiera. Nunca. Nada. Suena a reproche. En efecto lo es. No obstante, siempre me aseguró, de modo convincente, que si alguna vez llegara a publicarlos (una aberración que por supuesto no sucedería jamás) yo se los presentaría. De allí un juego recurrente en nuestras entretenidas charlas: ante el desconocimiento de aquellos textos que presentaría, yo hablaría de cualquier cosa. Inventaría mis propias ficciones cuya autoría atribuiría a Romina y, al mismo tiempo, ensayaría una posible lectura crítica de ellas. Sus textos, me decía, eran tan malos, tan abominablemente espantosos, que admitían cualquier lectura, es más, cualquier lectura sería mejor que una lectura de sus cuentos. Yo me animaría a ese “acting” y ahora me doy cuenta: de algún modo lo estoy llevando a cabo. Voy a dar un rodeo para explicar por qué. Cuando aconteció lo imposible, cuando Romina, bajo los influjos de todo tipo de síntoma psiquiátrico, cometió el terrible error de publicar estos cuentos, se dignó por fin a pasarme las galeras y los leí; los leí varias veces, con ese encantamiento fascinante que provoca acceder a algo, un escrito en este caso, que tantas veces nos fue vedado. En Aire, como era de esperar, me encontré con una Romina conocida, pero al mismo tiempo irremediablemente ignorada, extraña hasta la total extranjería. Si entré en los cuentos en busca de mi amiga, de inmediato la perdí. Pero algo que intuía confirmé: Romina escribe sobre la escritura y escribe sobre lo que lee. Y ahora resulta que yo, que ella bien lo sabe, apenas sé algo de marxismo, que interpreto la realidad social e histórica como una existencia independiente del sujeto y cuyo reflejo constituye la conciencia humana, que estudio literatura realista, con una finalidad cognoscitiva y en última instancia instrumental y pedagógica, me encuentro desorientada ante la conmovedora y disparatada escritura de los cuentos de mi amiga. Sé que me estoy mimetizando un poco con Helena en el cuento “Kritik”, cuando le explica a los dueños del bar de Serodino, con una verborragia inusual en ella, los límites de sus conocimientos filosóficos, pero lo cierto es que ante la imaginación tan sabia de mi amiga se me quemaron los papeles, nada de lo que pueda decir hará justicia de la inteligencia –literaria, filosófica, mitológica– con que Romina escribe Aire. Me excuso, entonces, en mi mirada materialista de la realidad, poco afín a la reflexión acerca de los sutiles dramas existenciales del hombre, para ensayar alguna lectura errada de sus cuentos. Si digo cualquier cosa, estaré cumpliendo con el plan inicial y saldré airosa de esta absurda presentación que no iba a acontecer nunca.
Este divague aclaratorio –seguramente excesivo– ya adelantó mi camino de lectura de los cuentos de Aire. Este camino trazaría un itinerario por los siguientes asuntos, absolutamente interconectados: imaginación, lectura, escritura, eficacia de la escritura. En efecto, los cuentos de Romina son el resultado de la vertiginosa puesta en marcha de la más frondosísima imaginación; una imaginación hiperbólica que se arriesga a todo, a lo impensado e impensable, que burla todas las convenciones, los límites genéricos, los verosímiles. La literatura resulta así un ámbito de experimentación total, sin ley ni norma, en el que todo es posible.
Por momentos, la imaginación de Romina se parece a la de un niño que ve por primera vez el mundo y conecta los fenómenos más distantes hasta volverlos absurdos, pero en otros es la de una asidua lectora que puede, con eficacia, reescribir las historias de otros escritores hasta hacerlas propias, derivar de citas o fragmentos de otras escrituras una nueva versión de ellas mismas, o bien probar una lectura de ensayos y tratados filosóficos a partir de la invención. La ficción se vuelve un laboratorio, un campo de experimentación, de puesta a prueba de las teorías y las lecturas. No obstante, lejos de confirmar los saberes, los cuentos exponen su condena irremediable al fracaso cuando se prueban con la realidad. Por esas ironías que dispone el destino, lo que parecía encontrar sentido, explicarse por las vías del conocimiento especulativo, muestra rápidamente su más cruel irrisión. Así, en “Kritik”, mientras Helena desespera leyendo, fichando, marcando las obras de Kant en busca de un principio explicativo para los fenómenos, Kant en persona, en cambio, se deleita con las sobras de un asado y espera ansioso el momento de ir a la cancha con Leonardo, el simpático y muy pragmático compañero de Helena.
“Disparates” platónicos, kantianos, kafkianos de todo tipo tienen lugar en los relatos. Romina pergeña historias que convierten en pensamiento creativo sus pasiones literarias, filosóficas, mitológicas, cinematográficas, musicales (¡parece que Romina también sabe de música punk, quedé pasmada ante el descubrimiento!). Toda lectura que a ella le impactó, que conmovió alguna fibra íntima, que movilizó su reflexión, deviene potencia inventiva de la ficción.
Estoy rozando ya el tercer punto del itinerario de lectura que proponía más arriba para pensar Aire, y del que en realidad vengo cavilando desde el comienzo: la escritura. Como dije, Romina escribe sobre lo que lee y, al mismo tiempo, construye personajes cuya cualidad más sobresaliente es que son, precisamente, lectores y escritores. De hecho casi todos ellos trasladan libros, anotan y leen fragmentos al azar, escuchan y transcriben canciones, escriben versos o cuentos que no muestran, confeccionan fichas bibliográficas y, fundamentalmente, llevan diarios íntimos. Claudia Gráfika es de algún modo el personaje que condensa las múltiples modalidades de escritura y lectura que los cuentos ponen en escena, además de guardar hondas similitudes biográficas con las protagonistas femeninas de los relatos, y con su autora, en una red de identificaciones que no se cierra nunca. Apenas nombrada en algunos relatos y con un rol central en la trama de otros –aunque nunca llega a ser el personaje principal–, Claudia es la escritora, diarista y dramaturga que los personajes leen y admiran, o detestan, y cuyos rastros de vida (y de muerte) persiguen sin cesar.
Pero, además de convertirla en tema central de sus cuentos, Romina hace de la escritura literaria un espacio propicio para la experimentación con las otras formas de escritura que ella misma practica y sobre las que investiga: los relatos se vuelven entonces diarios íntimos, fichas bibliográficas, colección de citas (al mejor estilo benjaminiano) y de notas al pie (al mejor estilo de Rodolfo Walsh). En la página, los personajes narradores tachan, borronean, arrastran las letras, copian, varían tamaños y diseños, es decir, ejercitan con la materialidad de la escritura. Sobre esa materialidad impacta la posición del cuerpo al escribir, el peso del brazo, el movimiento exterior que llega a hacer de la letra “un tembladeral” (como escribe Ifigenia en su diario), que deja huellas sobre la página.
Ahora bien, si los personajes de Aire escriben es porque cuando hablan siempre hablan de más, no dicen lo justo, no dicen nada. Desean enmudecer. Si la “comunicación directa, sin evasivas retóricas” es imposible, si dialogar “es difícil en sí (…) más allá de la voluntad” (estoy citando lo que dice uno de los personajes en “La máquina bicentenaria”), la escritura evade esas dificultades, aunque al hacerlo se enfrente con otros peligros y se condene a la miseria de sentido. Improductiva y “atroz”, la escritura de estos personajes es motivo de vergüenza, de maldad, de oprobio. De allí que, en esa competencia que desde la infancia mantiene Helena, la protagonista de “Ejecuciones”, con Yanina, que siempre se sacaba diez en la escuela gracias a sus redacciones llenas “de metáforas, subordinadas inusuales, imágenes pintorescas, variedad de acciones y personajes”, quien fracase siempre sea Helena. Aspiran a escribir literatura, pero no pueden escribir más que mala literatura, o diarios. Tanto hablar bien, decir lo que se quiere, con claridad y justeza expresiva, como escribir buena literatura son deseos siempre imposibles para estos personajes condenados a la impotencia de escribir. La protagonista de “Ejecuciones” lo sabe, y sufre las consecuencias de mano de unos niños justicieros.
Varias veces hablé de lo justo, de justeza, de justicia. No es casual. Creo que de eso se trata: de equilibrio, balanzas, medidas, dosis. Todo, en el mundo de Romina (el literario, claro, aunque aquí deslindar vida y obra es una empresa imposible) es desproporcionado: muy chico, enorme, una miniatura, exceso. Lo que los personajes de Aire iluminan es que siempre se habla de más o de menos, y que en cualquiera de los dos extremos, básicamente, no se dice nada. Llego así al último punto del itinerario: el efecto de la palabra.
Los sofistas consideraban al logos como un phármakon: tanto remedio, droga curativa como bebida encantatoria, alucinógeno, veneno. Quien tuviera la capacidad de administrar el phármakon en su justa medida estaría en mejores condiciones de dirigir la voluntad de los oyentes en la polis. En “La venganza de Palamedes”, Romina expone, pone a prueba (como decía más arriba), los poderes del logos phármakon. Dos amigas, Mirta y Estela, acaban de asistir al teatro a ver la opera prima de Claudia Gráfika, quien al decir de Estela, solo puede escribir diarios “deprimentes”, poesía gótica y, al parecer, ahora también “bodrios” teatrales. El cuento está construido como un diálogo entre las amigas. Una no entendió la obra, inspirada en la mitología griega, por eso la otra le va explicando quién era quién: Sócrates, Ifigenia, Clitemnestra, Antea, Odiseo, Palamedes, Agamenón, varios más. Nos vamos enterando, entonces, que la obra contaba las historias de héroes mitológicos que utilizan la escritura para engañar: por despecho, cólera o para salvarse escriben “tabillas engañosas” cuyas consecuencias las padecen otros, inocentes que mueren, son condenados. La escritura se vuelve artimaña para mentir. A medida que caminan y conversan, las amigas comienzan a acusar los efectos alucinógenos de unos caramelos con formas de letras dentadas que regalaban al ingresar al teatro, y que comieron en exceso. La obra clásica deviene una delictiva performance vanguardista que traspasa el escenario para impactar en la vida de estas mujeres. Así la escritura en los cuentos: capaz de provocar (o provocada por) efectos narcóticos (¿será que Romina ejecuta un programa surrealista?), la escritura envenena, mata, también encanta, porque no se dosifica.
Como dice el personaje de “La máquina bicentenaria”, dialogar es difícil, decir la verdad es “una pretensión que no conduce a nada”. Esa verdad puede entreverse ya no en el relato de una persona sino más bien en el armado de una historia (sigo parafraseando al personaje). En “La venganza de Palamedes”, enteradas de lo sucedido con los caramelos, las amigas continúan caminando, drogadas. Si hablan de más o de menos, si se entienden, ya no importa, nunca importó. Conversan y caminan bajo los efectos encantatorios de la palabra.
Me doy cuenta, ahora que termino, de que más que hablar de cualquier cosa como preveía en el juego que inventamos con Romina, en esta presentación de su primer libro más bien no dije nada: no dije una palabra de la importancia del plano de la ciudad en las tramas de los cuentos, de los usos diversos de las voces narrativas, de la conflictividad de los lazos familiares y del contraste afectivo entre padres y abuelos, de la centralidad de la respiración (del aire y su falta), del cine de Favio, del suicidio más como plan de vida que como tentación de muerte, del recurso al policial, del par palabra-vampirismo, de la nostalgia de la infancia perdida que se padece en el cuerpo, de la experiencia del beso por oposición a la sexualidad adulta que se experimenta en orgías y violaciones, del habitar poético del hombre en la tierra que recupera de Hölderlin, vía Heidegger. No importa, de cualquier modo, si siguiera hablando tampoco diría nada y seguramente no se entendería.
(Actualización marzo-abril 2020/ BazarAmericano)