diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La llanura de Joyce
Anna Livia Bolivianna, de Ricardo Strafacce, Córdoba, Borde Perdido Editora, 2018
Pensando en titular esta reseña, dudaba. No sabía si ajustarme más a la objetividad del texto, si es que tal cosa existiera, o al impacto que en mí produjera su lectura. Porque si a lo primero aludiera, acaso lo mejor habría sido atenerse a la propia declaración del autor en la primera página del libro, en su primera estrofa: la llanura de los chistes, la Argentina como llanura de chistes, el homenaje a Lamborghini, a su justa causa, y el texto como un trozo de esa jocosa estepa: “me gasté mis veinte centavos de lectura para ver: / para ver cómo venía la cosa / en la ranura, / para entender los chistes simples, / su llanura”. Pero a vuelta de página me encuentro con una línea, ya no lamborghina sino strafalaria, que decía: “en un bar del país de las villas / y sin otro aliciente que el mar de la botella / fui feliz como una niña.” Yo fui feliz como una niña al transitar esta pampa hilarante, y quizá sea lo más justo de esta causa decirlo de entrada, desde el vamos: este libro tiene la forma de la felicidad. No la tan mentada “promesa de felicidad” de Stendhal, del arte como utopía, sino una felicidad en acto, antiutópica, un realismo político anti-realista, una política del goce literal. Indeciso como soy, busco soluciones de compromiso, palabras-valija que me eviten elegir sólo un lado de la cosa. Y como la justicia de esta causa exige ese arte sincrético de la equivocidad, quizás por eso pensé que después de todo la felicidad de esa niña y el argento país de los chistes son una misma cosa: Joyce, que, igual que Freud, significa alegría, un Joyce que está sudaquizado en el título del libro, y que ocupa un lugar irónicamente programático en el epígrafe que lo enmarca: “Para alguien que escribe en español después de Quevedo / no hay frivolidad menor que servirse de Joyce”. Entonces pensé, y sí: de Macedonio a Strafacce, el honor de la Argentina como traición cultural, es ser esa Dublín al sur, esa llanura de chistes, esa pampa de equívocos. Entre chistes y felicidad, el título se despejaba: la llanura de Joyce.
¿Y qué implicará este servirse de Joyce para escribir en un español que se anuncia como barroco y sudaca a la vez? Nada menos que la celebración del descalabro de la lengua. Si en la narrativa de Strafacce parece prevalecer la fuga hacia delante de una imaginación desbocada y delirante, en su escritura poética pareciera primar un ejercicio descompositivo, lúdico y violento a la vez, sobre la materialidad literal de las palabras. Para usar esa fórmula famosa y feliz, acuñada para referirse a Lamborghini, en la poética de Strafacce se pone en juego, y de manera radical, un hacer sonar la lengua. Como decía Pauls, “Lengua, ¡sonaste!: ¿qué libros ´de literatura argentina´ podrían jactarse de interpelar así a la lengua (la nacionalidad) que los arrulla y de la que se dicen tributarios?” No hay dudas: este libro de Strafacce puede abrigar esa jactancia. Anna Livia Bolivianna hace sonar la lengua, vale decir, le hace justicia y la ajusticia, le da la máxima vida y la pone en máximo peligro, la hace vibrar en su esplendor material y hace desfallecer todas sus certezas.
Hacer sonar la lengua: un materialismo de la letra y de la voz, que devuelve el lenguaje a su estado naciente, allí, en cavernas que se vuelven libertellianas tabernas, donde la lengua recuerda que es trazo y vagido, grafía y fonía, palotes y voz. Este libro pide una lectura a la vez plástica y entonada, pictográfica y vocal. Sin presunciones experimentalistas, no escatima experimentos de poesía visual, y mina todo el terreno con chistes ocultos en la planicie del texto. Ocultos en la superficie, así es la llanura de Joyce. Aún en su gesto lúdico o satírico, este libro exige una lectura atenta, detenida, una lectura que debe situarse entre el ojo y la lengua, pasar por distintos sentidos para llegar a desplegar la potencia de sus efectos. Hay chistes sólo visibles, los hay sólo audibles, y parte de esta fiesta del lenguaje consiste en esta alternancia de los sentidos, de los órganos materiales de la lectura, para la emergencia del chiste, del choque de sentidos. Como en dadá, el sentido no es evidente, pero no porque se adentre en la oscuridad de la espesura simbolista, sino porque destella fugaz en un choque imprevisto. Como decía, aún en su lúdica liviandad, el libro exige una lectura muy detenida y atenta, deletreante, deletérea. Pide que la palabra sea mirada, letra a letra, que sus sonidos sean entonados, uno a uno, primero staccato, después legato, para poder dar con las cavernas que las comunican secretamente, y que muestran el sostenido trabajo destructivo del viejo topo de la lengua. Observar y hacer sonar cada palabra, en cada verso. El efecto es mágico y feliz. Como en esas famosas imágenes dobles de las que gustan los gestálticos, de tanto mirar el pato, de pronto aparece el conejo, como de la galera del mago de la lengua. Así se desarma el orden del sentido en el libro: mostrando que no hay palabra que no pueda partirse en dos, que el lenguaje es el hachazo que impide que cada palabra coincida consigo misma.
Este materialismo feliz despliega, a la vez, dos estrategias recurrentes a lo largo del libro. Dos movimientos complementarios, quizá los dos sentidos del hacer sonar la lengua: la dispersión y la concentración del sentido: lo que parecía unido se separa, lo que estaba separado se une. Freud había dicho que esas eran los dos movimientos básicos del trabajo el sueño: desplazamiento y condensación. Movimientos centrífugo y centrípeto que permiten esta lujuriosa promiscuidad de sentidos inestables y en movimiento perpetuo. El primer gesto, centrífugo, metonímico, es el del insistente juego de la paronomasia y los equívocos. Haciendo chocar sonidos afines y sentidos distantes, el juego de la significación se aplaza y desplaza indefinidamente (“anoche te llamé / porque me mamé como un inglés / hasta las ingles, como El inglés de los huevos.”). El segundo gesto, centrípeto, concentrado, metafórico, se cincela carrollianamente en un uso desopilante de palabras-valija. Incluso se lo enuncia, en un bellísimo condensado de programa estético-político y chiste literario, en la primera página del libro: “Fueron ríos de gin / hebras de brandyelocuencia / y un whiscarroll de etiqueta quieta”. Ese maravilloso hallazgo, “whiscarroll”, que es Whisky y Carroll, pero que también es Louis Carroll y Whiscacho, condensa, en lo formal y en lo sustancial, el impulso del libro. Si Joyce es llevado al sur del lenguaje, Carroll es convidado a la taberna libertelliana. Asoma Zelarayán, no sólo la Gran Salina que transforma el misterio literario en la Miss Tedio escrituraria, sino el de aquel maravilloso “Posfacio con deudas” a La obsesión del espacio, en la que se formulaba una estética experimental y plebeya que sigue siendo la de este libro: las conversaciones de borrachos como modelos de juego incesante del sentido, de poesía universal y progresiva: una palabra lleva a la otra... No es indiferente que Strafacce haya querido presentar su libro en un bar, en su predilecto Varela Varelita. Porque el bar es en este libro la fábrica del poema. Por eso para hablar del habla del balbuceo no se dice bablar, se construye otra whiscarrolleada y se pronuncia: blabar. La babélica habla que se bifurca, intraducible, y que ha sido muchas veces (mal)dicha como bablar, como entredecir, como atolondradicho, como lalenguajear, aquí se especifica, se nos hace escuchar ese rumor etílico del bar, que libertelliano es también la barra, a la que se sientan los parroquianos del bar a ver el único árbol (saussureano) de la plaza: desde la barra, blabar es demorarse, como borracho, en la no coincidencia de las palabras consigo mismas, en el juego infinito de un habla que no cesa (¡otra ronda!), por estar atravesada por esa barra, por ese bar, por esa etílica y feliz imposibilidad de fijarse a un referente, a un sentido, a un relato. Aquí es donde el libro precisa a Libertella, lo necesita y lo ajusta: si en Libertella el escritor es un cavernícola, en Strafacce es un tabernícola, que se excede (en el alcohol) y que se sienta a mirar, morosa e indefinidamente, desde la barra inestable del lenguaje, la imposibilidad de estabilizar el sentido, la singularidad irreductible del árbol, la aventura interminable de la lengua.
Si no existen los poetas, sino los hablados por la poesía, era esperable que el propio autor fuese sometido al dictamen etílico de su poética: “un notario, / poeta pero nada otario / (más bien todo lo contrario) / al que lacanna lo tenía entre reja y reja / por vate y por poliglotón”. Inventa una etimología promiscua para lengua y glotonería, para glota y gula. No nos promete nada, lanza palabras como actos, acontecimientos de una justicia sumaria y poliglotona, administrada en los tribunales imposibles de este escribardo strafalario. Leemos su sentencia: Anna Livia escribe su epopolla latina y poliglotona. Versifica, erudita y novelosa, fenollosa. Altos hornos para tan traductora tarea en una sola olla. Calor, annagrama, sabor. Y cuando creímos leer la misma lengua de barroco sudor, la tropibablia franca y multicolor, cae el violento rayo de la alegría, que se dice joy, que se dice Freud, que destruye la hybrida obra, y que alumbra a lalengua como el fraude más directo hacia el dios. ¡Araca Lacanna! Que no desalienten las ruinas, los trozos, artificios inútiles, dudosos, que al cabo andando se acomodan los melones. Y si Bolivianna no tenía salida al mar, ahora tiene esta isla de Finnegans… ¡altiplanna!
(Actualización marzo-abril 2020/ BazarAmericano)