diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Los efectos aguijonea el estado de pregunta desde su enunciación en ese objeto delicado y raro editado este año por la Colección Narrativa de Qeja.
¿Efectos como consecuencia de qué causas? ¿Efectos en nuestra percepción sensible o en nuestra máquina personal de entender el mundo, los mundos? ¿O quizás, una transfiguración en la escritura de aquellos que en el lenguaje audiovisual se llaman “efectos especiales”? En cada lectora o lector tendrá sus resonancias que van más allá de estos interrogantes. Efecto es una palabra que arde cuando está sola: estimula el hambre de un relato, impulsa a buscar posibles vínculos, a querer atar cabos, todavía desconocidos hasta entrar al libro. Efecto es una palabra-flecha. Luego sabremos que es el nombre del segundo de los siete cuentos reunidos en este sacudidor primer libro de Sergio Frugoni. Pero al ser elegido como título aglutinante su ardor se derrama y destella un impulso de indagación que oficia de puerta de entrada.
La inquietud puede acentuarse al leer los dos epígrafes que dan inicio al libro, uno de Felisberto Hernández y otro de Werner Herzog: ambos comparten la idea de un silencio que de tranquilidad no tiene nada.
Lo no dicho parece devenir una clave de lectura en el encuentro con cada uno de los cuentos y probablemente sea uno de los efectos que caracterizan a la filigrana sutil de estas narraciones: experimentar como lectorxs la paradoja de la búsqueda de referencias allí donde los sentidos se abisman.
La condición vital de Sergio como viajero de aire, tierra y mar profundo puede haber nutrido el nomadismo atmosférico y espacial que caracteriza a las localizaciones ficcionales de estos cuentos. La importancia dada a la textura de los distintos climas es casi tanta como la delicadeza en la construcción de personajes en estado de vulnerabilidad existencial. En cada uno de los cuentos se despliega su atención sutil al misterio de vidas ficcionales que parecen buscar algo que se retacea minuciosamente.
El libro comienza y termina con dos historias en las que el mar es más que un paisaje. La onírica imagen de tapa del libro preludia un umbral para la extrañeza marina. En el primer cuento, “El bloque invisible”, el mar antártico parece una escenografía fantasmagórica que enmarca el viaje de un buque de investigación donde el narrador en primera persona es un meteorólogo no muy riguroso en sus calibraciones climáticas. Como un guiño a la relativización de las jerarquías en las fuentes de los discursos científicos, el epígrafe que encabeza el relato es una entrada de Wikipedia sobre el pronóstico del tiempo. Sugestivamente se habla de “cambios pequeños en una parte que pueden crecer hasta tener efectos grandes en todo el sistema”, casi un pequeño tratado de teoría narrativa como la que predomina en este libro. La atención del meteorólogo es atraída por un concierto para piano de Prokofiev que suena en el camarote de un ruso, extraño tripulante que recuerda algunos momentos de Limonov, la novela de Carrere. Una obsesión impulsada por un desvío sonoro: así comienza este libro.
El mar también sureño está presente con un dramatismo singular en el séptimo y último cuento, “Solo nos quedarán las piedras”. Un hombre herido huye de una acción tremenda y de quienes lo persiguen. El cerro, las rocas, las piedras son el obstáculo físico que se interpone entre un hombre y la libertad vista desde el comienzo de su huída como imposible. A pesar de la constante sensación de atrapamiento y condena, el destino final del que huye conjuga con una trágica luz los verbos intraducibles del mar.
En la línea del mar el agua parecía oscura como los ojos de una iguana: Báez dio una última mirada hacia atrás, hacia el camino por el que había llegado, esperando una señal postrera de los perseguidores. No hubo ni metal, ni gritos, ni sangre caliente. Apenas el quejido de un pájaro invisible.
Un mar representado en una tarjeta postal da comienzo a “De la part de César,” un cuento que más allá de la melancolía de su protagonista, una estudiante argentina que viajó a Francia para alejarse de un desamor, podría considerarse una microepopeya poética, la transmutación de la lectura de una imagen en una aventura performática que reinventa el deseo.
El cuento “Combustión” es la puesta en estado de narración de un oxímoron lumínico: el recuerdo de una relación familiar oscura se enciende en el presente del relato más allá de la voluntad, como si lo sufrido no pudiera quedar nunca atrás. El texto de Quignard en el epígrafe lo anuncia con filosófica contundencia: “Así es lo anterior; lo que hemos olvidado no nos olvida”. La urdimbre de luces en este relato tiene espesor, materialidad, produce efectos en la posibilidad de ver y de recordar como si se tratara del diseño luminotécnico de una obra teatral a cielo abierto.
En el texto de contratapa, Chitarroni destaca las indagaciones y desplazamientos del punto de vista, artilugio narrativo que Sergio urde sorprendiendo cada vez. En tres de los relatos quienes cuentan y ven, lo hacen desde un aparente lugar de subalternidad en los vínculos familiares por diversas razones: la condición de nieto de una abuela que oculta un raro pacto en “Los efectos”, el ser hijo de un siniestro padre en el juego de voces de “Pájaro muerto sobre el capot” y las astucias del débil exploradas por un hijo discapacitado que juega a desarticular simbólicamente la dependencia física en “El perro que reza”. La constricción del ángulo focal tensiona con diversos modos de la resistencia:
El perro que reza sigue dando vueltas por la cuadra. Siento que estamos conectados aunque lo odie. Si pudiera, yo también le rezaría a su dios para que me ayude.
El entramado entre palabras y silencios narrativos en estos cuentos es cómplice de unos modos de decir que bucean en aguas poéticas. La dilución de fronteras entre narrar y hacer poesía es uno de los beneficios estéticos que cada uno de los siete cuentos propone como si se tratara de variaciones musicales sobre lo necesariamente insondable.
Quizás una manera de compartir su navegación por esas zonas limítrofes sea jugar a dibujar un montaje de imágenes de sus cuentos habitados por las disposiciones siempre inatrapables del mar. Probemos:
El mar se mueve al ritmo de la música como si el agua misma fuera música.
El mar transparente se asoma como una promesa definitiva.
Apenas dio la primera brazada, el mar lo recibió con una suave ondulación.
Reunir una y otra vez oleadas de sombra y luz probablemente sea uno de los efectos deseantes que el libro de Sergio Frugoni provoca en quienes leemos, devenidxs en ávidos buscadorxs de lo que se nos escapa tan bellamente.
(Actualización diciembre 2019 – febrero 2020/ BazarAmericano)