diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Elogio de la incomodidad*
Victoria Ocampo, cronista outsider, de María Celia Vázquez, Rosario/ Buenos Aires, Beatriz Viterbo editora/ Fundación Sur, 2018

Buenas tardes. Quiero empezar con el último capítulo del libro, en el que María Celia lee dos textos que Victoria Ocampo le dedica a Drieu La Rochelle, el amante y amigo quien, ya con acusaciones comprobadas de haber participado de la ocupación nazi, se había suicidado en 1945 siete meses después de la liberación de París. ¿Qué lee María Celia ahí? Lee la aceptación de Ocampo “de asumir el riesgo, la incomodidad política que supone, para alguien antifascista como ella, el hecho de salir a respaldar a un colaboracionista”. El respaldo consiste en un gesto amoroso. Amparada en el Derrida que afirma que la única hospitalidad posible es con el Otro, en el que señala “Solo se ama declarando que se ama” y también en el Barthes que escribe “Hablar es siempre decir algo de alguien” —tengan en cuenta esta frase para pensar esta misma intervención—, María Celia muestra cómo en esos escritos Ocampo no habla exactamente de Drieu sino que habla con él, que sigue hablando con él, y que es inclusive capaz de ofrecerle una voz para que él mismo siga hablando o, mejor aún, hablándole, después de la muerte. Ahí está por ejemplo ese momento de la conferencia que Ocampo brinda en 1949 cuando, después de una serie de consideraciones morales sobre la conducta de La Rochelle, ella de pronto interrumpe la reflexión y comenta, en una confesión en la que lo privado asoma en lo público: “Por qué no está él aquí presente para decirme, en tono burlón, como de costumbre: ‘Reconozco en tu análisis de mi persona tu moral de institutriz inglesa’”. Pero no quiero solo señalar la capacidad del análisis para llevar al lector a prestar atención a ese pasaje ni señalar el uso que hace María Celia de la teoría para arribar a esa instancia habiendo desplegado ya los sentidos posibles para reconocer su singularidad; quiero distinguir cómo en esa operación de Ocampo sobre Drieu está presente en parte la operación general del libro, la cual podría ser definida, en una primera instancia, como una lectura amorosa de la obra de Ocampo. Esa cualidad es indisociable además de la condición de una mujer argentina que lee –con un intermedio cronológico nada inocente o ingenuo en relación a la percepción de esa condición– los escritos de otra mujer argentina.

Pero en la operatoria de los textos de Ocampo sobre Drieu hay posibilidades de reconocer también una reflexión general sobre el sentido de esta investigación sobre Ocampo; inclusive, si no me entusiasmé demasiado, sobre la concepción con la que María Celia piensa el trabajo crítico. De hecho, al hacer una primera aproximación a esos dos textos de Ocampo sobre su amante y amigo, María Celia afirma, casi como al pasar, que fueron “tan incómodos de escribir como de leer”. La detección de la incomodidad de la escritura se extiende a la propia incomodidad de la lectura; o al revés, tal vez. En esa comprensión de la incomodidad, inseparable tanto del gesto amoroso como de la complicidad activista, se extiende entonces otra posibilidad más para aproximarse a Victoria Ocampo, cronista outsider. Porque este libro declara un desafío: el de armar un objeto de lectura incómodo. Leer sus páginas es ser invitado una y otra vez a sopesar una pregunta: ¿tiene algún sentido la lectura crítica al margen de la incomodidad? ¿Tiene sentido fichar, estudiar, analizar, revisar, indagar —durante años y años, mientras se dan clases, se prepara un seminario, se busca una casa donde vivir, se trabaja con un tesista— aquello que no supone algún grado de incomodidad en relación a los propios presupuestos y la propia formación? No hay ninguna contradicción entre indicar una lectura amorosa y a la vez la voluntad de armar un objeto incómodo. Eso es, en definitiva, lo que hace Ocampo a la hora de hablar de, sobre y con Drieu en el ejercicio de evitar el elogio o la condena para buscar, si no la comprensión, al menos la ocasión para que una interrogación pueda ser formulada.

En un libro que se propone registrar las intervenciones públicas y los modos de autofiguración de Victoria Ocampo en la Argentina del período 1930 – 1960, la despedida doble al amigo colaboracionista no puede constituir de ningún modo el objeto de mayor incomodidad. Lo sabemos: en ese tiempo se produce un fenómeno cuyas consecuencias, si pensáramos en términos más lineales, o sus emergencias, si pensáramos en términos menos progresivos, siguen teniendo una presencia más que relevante en la cultura no solo política de nuestro país. ¿Hace falta que lo nombre? ¡Permítanme evitar convocarlo en el ámbito universitario! Si la lectura amorosa de Ocampo sobre Drieu es incómoda de leer, ¿qué decir de pensar su figura y leer sus Testimonios como objeto de las polémicas planteadas en el campo intelectual argentino cada vez más radicalizado de los ‘50, en el que confluyen nacionalismo, peronismo e izquierda nacional-popular? El análisis selecciona dos intervenciones de esa época (Jorge Abelardo Ramos con su Crisis y resurrección de la literatura argentina, de 1954, y José Hernández Arreghi con Imperialismo y cultura, de 1957), en las que la revista Sur es considerada referente emblemático de la “Argentina semicolonial” y la propia Ocampo como una –déjenme citar alguno de los sintagmas más sutiles— “enemiga del pueblo”. Las teorías de lo amoroso ya no parecen la mejor opción en este tramo. Aquí son teorías de guerra las convocadas, tal como la del Marc Angenot de La palabra panfletaria, quien lee este tipo de disputas desde la concepción de una máquina bélica y retórica que manifiesta la política como ámbito excluyente de dos figuras: amigos y enemigos.

Pero hay que estar atentos. Porque si bien María Celia hace uso de esa perspectiva binaria para leer estas polémicas atravesadas por una violencia verbal creciente a la que Ocampo responde con el silencio no menos violento que se le ofrece a lo que no existe, la figura crítica que ella misma produce y ocupa a lo largo de todo el libro escapa de esa máquina una y otra vez. Por eso un buen ejercicio a hacer con Victoria Ocampo, cronista outsider sería el de distinguir cómo, al mismo tiempo que se le presta una atención dedicada y demorada a las prosas de Ocampo sobre los “episodios intimidatorios” que vive durante los primeros gobiernos peronistas, incluyendo su condición de presa política y su experiencia en la cárcel del Buen Pastor, los pasajes de Ocampo son citados y comentados desde una distancia tan cuidada como definitiva. Acá anoté algunos de esos momentos: “ese gobierno que ella rechaza por despótico”; “prefiere usar el epíteto dictador”; “a juicio de Ocampo”; “ser una persona, y no un recurso para fines políticos, como a su juicio pretenden Perón y el peronismo”. ¿Qué distinguir en estos sintagmas? Inscripto materialmente en el uso de la lengua, el trabajo en la incomodidad. Se trata de acechar amorosamente un objeto con el cual se mantiene una posición diferente sobre la historia argentina.

Pero entonces podríamos preguntarnos —habitados como estamos por las versiones más actualizadas de la lógica binaria de la guerra—, ¿se sustenta la posición de María Celia en esa tradición hecha de nacionalismo, peronismo e izquierda nacional-popular configurada en nuestro país hacia la mitad del siglo XX con libros como los de Ramos y Hernández Arregui? Mmmm, qué problema. Porque una de las evaluaciones de este trabajo consiste en mostrar justamente la incapacidad de esos libros para hacer una lectura perspicaz tanto de la actividad general de Ocampo (la cual en el prólogo —instancia definitiva de este volumen— es definida como “programa cultural”) como de los desafíos que propone su escritura, los cuales son leídos por María Celia, poniendo énfasis sobre todo en Testimonios, desde el carácter híbrido de la crónica y la distinción de la tendencia hacia el habla desplegada en su lengua escrita. No, tramados con radicalidad por la polarización de los ‘50, Ramos aparece subsumiendo por completo la literatura a la historia y Hernández Arregui como un lector destructivo que se maneja con ideas preconcebidas, aborda los textos con la voluntad única de confirmar sus tesis, y es inclusive capaz de recortar y seleccionar arbitrariamente el corpus a fin de confirmar sus ideas. Esa perspectiva de pensamiento queda entonces expuesta en este libro desde su incapacidad para interrogar a Ocampo; es decir: queda expuesta como una perspectiva incapaz de abordar la incomodidad.

Por eso asume un valor distintivo en esta investigación la correspondencia privada que intercambian Ocampo y Jauretche entre 1971 y 1973, iniciada a propósito de la lectura que hace aquella de una reedición de Filo, contrafilo y punta, publicado originalmente en 1964 y en el que se había incorporado el ensayo “Analfas y snobs en la intelligentzia argentina”. También en la constitución de esta correspondencia emerge una cualidad para la cual el esquema bélico y binario se muestra insuficiente. De hecho en ese ensayo Jauretche, a la par que despliega una lectura clasista de Ocampo justificando su posición desde su formación en esas familias que “sustituyeron la obra del hogar con la presencia intrusa de institutrices”, lo cual le permite compararla con una “epífita” (“ajena a la tierra natal y al tronco que la sustentó”), también admite, aún explicitando “entre la gente de su clase”, el mérito de haber hecho “una obra de cultura excepcional”. María Celia lee la correspondencia para verificar instancias inverosímiles y efectivas de encuentro, la mayor de las cuales consiste en la predilección compartida por un uso de la lengua tramado en la ficción de una impronta oral y local. Pero a la vez es evidente que, aún en un registro de similitud dado por el tono afable, la referencia al refranero popular y el uso omnipresente de la ironía, las diferencias se mantienen, haciendo de ese intercambio cuyo carácter alguna vez privado concentra lo que no se podía y tal vez no se puede decir aún públicamente en la cultura argentina, un documento extraordinario de nuestra historia. Así, al final de una carta Ocampo retoma la comparación de la que había sido hecha objeto: “La saluda de nuevo cordialmente y le ruega que extienda a la bandera idolatrada el saludo de una epífita indigna de ella”. Entre una misiva y otra, una lengua común exhibe los alcances diversos de lo común. Cuando Ocampo escribe “Nuestras diferencias son incurables, parecería. De todos modos podemos coincidir en el reino vegetal, ya que en él se muestra usted más clemente con la extranjería. Habla con cariño del nada nacional, y tan argentino, sin embargo, azederach…” (ese que habitualmente conocemos como “árbol del paraíso”), la oposición neta entre “cosmopolitismo” y “nacionalismo” empieza a quebrarse para dejar surgir una concepción de lo nacional inestable que, para seguir en ese orden de lo vegetal, ofrece una tendencia hacia lo híbrido, el injerto, los desplazamientos y las transformaciones. Es desde esa concepción que Ocampo también se puede permitir afirmar: “Yo creo que su nacionalismo puede hacer mucho más daño al país que mi revista, figúrese”. Epa.

A su vez —ya voy terminando—, no habría que dejar pasar la única perspicacia que este libro le reconoce a Hernández Arregui en aquellas polémicas de los ‘50: la de atacar el perfil moralista de Ocampo. El moralismo en cuestión es aquel desde el que se podía sostener una frase plena en términos tan altos, amplios y abstractos como esta: “La defensa de la cultura como valor superior y la defensa de la persona como garantía de libertades”. Es sin duda desde el reconocimiento de esa moral insistente, tramada por los conflictos de entreguerras, que es posible verificar cómo para Ocampo el peronismo constituyó una experiencia preocupante, dramática e inclusive límite, con pocas o nulas chances de ser comprendida. Porque así como Ocampo puede de pronto proponer una concepción compleja de “lo nacional”, es incapaz de aproximarse con alguna inteligencia a una medida compleja como el aguinaldo o las vacaciones pagas. Ay, qué incomodo ha sido el peronismo para esa “moral humanista”. Y qué incómodo ha sido el peronismo, si no para la universidad argentina en general, al menos para una universidad como la nuestra, cuyo impulso inicial y planteamiento general fue inseparable de la biblioteca sobre la que se fundó aquella moral trascendente e interesada. Porque, por supuesto, cuando pensamos en un movimiento político como el peronismo, los hombres dejan de existir. Si alguna vez habitó en la Argentina un hombre esencial, lo más probable es que haya marchado por las calles de Buenos Aires bajo una bandera tan poco esencial de la Unión Democrática en los días previos a las elecciones del ‘45. No, del lado del peronismo no había hombres; había obreras de Ensenada, metalúrgicos de Berisso, peones de Lobos necesitados de un estatuto. El modo en que Ocampo, con su perspectiva moral y humanista, se ciega ante la conmoción política del peronismo termina inscripto en su misma escritura: cuando menos piensa desde los términos de esa moral —como cuando lo hace en la correspondencia con Jauretche—, su prosa adquiere una ductilidad y densidad de registro que pierde al referirse a ese a-histórico y tan histórico a la vez “ser humano”.

Vuelvo al inicio, o sea al capítulo final de este libro con su promesa de trabajos por venir, para indicar un aspecto más. Al reflexionar sobre la operación que hace Ocampo en sus textos sobre Drieu La Rochelle, María Celia logra entrever, desde esa cualidad amorosa y activista que señalamos al principio, que en esas intervenciones no hay ningún valor táctico: Ocampo se deja adrede llevar por el “amor que siente por el muerto”. Yo quiero pensar, tal vez irresponsablemente, que en esta investigación que hizo María Celia a través de tantos años ella se tiene que haber encontrado en varias ocasiones ante la pregunta por el valor táctico de este proyecto y de este libro. A ver, la irresponsabilidad no está en haber imaginado esa pregunta sino en sospechar que, cada vez que el interrogante se le presentó, no pudo hallar una respuesta que la convenciera, y que tal vez pudo suspender la ansiedad por responderla recordando a la bibliotecaria que en su pueblo natal, Guaminí, le regaló a mediados de los ’70, probablemente cuando estaba por abandonar ese pueblo para venirse a Bahía Blanca a estudiar “Letras”, uno de los tomos de los Testimonios. Esa bibliotecaria se llamaba “Rosalía” y está nombrada junto a ese episodio al final de los agradecimientos. Toda esta disquisición la hice para pronunciar el término “Guaminí”, porque en realidad lo que quisiera plantear es que importa menos la respuesta que María Celia pudo o no haberse dado que la tentativa, aproximada, numerosa y diferenciada, que deberíamos dar nosotros ahora, al leer este libro finalmente publicado. ¿Cuál es el valor táctico de Victoria Ocampo, cronista outsider, entonces? De varios posibles argumentos, quiero señalar el valor, en términos críticos, de preguntarse por lo que no se ha leído o no se ha podido leer dentro de una tradición de pensamiento. Dicho de otro modo: el valor táctico de este libro consiste en proponer que la afirmación de lo mismo puede ser tan cómoda como insustancial. Si bien la práctica crítica tiene especificidades y ámbitos distintos a la práctica política, más allá de los vínculos y persistencias que pudieran establecerse entre una y otra, también se podría decir que hay en este libro un valor táctico para pensar el presente político: el de indicarnos que la afirmación de lo mismo puede ser tan cómoda como insustancial. Sí, lo que nos ha ofrecido María Celia es la incomodidad como un don.

 

*Este es el texto de la presentación de Victoria Ocampo, cronista outsider, el 5 de septiembre de 2019, en el Centro Histórico Cultural de la Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca.

 

 

(Actualización diciembre 2019 – febrero 2020/ BazarAmericano)

 

 




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ISSN 2314-1646