diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Victoria Ocampo, cronista outsider de María Celia Vázquez, es, a su modo, un tratado sobre la amistad, sobre la ambivalencia de las amistades y enemistades intelectuales, sobre cómo los amigos pueden convertirse en adversarios y los adversarios, en ocasiones, enemigos furiosos, también pueden actuar como amigos. Empiezo retomando esta idea que hace unos meses apunté como introducción a la entrevista que, con María Fernanda Alle, le hicimos a María Celia para la revista ñ, porque la escritura de esta presentación solo ha conseguido afianzarla. ¿Cuándo se empieza a escribir un libro?, pregunta María Celia en los agradecimientos del suyo. En mi recuerdo, la historia de Victoria Ocampo, cronista outsider se liga a circunstancias precisas que, valoradas en retroactivo, resultan providenciales. Fui testigo de varias de las que importan. María Celia llegó a Victoria Ocampo a través del peronismo de izquierda. Hay que poder dar esa vuelta completa, en la que, junto con las bibliotecas, mutan también convicciones y preconceptos. “La reencontré -dice en la entrevista- en los años 90 gracias a los ensayistas políticos del nacionalismo popular, para quienes ella era el emblema de la cultura liberal oligárquica.” Recuerdo ese momento en detalles porque, próximo al comienzo de nuestra amistad, una amistad que entre una cosa y otra lleva más de 20 años, tiene la intensidad creciente que con el tiempo adquieren los años de formación compartida. 1997, 98, 99, los últimos años del menemato, años duros para la universidad argentina, que así y todo fueron también, para nosotras, productivos y felices. No descarto que estas vicisitudes personales incidan más de la cuenta en mi lectura del libro.
Cursábamos la Maestría en Letras Hispánicas de la Universidad Nacional de Mar del Plata. María Celia había decidido tomar el seminario de Carlos Altamirano sobre peronismo y cultura de izquierda. El curso anticiparía las tesis del libro homónimo que Altamirano publicó en 2001. En ese marco, al que se sumaba también Villa Victoria, muchos de los seminarios de la maestría se organizaban en la casa de Matheu 1851, del barrio Los Troncos, ella releería a los nacionalistas de izquierda, muy en particular a Abelardo Ramos y Juan José Hernández Arregui. La retórica iracunda de esos textos le provocaba una perplejidad absoluta. “Hay que leer a estos tipos para entender a Victoria Ocampo. Hay que leerlos, Juditha. No se entiende a Victoria sin el peronismo.” En su desmesura, la ecuación me resultaba una imprudencia. Por supuesto, mi opinión era irrelevante frente al entusiasmo que esa misma desmesura despertaba en ella. Mientras leía a Victoria Ocampo, o mejor, para poder leerla, María Celia se transformó en una especialista en peronismo. Fue así como lo cuento; parece un dislate, pero así fue. Coordinó un proyecto de investigación sobre el tema, publicó un libro colectivo, Intervenciones intelectuales en el contexto del peronismo clásico, dictó cursos y seminarios sobre el asunto. De un modo u otro, se las ingenió para invitarme a participar de todas las instancias, lo que me permitió ir viendo de cerca cómo ese estrabismo, que en principio parecía alejarla cada vez más de Ocampo, se transformaría de golpe, una epifanía, en perspectiva para inventar la suya. La Victoria Ocampo, de María Celia Vázquez, como hay también, la de Beatriz Sarlo, la de Cristina Iglesia, la de Sylvia Molloy, la de Nora Catelli, por mencionar solo algunas de lectoras argentinas con las que su Victoria dialoga.
Fueron los ensayistas políticos del arco nacional y popular los que le indicaron a María Celia la importancia de concentrase en los Testimonios, diez tomos de textos misceláneos, publicados a lo largo de la vida de Ocampo, entre 1935 y 1977, a los que no había llegado todavía el escrutinio crítico que las lectoras argentinas emprendieron a mediados de los 80. Atenta a esa indicación, María Celia armó lo que entonces designaba (y todos con ella) como “Repertorio temático”, una clasificación puntillosa, demencial, de las más de 2500 páginas y 3000 textos, que integraban esos volúmenes. Traje la copia que conservo para documentar los hechos narrados. Está un poco amarillenta, como corresponde a los documentos. Los casilleros del repertorio eran tan variopintos como los textos clasificados: “La condición americana”, “El racismo” “La condición argentina”, “San Isidro”, “La hospitalidad”, “Política”, “Crítica Musical” (María Celia había descubierto que Victoria tenía oído musical), “Lecturas de infancia”, “La relación con la cultura francesa”, “Ensayos cursi”, “Arquitectura moderna”, “Guerra mundial”, “Arte y moda”. De un casillero a otro, los textos se repetían, es decir, se desclasificaban, el mismo que entraba en “San Isidro” aparecía en “Hospitalidad” y todos disputaban el derecho a integrar “Ensayos cursis”. María Celia jugaba al infinito con materiales que, gracias a ese juego, nadie conocería como ella. Con la muerte de Ocampo en 1979, la Fundación Sur había empezado a publicar la Autobiografía, y esos cinco volúmenes aglutinaron, hasta la publicación de Victoria Ocampo, cronista outsider, no sólo la atención de la crítica sino también la del público en general. Por eso este libro no es otro libro sobre Ocampo sino el que hizo aparecer una Ocampo que todavía no teníamos. De hallazgos como éste, depende no sólo la supervivencia de los textos sino también la vida de lo que hacemos. Teníamos la Ocampo autobiógrafa, la hermana mayor, la directora de Sur, no imaginábamos una Ocampo cronista, menos una Ocampo outsider. Tan justo ella, para quien la centralidad había sido un modo de vida. “Iba yo a oír hablar de los ochenta años que precedieron a mi nacimiento, decía Victoria, y en que los argentinos adoptaron ese nombre, como de asuntos de familia.” Era imposible imaginar una Victoria cronista outsider sin el enganchado de azares afortunados y decisiones metodológicas que inventaron el camino de María Celia. El encuentro con los debates culturales que atravesaron los años 60, la apuesta a la relevancia de los Testimonios que impulsó el conocimiento de estos debates, la hipótesis de la autonomía relativa que ese corpus mantiene con el proyecto autobiográfico global y, agregaría, la antena puesta en el impulso que los estudios sobre el género crónica tuvieron en nuestro país a partir del 2001, dotaron a la Victoria Ocampo de María Celia Vázquez de una actualidad inédita. Hay libros que se demoran para llegar justo a tiempo.
De los tres apartados que componen Victoria Ocampo, cronista outsider, “Espacios”, “Litigios” y “Duelos”, el segundo es el corazón del libro. No diría es que el se escribió primero, pero sí el que, una vez escrito, atrajo con su fuerza centrípeta a los otros. “Litigios” incluye cuatro capítulos en los que Vázquez traza un recorrido que se extiende desde la identificación y el examen de los motivos con que los adversarios intelectuales del nacionalismo populista, Ramos y Hernández Arregui, sentenciaron a Ocampo como enemiga, “la enemiga del pueblo”, al análisis de las razones que propiciaron que amigos y allegados, Jorge Luis Borges y Waldo Frank, actuasen como adversarios. El recorrido encuentra un paso específico en el episodio que la cronista protagoniza con Arturo Jauretche, el adversario (enemigo íntimo, dice Vázquez) que, aun en las diferencias, le procura la simpatía de un amigo. Se trata del mismo recorrido que, leído a partir de las intervenciones de Ocampo, va desde el carácter defensivo, alusivo, oblicuo, que tiñe sus enunciados, cuando los adversarios la hostilizan, a las respuestas frontales y públicas, que dirige a los amigos que la critican. La lectura interpretativa (sería error decir “reconstrucción”, porque no veo que preexistiera) de lo que Vázquez designa como “la trama discursiva beligerante” es uno de los aportes imprescindibles del libro. En principio, porque esa lectura advierte sobre la pregnancia que durante más de dos décadas tuvo un relato construido en base a estereotipos injuriosos, inexactitudes, falsas acusaciones, manipulaciones. Vázquez desmenuza este relato con un instrumental retórico, de alcance quirúrgico, en pleno ajustado a sus propósitos. Además de especialista en peronismo, la escritura del libro hizo de María Celia una entendida en retórica. No se trata, dirá, de pedirle a Hernández Arregui que sea lo que no es o que haga otra cosa que la que quiso hacer. No hay ningún candor condenatorio en las interpretaciones de Vázquez. Sus propósitos no apuntan a censurar la mala fe de esta narrativa, estrictamente panfletaria, sino a mostrar, como decía Sartre, que el problema principal de la mala fe es que es fe. Y que, por tanto, su lengua es la de los dogmatismos y los prejuicios. La contrastación de las crónicas de Ocampo con el archivo de esa voz injuriosa y acusatoria, ilumina (de un modo que si no hubiera pasado inadvertido) el tenor defensivo que tiñe los enunciados de las primeras frente a los ataques y las descalificaciones de la segunda. La violencia de los detractores crea, al decir de Vázquez, la caja de resonancia que permite escuchar el silencio y las alusiones que Ocampo les dirige.
El análisis del episodio con Jauretche, uno de los momentos más fulgurantes del libro, muestra que este episodio es, solo en parte, el revés de ese silencio que Ocampo ejerce contra los adversarios. A comienzo de los años 70, Ocampo le escribe una carta a Jauretche en la que le reprocha las críticas que le había dirigido varios años antes en Los profetas del odio. Esa carta inicia a destiempo el intercambio entre ambos. Vázquez subraya la excepcionalidad del episodio: se trata del único testimonio de diálogo directo entre Ocampo y un peronista. Y no es un diálogo cualquiera sino uno entre escritores, que se reconocen y aprecian como tales, y a quienes el desacuerdo de ideas los vuelve locuaces. Para Vázquez, Ocampo es ante todo una escritora. El estilo conversacional, irónico y desenfadado, que singulariza su prosa, se afina y reluce en sintonía con la prosa criolla, ingeniosa y pícara de Jauretche. La simpatía mutua los estimula. Se percibe entonces, con nitidez, el máximo acierto del libro de Vázquez; me refiero a la decisión de leer el estilo de la escritora, y la fuerza de sus intervenciones, en la tradición de las formas híbridas: entre la oralidad y la letra, entre lo público y lo privado, entre el testimonio y la ficción, entre el periodismo y la literatura.
Por varias razones, “Litigios” hace de la insidia de Borges la contracara de la cordialidad de Jauretche. A la injuria de los próximos, Ocampo la retruca en público. Son agravios que la indignan por la malevolencia y las inexactitudes, pero también porque contravienen el mandato decoroso de que los trapos sucios se lavan en casa. La indignación debilita la respuesta de Ocampo, que en ningún momento alcanza la gracia del intercambio privado con el adversario peronista. “Mientras que cuando discute con Jauretche, concluye Vázquez, se expresa la ironista, cuando lo hace con Borges, se impone la moralista.” La conclusión entredice la preferencia de Vázquez por una de las facetas menos atendida de la autora, que el libro pone en primer plano desde el comienzo, cuando, en “Espacios”, resalta el filo irónico, lúdico, divertido de Ocampo en la escena con Virginia Woolf. El ejercicio reverencial que Borges le reprocha ante celebridades como Tagore estalla en la comedia del exotismo que Ocampo monta ante Woolf. Y muestra, una vez más, la complejidad que define a la escritora. Otro acierto mayúsculo de Victoria Ocampo, cronista outsider, pienso ahora, es la ductilidad con que sus proposiciones entran y salen y vuelven a entrar en las figuraciones de Ocampo, eludiendo el riesgo de desfigurarla en un rostro unívoco.
En el último apartado del libro, “Duelos”, el perfil moralista de la escritora prima hasta las últimas consecuencias. La sección, dedicada a leer ese “corpus dentro del corpus”, hasta ahora desatendido por la crítica, que reúne la cantidad de obituarios que Ocampo escribió a lo largo de su vida, focaliza el interés en las despedidas a María de Maeztu, la pedagoga española, amiga con la que compartió el ideario feminista y a Drieu La Rochelle, su amante, amigo, que fue luego un colaboracionista nazi. María Celia, me importa decirlo, encontró los obituarios de Victoria mientras transitaba un duelo propio. Reviso el repertorio temático, de fines de los años 90, y no hay casillero específico para estos textos que, según registra, son más de cuarenta. Ellos engrosan un casillero general e indiscriminado, que lleva por título “Personajes”. Diría que el encuentro con esta forma particular de la escritura ocampiana le abrió a María Celia una alternativa, que al tiempo que le permitió cerrar Victoria Ocampo, cronista outsider, podría resultar también el inicio de un nuevo libro sobre la escritora. En el adiós a los amigos, la Ocampo de María Celia Vázquez se afirma, se identifica, se fortalece, es el caso de lo que sucede en el obituario a Maeztu, pero también se pierde, se desconoce, adolece, según le ocurre en el de Drieu. El primero resulta un homenaje feminista en favor de la lucha común que, publicado unos meses después de promulgada la ley de sufragio femenino, es también una declaración de su antiperonismo más ciego. La despedida a Drieu, por su parte, es una ceremonia de expiación en la que, contraria a sus valores democráticos, pero apegada al principio ético de respeto a las diferencias, Ocampo absuelve el perfil más intolerable del amigo. En uno y otro caso, la lectura de Vázquez hace aparecer una Ocampo extrema, aferrada a sus principios con un apego doctrinario, garrafal y contraproducente. Es probable que el obituario, esa forma prevista para lidiar con la muerte, induzca a los excesos grandilocuentes. Me pregunto entonces qué más hace Ocampo cuando la explora, a quienes despide y a quiénes no, pero también, y en lo fundamental, qué le hace esta forma a un estilo como el suyo, distinguido por la mesura y la falta de solemnidad. Son todas cuestiones que me dejó picando la lectura de Victoria Ocampo, cronista outsider. Sobre éstas y otras, creo yo, podría avanzar el próximo libro de María Celia.
*Este es el texto de la presentación de Victoria Ocampo, cronista outsider, el 5 de septiembre de 2019, en el Centro Histórico Cultural de la Universidad Nacional del Sur, Bahía Blanca.
(Actualización diciembre 2019 – febrero 2020/ BazarAmericano)
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