diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Las cartas se escriben para no prender la compu
Libro párpado, de Natalia Lorio y Natalia Meloni, Córdoba, Borde perdido, 2019

Me siento contagiada de ganas de recibir una carta. Pero no estoy segura de que las cartas sean todavía siquiera posibles. Dudo especialmente de saber para qué se escriben las cartas ¿Se escriben para decirle a alguien que le estimo lo suficiente como para tomarme el tiempo que no tengo en expresar una idea, un afecto, un murmullo, un grito que no sé gritar?

 

Este libro tiene mucho de grito. Me gusta pensar que es un ojo estridente que parpadea para buscar la imagen de su grito. Pero me resisto a pensar que aparte del grito, este libro párpado tenga una voz. Prefiero decir que tiene dos escrituras, que hace posible que dos escrituras permanezcan contra la intención normalizante de asimilar todo lo que se encuentra separado. Cuando este libro grita es para evitar esa normalización. Grita y parpadea y sus palabras se desacomodan. O mejor: es tal vez el parpadeo de las palabras el que hace que se desacomode la lectura. Es algo poco frecuente. En verdad siempre que quiero, puedo dejar mi libro a un costado, tomar un respiro o una pausa y luego volver allí sin que nada haya cambiado. Pero este libro, en un parpadeo parece quebrar todo sentido que se pretenda estable. Aquí todo rumorea sin descanso. Las letras circulan, forman preguntas constantemente. O quizá, para ser más justas: las deforman constantemente.

Este libro párpado algo contagia. Se mete al cuerpo prolongando la existencia de sus preguntas. Es casi como si no se pudiera escribir, luego de leerlo, sino respondiéndole todo el tiempo. Creo que porque plantea el establecimiento definitivo de un gesto que sabemos ya no puede ser negado. Un gesto que, sin embargo, no intenta instalarse ni se sobreimprime a lo que conocemos sino que se muestra como lo que estaba tejiéndose en el reverso de toda palabra escrita o enunciada. Como si por mucho tiempo la gran masa informe del pensamiento emancipador haya dejado pequeños motivos amarrados en las telarañas de los anaqueles de la filosofía. Y luego de sacudir esas telarañas, toda escritura quedara inoculada con ese algo “propio/compartido” que se superpone en las palabras del libro párpado. Ya no puedo preguntar sobre la insumisión sin responderle. No puedo preguntar por la caligrafía sin responderle. No puedo decir roce, ni fuerza, ni goce, ni astilla sin que se cuele en los espacios entre las letras una que no es mía y que se posa ahí mismo, disimulando, entretejida.

Del arte como todo en nada”, escribe Lorio. Aunque, más precisamente, me figuro que Lorio lo escribe porque creo reconocer los modos en que ambas escrituras se traman en el libro. Sin embargo también me gusta pensar que puedo estar equivocada y que cualquier frase, ésta por caso, pudo haber sido traída por Vero en una carta y tal vez luego enfocada o ampliada por Natalia. Del arte como todo en nada. Leo allí ese gesto delicado que muestra el espacio en el que una fuerza decisiva despunta irremediablemente. Brota o florece en ese espacio menor y permite sostener que no todo fue dicho aún en las imágenes más transitadas de la filosofía o de la cultura. Tal movimiento dota del deseo de pensar lo ya pensado sin hundirnos en el cansancio, es decir, permite poner en una nueva matriz ideas conocidas. Ese pequeño gesto que se corre del caudal de lo efectivo en las disciplinas es el que hace posible recomenzar en el punto en donde lo que creemos agotado se vuelve nuevamente fuente. Como una vertiente de agua, el agua que nos limpia el ojo, la que ayuda a correr la basurita que tenemos incrustada desde que el pensamiento encontró la medida de su cómoda reproductibilidad. Por el contrario, el Libro párpado hace pié en el obstáculo.

El texto que transcurre, con su acabado digital -esto es: ese acabado propio de la tipografía digital, de fuentes famosas como la Times New Roman o la Garamond, que hacen que todo se vea ya dispuesto a la impresión, que refuerzan la impresión de que nuestras ideas están acabadas aún si recién se forman; ese modo de engaño compositivo que permite jugar con nuestro trabajo e incluso muchas veces encubrir nuestras propias trampas- ese acabado digital, digo, se ve interrumpido por el texto manuscrito. Se juega entonces una intermitencia que es tanto fuerza que mueve al pensamiento hasta su límite, cuanto lugar de convergencia de dos ideas en distinta clave. Hay una distancia sin solución de continuidad. Es decir, hay el reconocimiento de la distancia y una toma de posición. Hace estallar, como una burbuja, la ilusión del acuerdo por accidente y la letra manuscrita se queda a escenificar ese inacabamiento. La escritura roja de Verónica sobre el libro editado por Borde Perdido da cuenta de la opción siempre posible del retrazado. Aquello que fue dicho puede decirse nuevamente. Cada capa de escritura es la marca de un afecto y en cada capa y en cada superposición de tinta hay un saber del cual (hay que) tomar nota.

La escritura roja no se instala simplemente como nota de color, marca de originalidad o de ejemplar único. Muestra, además, el repliegue del pensamiento. El que hace posible trazar un orden nuevo de similitudes. Cada reescritura compone una figura novedosa, arma una constelación posible alrededor de la marca y es, precisamente, la marca la que arma ese lugar. Así es que, el pensamiento, que intenta siempre irse por delante de la palabra, queda atónito ante el punzado material que se reagrupa en la letra. Por eso es claro que a este libro lo recorre un deseo. Una fuerza deseante que se pasea por la materia para abrir huecos o espacios que impulsan una lectura sensible. Como el párpado, la lectura se vuelve sensible porque lee el movimiento delicado, sutil, de la mano que traza sobre el papel la insistencia en la forma. Nos recuerda que hay un modo de la escritura que escribe formas con las palabras, que hace de cada corrección la circunstancia del acercamiento a la delicadeza del trazo. Lo que se escribe queda entonces determinado por el tiempo en que se dibuja la letra, y el sentido de lo que leemos es orgánico a ese detenimiento. En la forma de la letra se recuerda el afecto que pasa de la mano hacia el texto y que forcejea entre cierta ilusión de autenticidad y la aparición de algo que se construye intempestivamente en la escritura. La letra parte del movimiento y da lugar a una visión, y esa visión queda impregnada de sensibilidad cuando volvemos a la tipografía automática de la escritura digital.

Opacada por la luminosidad absoluta del sol, esa misma letra, a veces pierde su forma. La luz -como fuente vital para leer y para escribir, como materia ineludible que permite o bloquea la escritura- permite sostener el trazo o leer sin achicar los ojos. Por eso cuando Verónica mira el sol, en el ejercicio de sus escrituras solares, encandilada, sólo puede hacer huella de una letra rota, pequeños dibujos de líneas zigzagueantes que conservan de la escritura apenas el teatro de su ejecución. Allí donde se espera el trazo firme -enceguecida por el sol- la palabra se desarticula y los rasgos que la componen se separan de la forma sígnica. Queda, en el papel, una marca que se parece al negativo de la forma. Esta pequeña figura, ya no palabra, ya no letra, se vuelve motivo visual: arma una imagen inédita que se encadena a las anteriores imágenes del libro. Por eso en “lo que ya sabemos ver” se parasita una diferencia que hace espacio al negativo del pensamiento. El manuscrito muestra que en lo acabado hay lugar para la forma trunca. Hace evidente lo que, incluso desarmado, posee fuerza de imagen.

De esto se trata el gesto en registro doble, el registro de lo propio/compartido que sombrea el texto y atiende a los reveses, a los bordes, los cortes, las marcas accidentales que corresponden a toda escritura. Porque si veo algo malescrito en el trabajo de la escritura caligráfica me propongo comprenderlo casi como una exigencia estética, lo asumo como el desliz propio de lo que sucede a mano alzada. Pero si el punto, la coma o el error ortográfico se expresa en la escritura de acabado digital la resistencia a pasarlo por alto es mayor, por el modo en que la composición digital trabaja. Su delirio de perfección poco se corresponde con el trabajo de las ideas o con la misma escritura. El manuscrito recupera la visión de cada página. Hace de cada una un momento singular y nos deja descansar, delicadamente, en sus detalles.

Numerosas miniaturas preciosas pueblan las páginas y agregan materia para el pensamiento. Pequeñas notas, citas, epígrafes, poesía, tintas, y también marquitas, rasguños, dibujos o fotos intervenidas, nombres. Todos se dan lugar para trabajar la escritura desde diferentes accesos ópticos, desde diferentes registros, y en ellas nuestra mirada se aloja. Porque si hay algo que circula de lado a lado y de carta en carta, es la visión que diluye la pulsión de rigidez en la construcción de las ideas. Las palabras, elásticas, se estiran hasta abarcar el pensamiento común. La voluptuosidad de la letra atrapa el afecto, la carne, el trabajo de la escritura propia/compartida. Por eso la misma escritura anota aquello sobre lo que se forma, se esfuerza en describir cada movimiento que le dio lugar. Precisa explorar o extender esa pequeña configuración estética portadora de un contagio particular, propio/compartido. “Algo así como una exposición menor” que atiende al detalle y que se resta de la voracidad de captura total del mundo, tan propia de otros dispositivos teóricos. El libro párpado salpica de miradas pero sin captura definitiva, es un aparato de visión que permite cerrar los ojos para sostener en la retina la imagen que relampaguea en el trazo.

Quien mira al sol de frente ennegrece su mirada. La inexactitud de esos ojos rechaza, por algunos instantes las imágenes que vienen del exterior. Pero las rechaza de la manera menos esperada, en la apertura total de los ojos que no se cierran. En esa dilución de la imagen sólo puede hacerse una imagen nueva, la imagen que media entre lo obsceno y lo delicado. Si la técnica hace a la forma del pensamiento, este modo de ensayo imaginal, encandilado, trabajado y sobrescrito abre un espacio en el que el pulso se yergue para dibujar el curso de lo que está en curso, para involucrarse en la escena de lo que acontece en el roce entre las cosas. El ojo que mira “tras la sangre que chorrea desde el párpado (...) a través del rojo turbio la catástrofe del tiempo como certeza” recupera la potencia de la imagen en el vértice de su reescritura. Es como si la imaginación que recorre el libro volviera una vez y otra, ahora sobre la letra manuscrita, ahora sobre la tipografía codificada, ahora sobre el dibujo, o sobre la fotografía en un retrazado constante que sobredetermina la imagen en formación. En el filo imposible de sostener ese movimiento continuo el parpadeo de este libro resiste al nihilismo abriéndose hacia lo posible en lo que parece consumado. Por eso es tan necesaria esta escritura a cuatro manos, porque donde dos parecen agotarse las otras retoman la fuerza deseante de la imagen por venir. Trabajar con el negativo de la mirada instala un movimiento que traza la diferencia, o que al menos la señala como el lugar donde se extiende la herida que nos constituye. Las manos rojas, los ojos rojos, y un clamor delicado enardecen las páginas de este libro párpado.

 

 

(Actualización diciembre 2019 – febrero 2020/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646