diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

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/  Antonio Carlos Santos

Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

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Julieta Novelli
/  María Eugenia López

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Diseño

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Un anacronismo scout
Cerca del fuego, de Fernando Kosiak, Buenos Aires, Baldíos de la lengua, 2018.

Hay un momento de Cerca del Fuego en que tíos, sobrinos y novia cazan luciérnagas, luego de sumergirse en la naturaleza litoraleña. Las luciérnagas esplenden en la oscuridad del paisaje, titilando para presentificar unas intermitencias de la luz que no deja de apagarse, pero tampoco de encenderse. No se trata, sin embargo, de una supervivencia de las luciérnagas como lee Didi-Huberman el texto emblemático de Pasolini. Pareciera decirnos Kosiak que en América Latina la naturaleza aún es y “los bichos de luz” siguen estando entre los pueblos, la ciudad y en la densidad del litoral, a pesar de tanto agrotóxico y tanta luz. Sin embargo, sí son luciérnagas las que articulan una imagen del tiempo como en Pasolini. Cuando están deviniendo cazadorxs y asesinxs del animal (así se nombran en medio del juego ambivalente de poner luciérnagas en el frasco), el narrador asegura: “Quisiera detener el tiempo en este momento, alejarme, apartarme, poder verlo y disfrutarlo como si fuera una película y yo un simple espectador. De pronto el tiempo tiene otro trote, como si intentara reordenarse, volver a la velocidad normal después de este instante que yo quiero estirar lo más posible”.

Alargar el tiempo y detenerlo parecen ser los modos de una escritura que se ramifica entre el presente y el pasado, pero que también se abre a sus puras derivas del futuro. En efecto, si el alargue es uno de los modos de la novela que hace devenir un cuento en nouvelle, como Ferny presenta el texto en diversas entrevistas, también es la prolongación de unos tiempos de la infancia y de la adolescencia, los que aparecen de maneras tan auténticas que logran conmovernos en diversos momentos que son, también, tiempos de los afectos entre tíos y sobrinos. No dejo de pensar que esta lectura está condicionada por mi devenir tío reciente y que quizá el magnetismo sea parte de eso, pero entiendo que hay algo en la nouvelle que prolonga en el tiempo ese afecto filial y lo descompone en toda una serie de tensiones tan efectivas que cualquiera será avasallado en algún momento por el fuego de esa cercanía verdadera.

Lo que se prolonga, entonces, en esos momentos, son las experiencias del paso del tiempo en torno de la práctica del scoutismo. Lo señala el narrador varias veces, se trata de hacer experiencia en torno de esa práctica con los sobrinos, luego de que estos se enteraran de que el tío y el padre habían sido grandes exploradores hasta avanzada la vida adulta. Ahí nace la prolongación del tiempo del narrador, ahora en el tiempo de los sobrinos. Aunque ahora es un tiempo descarriado. Porque no se trata solo del alargue del pasado en el presente, sino de la apertura a una inminencia de la experiencia en otro tiempo que advendrá y será vivido de una manera radicalmente distinta con todas las preocupaciones que surgen de esa deriva que es una repetición en el tiempo.

En tal prolongación, hay una apuesta de la narración por volverse nouvelle de aprendizaje. En múltiples sentidos. Se trata de cómo enseñar a los sobrinos la supervivencia en la naturaleza, al mismo tiempo que estos aprenden algo que en la ciudad les resulta extraño y desconocido. La forma de la nouvelle está afectada por este modo de prolongar el tiempo por el aprendizaje, en el sentido de que en diversos momentos, los lectores aprendemos sobre técnicas mínimas de socoutismo sobre las cuales el narrador no deja de reflexionar como lo hace también sobre el paisaje. Los lectores nos convertimos, con el tiempo, en exploradores de una naturaleza litoraleña en la que debemos aprender a sobrevivir. Pero si eso es posible, lo es porque Ferny Kosiak en una suerte de afantasmamiento solapado con la voz del narrador, además de ser ese bordador genial de tapices, ese escritor que siempre amamos leer u oír, ese poeta que nos divierte y nos sacude con desparpajo arrojado sobre la realidad, ese editor implacable que apuesta por la autogestión del proyecto Camalote y por la dirección de la Editorial de Entre Ríos, es además, un boy scout siempre joven que ha devenido escritor y que puede narrar desde la experiencia vital una ficción que tiene la forma de un legado, un testamento que prolonga en la vida de todxs, lo que es decir, también, en el tiempo. Lo que se enseña es una actividad que en el presente de pantallas y realidades virtuales está en francas vías de desaparición. Un anacronismo scout, entonces, que lega experiencia cuando, según Benjamin, esta es imposible, pero que sobrevive en la prolongación del tiempo a partir de la forma de una ficción que hace de este una experiencia inclausurable, por fuera de lo humano. Y esto es tan así que el tiempo muta, en un momento, en un chaparrón tan fuerte que hace vacilar el universo narrativo.

Pero hay, con todo, otro tiempo. El de la vida, en el sentido de los ciclos y los cambios que hacen que esta sea eterna en la repetición y en la insistencia colectiva, aunque no individual. El hermano le pide al narrador que hable con su sobrino del despertar sexual que está teniendo con la novia Adriana, a la que llevó con ellxs al campamento. El narrador no es displicente y dice del hermano que no puede creer que sea tan forro de delegarle a él esa responsabilidad. En este sentido, la novela es el cruce del tiempo del despertar sexual de los adolescentes que se meten en la naturaleza con el cuidado de la mirada inquieta y temerosa de un adulto que quiere enseñar lo que estos ya saben o si no lo supieren, resulta ya tarde, puesto que al sexo se lo descubre siempre sin aprenderlo. En esos momentos se descubre el encanto de la nouvelle, que tiene que ver con un deliberado modo de narrar -no efectista- que atrapa a cualquiera prolongando el tiempo de un conflicto hasta convertirlo en lluvia aliviadora de un calor insoportable.

No se trata de una narración, como vemos, ligada a un único conflicto central que hace de nudo narrativo, sino de la deriva posible de un momento de la vida, sin estridencias ni experimentación excesiva y formalista; el narrador viene a contarnos algo que ocurre, que sucede y hace acontecimiento en un momento de la vida de alguien. Que se prolonga en la escritura y que nos llega como se cuentan -aún, aunque la teoría diga que no- las experiencias cotidianas y reales que alguien parece haber vivido. No se trata de Kosiak, sin embargo, sino de un narrador de treinta años que se dice soltero y que para los parámetros monogámicos hegemónicos se convierte en una rareza, pero también en ese tío que lega una experiencia a sus sobrinos en dos tiempos diferentes, el de la infancia, y el del despertar sexual que, sin embargo, se revela para todxs despierto hace rato. Ese modo de narrar tan desprejuiciado y desde una ternura inconmensurable, desde el amor que logra hacerse presente en la escritura sin preciosismo es, de algún modo, la clave de la autenticidad, del efectivo encuentro con una verdad lejana que nos conmueve en su cercanía.

Vuelvo a lo personal. Cuando leí Cerca del fuego, camino al Festival de Arroyo Leyes, donde había conocido ya a Fernando, mi patetismo de sufridita hizo que llore en pleno colectivo por la fuerza narrativa que logra quemarse en el fuego de la escritura. Hay quienes sostienen que la emoción no es indicativo de nada si no la ponemos en perspectiva historicista. Me niego a adherir a semejantes postulados. Y más allá de las caras extrañadas con que me miraron lxs demás pasajerxs, desconcertadxs con la llorona rutera, sentí entre ese texto y su fuego, una cercanía con la vida y su verdad que inevitablemente lo convirtieron en un libro entrañable y en una experiencia que se prolongará en el tiempo, a pesar de que siempre pase y quiera hacernos olvidar todo.

 

 

(Actualización diciembre 2019 – febrero 2020/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646