diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En 1927, Virginia Woolf publicó To the Lighthouse, lírica novela en la que una serie de soliloquios se tejen en torno a una gran casa de verano, y cuyo segundo capítulo se disuelve en ese espacio vacío y espectral, en el que resuena el pasado y se presiente el porvenir. En la década del cincuenta, Antonio Di Benedetto recogió el guante del siempre correcto Ernesto Sabato, quien había afirmado que no se puede escribir una novela sin personajes, pues el género, como el arte, es acerca del ser humano –o no es–. Di Benedetto contestó con un relato breve, “El abandono y la pasividad”, en el que se narran las peripecias de una serie de objetos en una habitación vacía. En esa misma década del cincuenta y más acá, Alain Robbe-Grillet y otros escritores y cineastas la emprendían contra el presupuesto humanista del arte narrativo.
Señalo un poco al azar estos hitos porque son los que evoqué en mi lectura de La sobrina de Sergio Delgado. La novela, si puedo llamarla así, no carece de antecedentes en la misma obra. Relatos en los que los “protagonistas”, si pueden llamarse así, son los espacios, los lugares, las cosas (habría que sopesar, no lo voy a hacer acá, las valencias ontológicas de estas tres palabras). Tal vez el bueno de Sabato habría dicho que en este tiempo de indigencia se están perdiendo los valores humanos. Delgado cree saludable disentir: lo que estamos perdiendo, en verdad, son las cosas. Lo que desaparece, lo que se devalúa, lo que se desatiende, son las cosas. Lo que ya no percibimos, lo que se nos escamotea, es el habitar de nuestros lugares, la luz que abre nuestros espacios y nos vuelve presentes para los otros y para nosotros mismos. En definitiva, lo que nos hace abiertos al mundo, en el mundo.
En La sobrina, lo escénico, lo pictórico, lo archivístico, lo mobiliario, lo arquitectónico, ganan el primer plano de un relato en el que las historias se yuxtaponen y se aplanan, se adelgazan y se cruzan, para por fin licuarse. O, más bien, la historia de la casa, de los objetos, de las ficciones que la vivificaron, se va montando pieza por pieza, aunque de modo fragmentario: es el esbozo de una posible novela, hecha de crónicas y de documentos, en la que los protagonistas, desdibujados o inciertos, tan inestables como esa narradora, apenas una voz y casi ni un punto de visión, son solo prisioneros de las cosas en las que se figura la intriga de la misma representación. La narradora, el crítico, el artista plástico, el director de teatro: cada uno es presa de una obsesión por la ausencia o por el retorno, cada uno es momento o zona de un espacio-tiempo en el que la experiencia pasa por su traducción mítica, sin darse nunca como vivencia, sin darse nunca en presente. En La sobrina las historias pasaron o van a suceder, en el modo de la fantasía, el proyecto, la imaginación, la reconstrucción. Los escenarios, múltiples, dejan de ser tales, y pasan al primer plano, haciendo de la aventura humana, “cultural”, el trasfondo en el que se desenvuelve una intriga pre o pos-humana.
Quienes conozcan la obra de Delgado acaso puedan sentirse perplejos o desairados por La sobrina. Sin embargo, el relato, o falso relato, como dije más arriba, no carece de antecedentes en la misma obra. Pienso, sobre todo, en Parque del Sur (2008), pero también en “Casa desolada”, un cuento de La laguna (2001). En “Casa desolada” toda la densidad del relato se sitúa en las conjeturas que el narrador-observador va realizando a partir de la contemplación curiosa de un departamento vecino, aparentemente deshabitado. Con tono prefigurador, declara el narrador: “Debo decir que en general me intrigan las casa vacías”. Una definición se reitera en “Casa desolada” y en La sobrina: la mezcla de pasado y de presente que tienen las cosas cuando se apodera de ellas la soledad de la ausencia o de la muerte. Esta definición, que parece simple, no es tan segura en nuestro contexto de disolución posmoderna. Hay una novela de Matilde Sánchez que se titula El desperdicio. En efecto, nuestra era es la de la trituración del pasado, la del fin de la Historia y de las historias: de las cosas abandonadas o deshabitadas, queda el desperdicio. En la obra de Delgado, en cambio, hay restos, residuos, trastos, pero no desperdicios. La mirada de Delgado es melancólica, esto es, moderna: considera las cosas como carcomidas por el principio de ruina, imaginando un pasado en el que eran pero habrán dejado de ser. En “Casa desolada”, el relato termina (habría que decir, con más precisión: se interrumpe) cuando en el misterioso departamento el narrador puede ver, por fin, una aparición humana. La intriga es nada más que lo que el vacío de la habitación despierta en una conciencia fascinada que se limita a contemplarla.
Parque del Sur es, en contraste, o se presenta como, una crónica. El cronista, entonces, de regreso en Santa Fe, pasea por el parque del Sur, resorte narrativo que funciona como evocador de un espacio-tiempo (fragmentos de la ciudad, el barrio del Puerto de la década del sesenta, las zonas aledañas), una autobiografía fragmentaria o más bien una genealogía, y un examen de los mitos que preceden nuestra organización racional del lugar natal y la historia oficial de nuestra comunidad local. La crónica, en este relato y en La sobrina, es el molde en el que se fragua la especulación, dando lugar a eso tan contemporáneo que posee la narrativa de Delgado: la de ser un espacio de pensamiento. Un pensamiento tan sutil que no se reviste nunca con las galas del ensayismo, sino que permanece casi transparente en los bordes de la imaginación y de la especulación fantástica: ¿se basó Borges en el desopilante trazado de la ciudad de Santa Fe para concebir la estrafalaria Ciudad de los Inmortales? La conjetura, escandalosa, es verosímil en Parque del Sur y esa invención elocuente, aunque no estridente, de tal verosimilitud solo es posible en el entramado del relato.
Entre la crónica y la ficción, entre la interrogación del modo de supervivencia del pasado y la pasión espacial, La sobrina acaso introduzca un giro, o un matiz, documental. En relación con esto, la narrativa de Delgado podría filiarse con la de otro “contemporáneo”, también tenazmente modernista y también extemporánea: la de Sergio Chejfec. Como en la narrativa de Chejfec, el documentalismo de La sobrina está minado cada vez por una ironía tan elocuente como ambigua o quizás ambivalente. Esta ironía no desautoriza la documentación, no pretende erigirse como una crítica de la confianza archivística o del positivismo historicista: más bien, tamiza la omnipotencia de la ficción, coloca la ficción en el lugar de la especulación, como un auxiliar del pensamiento. La ironía relativiza la eficacia de la documentación, pero no subestima su poder de magia y de imaginación. El documento es en Delgado, como en Chejfec, otra cosa bañada con el enigma de su resplandor, algo que primero hay que sopesar en sí mismo, para solo después atender a lo que pretende representar o presentificar. La documentación es una actividad ficcional porque da consistencia y densidad a los fantasmas: aurático por antonomasia, el documento nos recuerda el aura que puede volver a adquirir toda cosa, todo espacio, todo lugar. Es un operador que, lejos de desmitificar, intensifica el poder mágico del relato, como cuando Borges le responde a quien lo descalifica por no haber vivido en las orillas de los compadritos y por lo tanto no saber nada por experiencia. “¿Borges, qué sabés vos de malevos?” Y el Maestro responde: “Me he documentado”.
La paradoja de esta desatención a lo presuntamente humano encuentra su figuración perfecta en uno de los momentos más bellos de La sobrina: la aparición (utilizo la palabra de modo deliberado) de la Señorita. Así como los protagonistas que se van pasando la posta en convergentes fragmentos de relatos o esbozos de relatos posibles, y como personajes más bien se perfilan y se desdibujan, sin presentarse, así la Señorita, de la que presentimos más que de nadie, resulta un espectro forjado por la hipótesis artística: la instalación del artista plástico, que fabula el fantasma a partir del diseño de la Casa y de la decoración de una de las habitaciones. No obstante, a la vez que intuimos la carne de este fantasma, con todo lo que puede tener de pasado reconstruido o de fantasía de porvenir (el condicional es el tiempo de este “personaje”: “La Señorita se pasaría horas allí…”), la mayúscula tienta a la vez con la alegoría. La Señorita podría ser entonces una conjetura sobre la doncellez marchita, una hipótesis sobre la condición femenina en una clase social determinada, en un tiempo y en un espacio presuntamente pasados. En un sentido más general, podría considerarse esta pista respecto de lo femenino, cuando una mitología patriarcal nos dice que la Casa es el espacio de la mujer: la narradora, la atención rigurosa y el cuidado, el tocador, la referencia proustiana, la nitidez de los personajes femeninos en la representación teatral. Como la Cosa, la Casa es un sustantivo femenino. Con la habitación de la Señorita, volvemos a Virginia Woolf y a su cuarto propio. Salimos de la Historia y entramos en la Intimidad. Consideramos lo heterogéneo de lo histórico y lo íntimo, y la juntura que fue posible cuando la vida personal encarnaba, como en nuestros decimonónicos, la historia colectiva.
La Casa también puede tener –ella– valor alegórico. En la literatura nacional, a menudo las casas son alegorías de espacios propios no individuales sino colectivos. ¿Cuántos relatos hacen de la casa una alegoría de la Argentina? Cortázar (“Casa tomada”), Sabato (la casa patricia de Sobre héroes y tumbas), Wilcock (en “El caos”), Piglia (Respiración Artificial), Osvaldo Lamborghini (en “El fiord”) son los nombres que evoco ahora. Pero el espacio ficcional de Delgado es más cercano (también más lejano), deliberadamente provinciano, socarronamente local, filosóficamente fenomenal. La Casa de la Cultura de Santa Fe, la vieja Casa de los Gobernadores, es la ciudad, o más bien la ciudad de determinada clase social, política, cultural. Lo espacial, entonces, la casa como prosopopeya, alude a una historia en la que el paisaje preside una aventura primero vital y solo después humana, para finalmente ser la de una comunidad. La última filiación que me gustaría señalar: el Gualeguay de Juan L. Ortiz, en el que además trabaja la autobiografía imaginaria. La Casa de la Cultura es la organización espacial de un Lugar (con mayúscula) que no tiene ni adentro ni afuera y del cual lo humano es apenas un pliegue. Es el revés de la intemperie no cultural. En la obra de Delgado, La sobrina suma un pedazo de historia local, regional, en una narrativa no oficial que desdeña la síntesis del gran relato y prefiere la concepción cuántica de lo pequeño, lo invisible, lo que se sustrae a la panorámica.
Lo que sustenta un pasado, un presente y un futuro es una cierta teoría física de cómo habitamos el mundo. Se sabe: el tiempo fluye de una conciencia esencialmente moderna que está siempre presente para sí misma y cuyo presupuesto es su fundamento trascendental. El arte, la literatura, el relato, interrogan más allá de esta conciencia segura de sí en la que descansa un tiempo cierto, fluyente, destructor pero conocido, temible pero denominado. Ahora bien, podemos preguntar: ¿Hay una dimensión objetual? ¿Cuál es el tiempo de las meras cosas? ¿Una cosa habla en el modo de lo presente, si el presente es el modo por antonomasia de lo humano? ¿Cuál es el tiempo de las cosas que se quedan solas? A estas preguntas invita la narrativa de Sergio Delgado.
(Actualización diciembre 2019 – febrero 2020/ BazarAmericano)