diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Quienes hayan leído alguno de los numerosos libros de Mario Arteca (La Plata, 1960) saben que cada título exhibe una situación a punto de quiebre o de diagnosis, donde se pone a prueba cierta maquinaria puesta a interferir el lenguaje en “un dispositivo que no tiene por qué incluirnos”. Ahí, me parece, está el asunto. ¿Qué hace Arteca con el poema y sus fracciones? Hay de todo en sus libros. En los últimos años, Arteca se dedicó con minucia a desestabilizar el poema desde un sistema que podríamos denominar soterramiento (el poema como una obra pública a cielo abierto que al construirse se cierra sobre sí misma). Desde allí exhuma los efectos de una política de Estado, agrupa las citas que son acuerdo o ironía, desestima herrumbres léxicas, le da curso a una trama de filiaciones íntimas y de campo entreveradas, libera las calcificaciones que agotan el sentido, todo eso y más en un largo etcétera.
En Deje un mensaje después del tono estas líneas generales se amplifican. Arteca disemina en un campo de batalla específico su catálogo de relevamientos. El título ya instala el interés central del libro y su complejidad (digámoslo así para abreviar); entre la invitación a dejar un mensaje y el mensaje que eventualmente alguien deje hay un sonido al que podríamos llamar tono de pasaje. Una delimitación que opera como un rumor constante donde no entran las palabras. Próximo a esa zona –sobre ese estado provisional de posiciones– Arteca mueve las cadenas internas de sus poemas, acarrea, lastra, superpone, traza y borra, rebasa, repone, señala, destruye, nominaliza o adultera, y cada procedimiento es un modo de fuga que contrasta con el agotamiento de una realidad que declina ante el peso de las circunstancias “en los momentos en que el interés se debilita”:
¿Qué se debe hacer en el instante en que una parte
de la realidad asume el rol de no ser convocada,
pero está frente a vos, ya no desafiante, sino
exhausta de saberse reflejada? No habrá palabra
alguna ni alfabeto que cubra semejante expectativa.
La posición –como aquel francotirador de Rubio en su habitáculo, Arteca habla “desde una antigua casamata”– es de lectura obligatoria “para saber qué ocurre a continuación” y a la vez de extrema visión e insurgencia, fuera del proyecto personal y tornándose un desconocido (“hablar de uno mismo se transforma en el centro nacional del desperdicio”), en un territorio donde “el sonido ambiente es tan denso que nadie entiende lo que dice”. Allí lo complejo de escribir se torna concreto “como una lengua en pleno cambio de código”, donde “finalmente el silencio será el entorno”.
“Aquí me pongo a grabar”, escribe Arteca. Y queda explícita la alusión en la clave: ya no se canta, ahora se graba “aunque no haya voz certera que rescatar para un lugar de confinamiento en la reproducción de un sonido”. Y esta circunstancia de una comunicación que se percibe inutilizada en su estructura (“no hay traducción que valga ante el crecimiento del desierto”) le es propicia para reversionar la pérdida de un padre y el teatro de la muerte (“último teatro material”), las lecturas que regresan como operaciones espectrales para materializar nuevas demandas –ya eran nuevas en el pasado que las vio emerger– y la malversación económica planificada por el gobierno actual.
Si “la forma aparece sumergida” hay una pregunta que funciona como una contraseña que ha perdido su cuenta y refiere al pasado. Acá hay algo de peso, delicado. Hay que detenerse un poco en su lectura. Me atrevo a decir que es la razón de este libro. El asunto se encuadra entre dos referencias: una cita de Macedonio (“Hoy tengo más pasado que ayer”) y otra más reciente, proferida por la gobernadora de la provincia de Buenos Aires cuando celebró su victoria electoral en 2015: “Cambiamos futuro por pasado”. Entre estas posiciones antagónicas, Arteca desplaza versos, arma barricadas, remueve y busca una precisión que es necesario visualizar en la superficie del poema. Es necesario, se afirma, procurarse un pasado; a pesar de su carácter huidizo sigue regenerándose y es en la memoria de los cuerpos donde opera su restitución.
Traigo a colación el poema “Chulengo”, donde el libro explicita una posición de campo. Alguien le reclama al poeta que escriba “con las vísceras, con las tripas, con las entrañas”; la respuesta levanta la sugerencia en toda su materialidad (y esto es político: a un gobierno que acapara las metáforas se le opone, desde el poema, una insobornable literalidad). La parrilla está lista. Aquel cisne del poema, casi a punto. Allí la poesía de Arteca encuentra sus razones para seguir excavando bajo prescripciones que nunca terminan de aclararse; desde el resguardo de una tribu en perpetuo peligro de extinción, mira el fuego. Rotula las esquirlas. Atiza. Hay recuento de daños y el reconocimiento de una condición:
[...] Antes del instante,
la lengua corría sola; ahora rueda
entrecortada, o al menos atrapada
en las ramas de su vocabulario,
y con ella me comunico con dificultad.
Todo lo dicho es procesado de otras maneras hacia el final del libro. El verso se transforma, cambia el montaje, pareciera claudicar –en apariencia: siempre es así en los poemas de Arteca, cada claudicación habilita una escena donde las cláusulas, lejos de cerrarse, permanecen abiertas– en una prosa porosa, arenística y radial, directa, lisa e informativa. Hay sentencias intervenidas por la realidad más inmediata “en la pecera de la desposesión, nacida sin algún conocimiento del pasado”. Hay noticias que fracturan el poema. Cambia el mensaje después del tono. “Así nos fuimos del libro, dimos vuelta la página”; es el preanuncio de que todo lo que leímos ya está operando bajo otro régimen estético.
No se priven de leer este libro que vale ¡apenas 150 pesos! gracias a un diamante prácticamente autogestivo que permanece oculto dentro de la inoperante gestión municipal que lo contiene.
(Actualización septiembre-octubre 2019/ BazarAmericano)