diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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La estrategia del dolor

La jornada de la mona y el paciente, de Mario Bellatin, Buenos Aires, Eloísa Cartonera, 2006.

Cada tanto surgen novelas que dan la espalda a los modelos dominantes y refuerzan la idea de que narrar es un acontecimiento que siempre exige una renovación integral. Un proceso no exento de violencia ante las formas cristalizadas, donde "la novela podrá desmantelarse como género, abrir las formas hasta que no queda nada de ellas". Esta frase de Néstor Sánchez bien podría haber sido firmada por otro escritor, Mario Bellatin, o utilizada como rúbrica para su reciente novela, La jornada de la mona y el paciente.

En apenas medio centenar de páginas, Bellatin simula dar forma a un diario de la crisis, donde un ser dominado por la angustia merodea con su escritura los alcances de su enfermedad y el extraño tratamiento al que se somete en manos de un singular terapeuta. En simultáneo, el narrador ejerce una suerte de grafoterapia, ya que escribir es lo único, en esas circunstancias, que lo mantiene en una mínima estabilidad emocional.

Si el género pide expansión, desarrollo y claridad, Bellatin genera en su escritura un retaceo de estos y otros elementos. Las palabras conforman frases secas, cortantes, trabajadas a cincel. La frase es la unidad que el autor cuida como si se tratara de diamantes sometidos a un estricto pulimiento. El resto, es decir, lo que arman esas frases, no le interesa. Se trata de una prosa en tránsito de anular. ¿Anular qué? La idea de destreza, de calidad, de que un autor tiene que dar exactamente lo que se espera de él, y no otra cosa. Paradoja: anular para dar más libertad, o como diría el mismo Mario Bellatin, que un libro sea otro libro y otro libro y otro, de acuerdo con el número de lectores que pasen por él.

¿De qué habla La jornada de la mona y el paciente? En sentido estricto, y aunque poco importe -porque en esta novela pesa más lo no dicho o la construcción fragmentaria del discurso ausente, el mismo que el lector habrá de componer como pueda- habla de un sujeto escindido, sumido en una depresión y que recibe un tratamiento psicoanalítico inusual. En primer plano, se exhibe el sufrimiento del sujeto, narrador/paciente, y un recuerdo de infancia que involucra a su padre arrojándose al vacío para atrapar una mona.

 En esta novela, la escritura/cura se plantea como una tensión entre la historia que debería desarrollarse y el tiempo presente de la escritura, porque como dice el narrador, sólo se escribe de lo que se está escribiendo. Así, nada importa tanto como pasar por el proceso de escritura, lo único preservado por el analista (que una vez a la semana habita la casa del paciente, con el objeto de romper mediaciones inútiles) y el punto de arranque de una posible salida a ese cuadro de angustia. Escritura que reproduce el síntoma y a la vez representa su solución.

Como en sus libros anteriores, Mario Bellatin transforma su narrativa en una camisa de fuerza y allí presiona hasta lograr que aparezca una fuga hacia adelante. Si esto se logra, habrá relato. Desde Perros héroes -novela acompañada de fotografías- es claro que el formato libro no le alcanza a Bellatin para contar, dar cuenta de, retratar o lo que sea que haga con sus modulaciones precisas, austeras, carentes de estilo y puestas siempre en una situación límite. En esta búsqueda, Perros héroes fue leído por el autor en la Casa del Lago (México, 2006) como un texto-guía de una serie de diapositivas, donde las palabras e imágenes producen un contrapunto que da como resultado una tercera obra, en clave de documental.

“Antes que libros, esboza mecanismos”, dice el crítico literario Rafael Lemus, y con acierto. Diario/mecanismo, los bocetos de un sujeto que perfila los alcances de su depresión y duerme junto a la imagen de su muerte.

En este relato, el mecanismo que le interesa profundizar a Bellatin es, según sus palabras, “escribir sin escribir, sin buscar una manera clásica de lo que se suele denominar escribir”, es decir “no pasar por ese espacio pero que se construya, sin embargo, un libro”.

En este caso, ¿qué importa para que un libro sea escrito, se haga tangible? Justamente, que exista ese progreso lineal que permite hilar una palabra con otra, una frase con otra, hasta llegar hasta el cierre del proceso. Legado de vanguardia, en palabras de César Aira, que consiste en privilegiar el proceso sobre el resultado. Y aquí también proceso entendido como la figura el “encaminamiento” del Tao, donde lo importante es el camino recorrido y no lo que el viajero encuentra al término del mismo. Sobre el final, La jornada de la mona y el paciente esboza otro comienzo, a fuerza nuevo, porque no hay comienzos idénticos: “¿Se podrá comenzar a escribir?”. Dicho cierre produce un reenvío al comienzo, ya no se sabe si de la novela o de la escritura: “¿Se podrá comenzar a escribir?”, se pregunta el narrador en el preciso momento en que abandonamos el libro porque llega a su fin. ¿Entonces qué fue lo que leímos? ¿El borrador de una historia? ¿Apuntes? Estamos, pues en la frontera del relato.

Y la pregunta que el narrador se hace al final de la novela es sobre cómo seguir, cómo hacer para superar “el regreso a aquel momento primigenio en que la escritura estaba enferma, apresada en sí misma, condenada a su propia existencia”. Al hablar sobre la composición de La jornada de la mona y el paciente, Bellatin expuso que no podía hacer otra cosa que sentarse a escribir “para tener una paz relativa, porque estaba en un proceso de angustia y depresión muy fuertes. Descubría de manera tangible cómo mientras escribía iba disminuyendo la angustia, y cómo cuando me alejaba de la máquina iba subiendo”.

En palabras de su narrador: “Lo más importante es que el paciente escuchó que le decían algo así como que se haría todo lo posible por aplacar la angustia y el drama interno preservando, eso sí, la escritura”. Razón que le hace pensar que lo único importante es la escritura que él pueda producir. Su cuerpo duplicado (narrador y paciente) será separado del mundo para que la novela misma tenga una relación con el mundo.

En las novelas de Mario Bellatin, el dolor aparece como una estrategia para seducir al lector. En Salón de Belleza, el dolor es un espacio -el escenario del moridero-; en Perros héroes el dolor se ejerce como un poder despótico, al que subyace una realidad política. En La jornada de la mona y el paciente, es el punto de partida para que haya escritura. Así, la palabra es una expresión orgánica que le permite al narrador abrir una brecha en su angustia. Habitar una escritura es agenciarse el tiempo necesario para encontrar un escape a la situación desesperante en la que se encuentra.

Bellatin escribe fragmentos de una historia mayor: migajas, restos, anécdotas que lejos de pretender armar un todo, son como las piezas sueltas que habitan un museo. Nunca sabremos qué información del todo nos trae lo que vemos. Tan sólo una versión, deformada, obsesiva, rascada por debajo del epitelio de su narrativa.

El fantasma de la ruptura sobrevuela esta novela. Así, en La jornada de la mona y el paciente el texto desoye las “demandas” del género, rompe con él, y a pesar de que mantiene una estructura semejante -las formas breves, flashes de memoria, recuerdos sin proliferación, evitando la manía inevitable de asociar cada detalle- se desprende del corpus más “amable” que conforman sus primeros libros.

En esta ocasión, la operación Bellatin parece dirigirse a minar, en su propia literatura, aquello que la crítica ha prestigiado. Lo que se narra es puesto en duda (“quizá”, “tal vez”, “puede ser”). En las frases, la única verdad irreductible es la de su propia existencia. Están ahí, pero más que pesar, parecieran arder. Aquí lo escrito tiene cauce libre para ser refutado, y la primera refutación es la del autor, cuando expresa que “esto es mentira” y “no hay nada que entender”. En este punto, y parafraseando al cineasta David Lynch, “la comprensión intelectual no tiene más importancia que la posibilidad de sumergirse en cada escena separadamente”. Es decir: el gesto intelectual inevitable a la hora de desgranar una novela compleja, como es La jornada de la mona y el paciente, implicaría abolirla, negar la esencia de su constitución.

Retomando: operación de ruptura con la propia obra y con los sistemas de escritura y lectura de su entorno. En el anteúltimo capítulo, las frases se constriñen y enuncian una variación experimental de elementos que aparecieron dispersos en el resto de la novela. Todo podría reducirse a este relato telegráfico, aleatorio, donde el rechazo al modelo se hace aún más extremo. Se elimina todo rasgo circunstancial, elemento obligado de los relatos más tradicionales. ¿Qué queda luego de tal procedimiento? Porque sin rasgo circunstancial, no habría novela. “Hay que hacerlo, no queda más remedio, ¡pero que lo haga otro!” (Aira). Como sea, la palabra escrita debe ser comunicada porque si nadie las lee, si las palabras no circulan, acabarán por “formar un cuerpo deforme del cual el paciente no podrá liberarse”.

Escribir el presente es estar atado al texto, pegado a él. En el reino de la novedad, la irrupción del pasado que realiza Bellatin es la que puede proveer una memoria deformante. El episodio de los monos que escapan en la casa, la persecución de la que el paciente se mantiene ajeno y el salto al vacío del padre, tras la mona que huye, se repiten en la mente del narrador una y otra vez, sin que éste pueda hallar la clave para echar luz sobre ese trágico episodio, su aparición en plena situación de angustia.

Novela impar, La jornada de la mona y el paciente es literatura de emergencia, y en dicha emergencia (un sujeto/yo-en-emergencia, en caída libre) prepara su próximo salto.

 

(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2007/BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646