diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Editora

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

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/  Antonio Carlos Santos

Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

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Julieta Novelli
/  María Eugenia López

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Rodrigo Álvarez

Curador de Galerías

Daniel García

Diseño

Paula Tomassoni

Constelaciones familiares
Peso estructural, de Gonzalo Castro, Buenos Aires, Entropía, 2017.

El lenguaje detiene y reorganiza el tiempo y los sucesos que en él se distribuyen. Ya se sabe. El lenguaje como orden del mundo o como constructor de un mundo en el que lo real (sobrevaluado) se ordena. Hasta ahí es el pasaje: los mundos de Ingre y Juan que, distantes entre sí y diferentes, pero vinculados, avanzan la trama de la novela narrando una historia.

Ingre, una bailarina que indaga el mundo desde la materialidad de los cuerpos, vivos o inertes. Urbana. Transita las calles de la ciudad de ida o de vuelta buscando alguien, o algo, o a sí misma. Conoce gente: charlas, sexo, algunos placeres compartidos, algunas dolencias que la dejan hablar con experticia, lesiones, métodos, muebles. Ingre habita una casa que le queda grande porque está llena de la historia familiar. Hay que hacerle también muchos arreglos, pero los días pasan y eso no sucede. En cambio, ella proyecta una obra performática, tal vez su obra más ambiciosa. Pero no se diga más.

Juan, pretendiendo viajar hacia algún lado en un barco en un río al norte de Brasil. Es fácil callar entre extraños. Es fácil ser raro para un extranjero. Juan convive en ese barco pequeño con el Capitán, con Piro y con Delia y Rita, dos mujeres que parecen saberlo todo, que tejen y destejen como parcas mientras dicen visiones y verdades.

Peso estructural es una novela que se despliega desde dos frentes. Presentadas las dos escenas iniciales, en Brasil y Buenos Aires, cada una se abre para dar entrada a una escena nueva, y esta a otra, y así se suceden y se encastran, permitiendo la entrada y la salida de personajes que, simplemente, dejan de aparecer, o de hechos que no tienen consecuencia en las acciones siguientes. Estas escenas van tensando la cuerda y manteniendo la atención de la lectora que no espera el clímax, ni la catarsis: se deja llevar como quien espía la vida de otro.

Los universos de Buenos Aires y Brasil no se presentan como contrapuntos, a pesar de que se subraya la diferencia entre el espacio urbano plagado de gente y el espacio natural en el medio del río y la selva. Los lugares no condicionan ni marcan a los personajes. Tienen un punto de continuidad en su distancia, en sus diferencias. No es un orden lineal, ni circular, pero tampoco la apariencia caótica del rizoma.

Pero todo participa de una vibración común, el encadenado de árboles, arbustos y plantas orilleras, porque todo se mueve en el aire continuo, sean hojas, animales o el agua; la superficie escamada de la tierra, el erizamiento como método constructivo.

En esa cita se encuentra el manifiesto literario que instala el orden creativo para la novela. El erizamiento no es un movimiento neutral: duele, marca, asusta, deja huella. No hay momento ni conversación, a lo largo de la novela, de la que los personajes salgan impunes, ilesos, despojados. Nada parece relacionarse entre sí y a la vez todo lo hace.

El mismo criterio, en apariencia anárquico, determina los nombres de los capítulos: algunos están numerados (y llevan por título el número que les toca), otros tienen nombre.

En el rol de artistas de los personajes, muchas partes de la novela son disertaciones sobre el arte: la danza y el espectáculo, o el arte visual: “los pigmentos son la última prioridad de la luz, antes ocupada en definir el universo de volúmenes que en revelar sus cualidades cromáticas”. El trabajo de construcción llevado adelante por Gonzalo Castro confirma en esta, su tercera novela, la capacidad de desplegar el lenguaje en recursos, selección del vocabulario y modos de la sintaxis: un trabajo fino y artesanal con materiales exquisitos: por momentos, barroco; por momentos, exótico; a veces, coloquial.

Sin golpes bajos ni efectistas, Peso estructural avanza en la narración de hechos banales, que de cualquier modo resultan perturbadores. El carácter ensayístico de la prosa, mencionado anteriormente, hace de cada escena una reflexión sobre el mundo. Es un libro subrayable, de citas potentes y reflexiones que siempre vienen al caso.

Desde siempre (o al menos en los dibujos animados de los años cincuenta) la carnada consiste en lombrices, insectos subterráneos que comparten con los peces el ámbito bajo el umbral de la superficie. Los peces, es probable, no conciben la existencia fuera de ese límite. El mundo de los osos, el mundo de los albatros, de los pelícanos, no existe, es pura fatalidad alienígena, espectros con manoplas y buches donde se acaba el oxígeno. Pero la rica y punzante lombriz que tracciona hacia arriba, eso sí que daña la cosmovisión.

Por último, como modo de enlazar distintos puntos de la historia, como un hilván infinito, el recorrido de la constelación siguiendo la línea de lo familiar: Ingre y Juan y su relación de hermanos, manifiesta sobre todo en la relación de cada uno con el pasado común, con la familia en común: “Cuando decidieron no vender la casa Ingre determinó que tenía que dejar su dormitorio infantil. Primero vació el placard, porque nada de su madre podía funcionar en su cuerpo”. La casa familiar como punto de unión. Juan, de la casa al barco encallado, que es al mismo tiempo cárcel y refugio, y en donde descubre de pronto que todos los que lo habitan, la tripulación y las dos pasajeras, son familia entre sí y no se lo habían dicho. Esta estructura familiar desestructurada podría ser, en rigor, el único principio de orden que intenta la novela. El centro de las relaciones, cada individuo el punto de anclaje de esta tela de araña, de esa constelación que da sentido, casi podría decirse, al universo.

 

(Actualización septiembre-octubre 2019/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646