diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Héctor Piccoli advierte, retomando algunas ideas del filósofo suizo Jean Gebser, que la revolución espiritual que sacudió a la poesía a comienzos del siglo XX le otorgó al adjetivo un poder vinculante inédito hasta entonces. Ya no se trató de la “redundancia” homérica (las “cóncavas naves” de los aqueos) o del mortal coil de Hamlet, que incluso como ensambladura de un sustantivo con un adjetivo para reflejar un concepto único (en este caso, the thousand natural shocks the flesh is heir to), se limitaba en su alcance a una perspectivación del sustantivo. El nuevo adjetivo “no se refiere ya unilateralmente al sustantivo al que está asociado desde un punto de vista puramente gramatical, sino también al sujeto o al objeto […]”. En cualquier poema de Marina Maggi, uno de los rasgos más interesantes que nos salen al encuentro es precisamente un adjetivo que, lejos de un mero añadido al sustantivo, se convierte, por efecto de sobrecarga, en un núcleo en fuga. El título del libro lo ejemplifica muy bien: el camino clásico llevaría al ascenso a la Belleza, cuando en realidad presenciamos belleza del descenso, que implica declinación para su emisión y su encuentro. “Toda” afantasma con la tensión entre “cualquiera” y “ella”. En cuanto a “amante”, punza una pregunta: ¿de quién se trata? La cláusula relativa en función de modificador “que colapsa”, perturba por la etimología de “colapso” (del verbo latino collabor), que lo disecciona en la doble acepción de “desliz” (participio lapsus) y “trabajo” (sustantivo labor-is). Si el trabajo es el esfuerzo para que determinado peso no nos haga caer, nos encontramos ante una curiosa paradoja productiva.
Toda belleza amante que colapsa, que así sugiere un juego complejo de fuerzas, no contiene una totalidad escrita de una vez, en un “huracán del espíritu” (ein Orkan im Geist). Se trata de la antología de diez años de trabajo poético, de las flores más apabullantes que dio la rueda loca de las estaciones. Antología singular hecha por una muerta, pues la autora se imaginó efectuando una selección póstuma que plasmara tres etapas poético-vitales: “La náusea del presagio”, “Salvamento” y “El peso del milagro”; “tres respuestas a la pregunta de qué hacer con el modernismo y los muertos insepultos del pasado reciente”, como dice Beatriz Vignoli. Es posible pensar en una suerte de Bildungsroman, una novela de formación o, quizás, deformación poética: un tránsito incierto que comienza en “los últimos espasmos de juventud sagrada” y, más que en purificación, desemboca en las cenizas de una “anonadada… Venecia americana”, porque “un dios confundió el día / y acá estamos de nuevo”; pero que al mismo tiempo alcanza cimas en lugares intempestivos, inesperados. Esta constatación instintiva en un primer momento me llevó a intentar pensar desde el cisma tan propio de la modernidad entre poesía y experiencia, en esa voz imaginaria constituida a expensas del sujeto real que informa la producción poética occidental al menos desde Rimbaud y Mallarmé. Como explica Jorge Monteleone, esta escisión tiene sus raíces en la pérdida del fundamento trascendental entre el sujeto y su palabra, en la destitución del Lógos divino como garantía de ese maridaje. Sin embargo, algo oponía resistencia a este argumento en la poesía de Marina Maggi y, si bien no lo contradecía en lo esencial, sí le exigía un matiz. Ahí acudió Nietzsche, para quien el principio de individuación –la identidad individual– se esfumaba en el impulso dionisíaco, pero no por una desconfianza radical en el lenguaje como fundamento del yo, sino por una confianza radical en su poder de enajenarnos. El éxtasis místico en el dios Baco aparecía justamente en las odas corales de las tragedias griegas, himnos a los dioses y a su comunión con los creyentes. Además, recordé haber escuchado a una poeta decir, convencida, que “toda poesía empieza como expresión y descarga”.
La náusea del presagio, orgánica con las otras dos secciones, puede leerse como un libro y como un fenómeno de la naturaleza a la vez: se trata de una expresión descarnada de duelo y melancolía. Como un motivo musical que se desarrolla en diversos temas o como la rama que diverge en hojas y flores, me pareció bien leer esta sección presagiante como la expansión del mundo contenido en un poema de Beatriz Vallejos:
PRIMAVERA
Con la capa de hilos de gramillas desenvuelves los azahares profundos
La elegía es la inocencia
Ah Primavera triunfadora turbas nuestro refugio de cenizas
El primer tema de la sección, uno de los polos que la tensionan, podría llamarse “La elegía es la inocencia”. Efectivamente, es posible rastrear la certeza poética de un estado original de pérdida, un “Edén urbano derruido”, que además es un estado original de plagio, una imposibilidad de inocencia. “Noviembre II”, mes primaveral curiosamente numerado, abre el libro: “Noviembre sin amor, noviembre para nadie / cayendo sin derrumbe, eterna colapsada”. En este mundo no hubo infancia ni juventud: “¿Podrá salvar la ausencia la juventud sin marcas del destierro otoñal / de la vejez sin dobles?” y nada es nuevo bajo el sol: “sé qué sucederá cuando te vayas / porque partiste ya, lejos: yo fui la que robó / la costilla del tiempo / para que regresaras”. La pérdida del ser amado supone una muerte en el yo del poema, un colapso amante que, sin embargo, resucitará para cantar. Como sabemos a partir de Freud, la intención luctuosa que precede y anticipa toda pérdida del objeto, porque tal objeto ya está perdido de entrada, supone la melancolía. La caducidad que envuelve las cosas de alguna manera desvaloriza la belleza y carga al yo con “la conciencia de amar sin existir”, pues no tuvo la calma de “vivir sin amar”. Leamos una estrofa de “Hartazgo del fénix”:
¡He arruinado el ocaso! Cenizas de sus llamas, cúbranme, estoy enferma de luz y de rechazos. Cada resurrección es siempre un nuevo plagio; volveré a repetirme, inútil y cansada.
La identificación con lo ido, la imposibilidad del duelo es tan grande que vivo sin vivir en mí y muero porque no muero, convirtiéndome en un muerto viviente, un “cadáver incendiado que resucita y canta” o un fénix que quiere construirse un refugio de cenizas, hastiado de la repetición. Extraño misticismo que recuerda “La destrucción o el amor” de Aleixandre, pero más que una unio mystica en el amor de la criaturas certificada por Dios, supone una boda con Hades, a la manera de Antígona, pues la fusión con lo múltiple entraña un perderse, un profundo dolor saturnino por la inmanencia de lo cósmico. Aparecen dos formas de resucitar en los poemas de Toda belleza…: el resucitar como nuevo plagio, que ya mencionamos y que es hacerle guardia a la pérdida, y el resucitar que es un soñar con no tener nada que ver con la muerte, como vemos en esta estrofa de “El retornante”:
Desátenme las manos, he tenido un sueño: doblemente nacido, volaba sin el aire y caer no era nada –no tuve jamás, siquiera en la vigilia despreciable, raíz áurea, ascendencia.
El retornante quiere ser como la paloma de Kant que vuela en el vacío, fuera de las categorías apriorísticas de tiempo y espacio, o como Cristo o el Dioniso tres veces nacido de la tradición órfica, hechos de otro barro que el de la pesada tierra. Esta pérdida de lo que nunca se tuvo es entonces también una posesión en la pérdida de lo que nunca fue real: “la cruda canción de amor” que se incendia en la garganta, el “joven mártir del alba con las manos más blancas que la de los poemas”, el “soñar suicidios de alturas colapsadas” o la subversión genealógica de Eva que ahora roba la costilla del tiempo para parir a Adán; todos ellos son espasmos de la facultad fantástica del cadáver cantor, del triste peregrino que quiere tener en la pérdida.
El otro tema de la sección podría llamarse “Primavera triunfadora”, y tiene que ver con una resolución ficcional de la melancolía en duelo. Freud le dijo a Rilke, en 1913, que el valor de la caducidad es el de una rareza en el tiempo (ein Zeltenheitswert in der Zeit). En algunos poemas de este segundo polo la voz poética parece dejar de hablar como una muerta (identificada con el objeto perdido) y se abre el mundo, a la belleza de lo que colapsa. Leamos un pasaje de “Adusta contusión”:
En medio de este mundo, piadosa, circundada,
me refugié en un éxtasis y me perdí siguiendo
el rastro inusitado de su espectro. Era un hombre, el hombre amado.
La muerte caminaba.
El alma que se perdió en el mundo, como se advierte, no es una extranjera en la tierra al modo de Platón, sino al modo del Georg Trakl de Heidegger. El rastro que se siguió no fue el de el Hombre como entidad metafísica –y patriarcal–, sino el de un hombre, el hombre amado, y perderse fue una boda ya no con la muerte sino con el mundo que, al circundar, penetra y convierte el refugio en éxtasis. La muerte, como la muerte rilkeana, es una experiencia encarnada en la vida, una “epifanía incrustada en cura oscura” que nada tiene que ver con la diosa paralizante de la melancolía. “La tierra ya no ahuyenta / ni tu sed ni tu sombra” dice “Tobillo de luz” y “Última pieza” entona: “Y las imperfecciones de los cuerpos pasaron / la transición feliz de cada entierro”. El viento que en el primer poema le advertía al jacarandá que estaba muerto es ahora viento jacarandoso: “tu aparición… llorándome en el viento”. Es decir, la muerta puede darse su propio responso y también hablar como viva. La primavera (“primer verde”) que turba el refugio de cenizas del fénix aparece en el último poema como “Noviembre”, original, sin plagio, maduro en la inocencia, y presagia un nuevo sueño:
pero el verde venció nuestros martirios
La flor abrió otro sueño delirante: queremos el diamante, ese destino trágico de enfermedad ya sin cruz en el Edén urbano derruido.
Si bien “La náusea del presagio” abre así la posibilidad del himno, entendido como celebración de la presencia, mantiene un tono ambiguo y elegíaco hasta el final. El himno como posibilidad formal será realizado en “Salvamento”, cuyo poder performativo, esto es, que hace a medida que dice, ya fue advertido tanto por el prologuista como por Vignoli (2018, s/p). La sección, con poemas escritos en pareados heptasilábicos, tetrasilábicos o alejandrinos retoma los grandes temas del libro anterior (por ejemplo “gran amor de mi vida / ¿qué tan fría es la tierra?” o “muchacho mal soñado, / mariposa de luto / tu sangre es un diamante, un metal extasiado”) para convertirlos en los símbolos de una orfebrería perfecta. Si en Noviembre II Marina no sabía dónde volver para encontrar su sangre, en “Viento y tumba” logra rastrearla porque el sueño le “tajea los días”. Las fronteras entre símbolo e imagen surrealista, entre el impulso místico y el escuchar el balbuceo del inconsciente desde la vereda de la razón, se borran porque hay conciencia en el desvarío y clarividencia en el instante.
Giorgio Agamben habla en “El torso órfico de la poesía” de dos dimensiones de la poesía moderna: la elegíaca y la hímnica. Ambas se contagian temáticamente, pero presentan una variante formal importante: al himno lo caracteriza la harmonia austera, que separa y celebra el nombre; a la elegía la harmonia glaphyra, que subordina los nombres a su contexto sintáctico y semántico. El primer tipo de armonía –la que Adorno reconoció como parataxis en los himnos de Hölderlin– puede rastrease en “Salvamento” como un fenómeno ubicuo: no hay nombres de dioses ni grandes invocaciones porque el tema sigue siendo la pérdida del hermano/amante, pero sí hay un uso reiterado del sintagma sustantivo + adjetivo(s) discordante(s) que genera un suspenso semántico y se materializa tanto en nombres de poemas (“Alma animal punzada”, “incauta balada”, “salvación delicada”) como en condensados versos que coinciden completos (o casi) con un sintagma: “ceremonia y guitarra”, “herida sin batalla”, “ritmo-puñal robado”, etc. Esta tensión, según Agamben, no sólo implica una cuestión de forma, sino “la negación del presupuesto antropológico de la poesía moderna a favor de un presupuesto teológico, con todo cuanto eso implica en cuanto a la “desaparición elocutoria del yo del poeta”. Efectivamente, en un remake del archifamoso lema de Descartes, Marina dice:
No soy un pájaro, ergo, no estoy herido, calculen nuevamente el equinoccio
Además de constituir una afirmación de la ya tradicional ficción del yo poético, además de afirmar, como dice Rubén Sevlever, que “el poema no es”, también dice “algo más” (2017, 245). Ese algo más, ese intempestivo equinoccio de primavera llega al final de la sección con la epifanía de Adonis. Este joven dios lidio, amante de Afrodita y, en las antiguas versiones matriarcales hijo de la Mater Magna, representaba la vegetación que siempre resucita, con el pasar de las estaciones, en el seno de la naturaleza. Extrañamente, en el último poema, el dios llega inesperado, como una esencia de lo real que lo habita, como unión de palabra y vida en la experiencia del amor.
“El peso del milagro”, no busca la potencia invocatoria de “Salvamento”, sino una visión serena, de a momentos metapoética, de lo aprendido en un camino tan arduo. Compensa con desengaño e ironía el melodrama intempestivo, quizás chocante al gusto de hoy, que hace brillar paradojalmente los apartados anteriores. Por una parte, la voz poética reflexiona desde el lugar de la antóloga muerta. Por otra, medita en grandes cláusulas propias de la harmonia glaphyra, donde los versos se encabalgan para seguir el camino de la sintaxis:
El sueño inclinado sobre sí, perfecto en su mentira irrefutable es un pozo donde sentir morir el pálpito sagrado con todo lo salvaje de la luz hundiéndose en la hora de la dicha.
A fin de cuentas, se dice a sí misma, siempre resucitada:
Ay, Lázaro de mí, sepultarme en los versos que refulgen sin paz lejos de mi garganta.
(Actualización septiembre-octubre 2019/ BazarAmericano)