diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El pasante de notario Murasaki Shikibu, de Mario Bellatin, Córdoba, Postales Japonesas, 2011.
Este relato de Mario Bellatin (México, 1960) circula en tres libros y países diferentes: Disecado (Sexto Piso, México), El pasante de notario Murasaki Shikibu (Cuneta, Chile) y el que reseñamos ahora, del mismo título que el anterior, publicado por Postales Japonesas desde Córdoba. Contrario a otros libros del autor, se trata de un texto apenas reseñado. Tal vez se deba a que Postales Japonesas tiene una distribución independiente y el circuito de sus libros depende de un esfuerzo seminómade y de las valijas repletas de ejemplares que desplazan sus fundadores. También hay otras razones; la relación entre el escritor y sus críticos/reseñadores no es la misma de hace unos años. Digamos que hay, respecto a la obra de Bellatin, un entusiasmo bajo control.
En “Kawabata: el abrazo del abismo”, publicado en el suplemento ADN del diario La Nación en abril de 2008 -artículo que generó cierta polémica porque fue escrito por Bellatin con el método de copy paste o reapropiación, en este caso, de las aserciones que críticos y escritores desplegaron sobre sus propios libros- leemos que Kawabata (Bellatin) creó para su literatura un “mecanismo retórico” con el propósito de “obligar a una literatura a reescribirse a sí misma”.
Este procedimiento puede observarse en El pasante de notario Murasaki Shikibu, no como las conexiones usuales que Bellatin instala entre un libro y otro, sino como la alteración de un relato que necesariamente tendría que avanzar hacia un desenlace o una lógica de los hechos que posibiliten su comprensión. Este precipitado final aún se conserva, con mayor o menor énfasis, en sus últimos libros, pero la tendencia más visible es abandonar las hilachas de eso que aún llamamos novela (abdicación que Saer y Aira formalizaron, cada uno a su modo, hace un buen tiempo). Bellatin tiene lo suyo: cuestiona, desde sus performances, la relación entre autor, obra y lector. Fuerza la máquina ahí, desenmascara. Fragmenta su prosa, reescribiéndola en muchos casos y asediándola o distorsionándola con el relato -más difuso: el ojo y su percepción inmediata- de las imágenes tomadas por su cámara, esos enigmáticos recortes de eso que llamamos realidad.
En La jornada de la mona y el paciente, el segundo relato del libro, el acento queda claro: el narrador se pregunta, en la última oración, si es posible comenzar a escribir. El revés de un epitafio. A su vez, El pasante… parece funcionar como reverso del tercer relato (uno de sus “clásicos”: Canon perpetuo, y allí Nuestra Mujer y sus movimientos, y en éste, Nuestra Escritora y sus transformaciones) y podría pensarse como el ejercicio de una escritura cuya utopía, más que desplazarse en torno a un centro vacío, produce una detención en sí misma, un plegarse donde el aplazamiento de un desarrollo gana eficacia si a la vez logra aplazar la voluntad progresiva del lector. Si un libro fuese capaz de hacer con sus palabras una montaña de escombros y quedar así, ante la mirada de un lector cuya fuerza insiste en presenciar y extraer sentido de ese derrumbe... si en la web el mundo de la escritura como ha dicho Chartier, se rige bajo la metáfora de la navegación, acá ni siquiera hay naufragio. Estamos en presencia de una materia seca, deshidratada, cuya emoción consiste en desplomarse.
¿Qué tenemos en El pasante…? A simple vista dos partes (en la edición mexicana separadas de un modo inequívoco): la primera es una masa textual apenas dividida por el ícono de una tijerita en veintiocho secciones. Imposible no pensar que allí existió un corte (la muestra de la unión entre textos de especies diferentes o nada, el agujero, la tijerita donde antes había otras palabras, o simplemente un sostén de orden grafémico) y el lector imagina, de la mano de las transformaciones que sufre Nuestra Escritora, protagonista del relato, una sutura que integre esos momentos en que ocurre la mutación hacia la piel de otra persona.
Un pliegue defectuoso, una alteración en la lógica de las mudanzas -Nuestra Escritora se transforma en un pasante de notario- atrae una serie de malentendidos que van de las intervenciones de una mujer judía en el Japón medieval hasta un Golem amasado en tortitas de barro que atraviesa paredes y embiste todo lo que se le pone adelante. Activado el desorden, asistimos a múltiples planos donde cada situación (donde el mundo es hostil porque no tolera la mutación) ejerce una presión sobre los que la viven de tal manera que sólo una detonación del suceso puede pensarse como la salida menos dramática.
En este libro desarticulado podemos hacer el intento de armar una historia. El eje Kafka-Margo Glantz-Nuestra Escritora-Murasaki Shikibu ofrece una dinámica de las transformaciones y la distorsión resultante de este sistema, en clave de una degradación irrevocable: el pasante de notario.
¿Importa lo que pasa? Podríamos decir que el acento narrativo está puesto en los efectos, en las derivaciones de cada acontecimiento. Hay pequeñas historias donde ciertos personajes viven porque mantienen una mínima y absurda obsesión, consumiéndose en una estadística de la repetición, como es la mujer que alimenta el perro de Nuestra Escritora, colgando para ello bolsitas con alimento en el picaporte de la puerta de entrada de la residencia de la protagonista.
En segundo lugar, el relato se completa con una enumeración de pasajes (equivalente a los segmentos entre tijeritas), algo así como un extracto aleatorio de imágenes, un test que opera sobre los efectos residuales de lectura. La memoria del lector puesta ahí, o mejor: escrita ahí, en ese enlistamiento, como si el narrador entregase por adelantado los restos del relato.
La de Bellatin es la historia de una serie de códigos de escritura y sus alteraciones. En el signo indescriptible que lleva el Golem en su frente se condensa una oportunidad de liberarse y, a la vez la condena de los signos. Y en la figura del notario (el pequeño golem de cada escritor: otra condena, la de un sub-escritor, un periférico de la literatura, alguien que pone sellos en la escritura de otro; el marco legal de una escritura que no es la propia; una condena y, a la vez, una liberación).
Y sí, leer a Bellatin es ingresar a una recámara donde el aire se reduce, no sabemos muy bien si por manipulaciones externas o por nuestra propia respiración. O las dos cosas. El ejercicio es perturbador. Y digo perturbar desde el peso de todas sus acepciones: trastornar cualquier orden y concierto, interrumpir el discurso de la voz cantante, también perder el juicio.
O mejor: como si el ejercicio verdadero de lectura comenzara al momento de cerrar el libro, ahí donde dos seres disociados (el autor y el lector) podrían ponerse frente a frente, uno ensayando formas mentales de una producción textual que el otro lograse decodificar, sin que haga falta la acción física de recorrer con la vista una superficie donde una palabra nos lleva a otra y esa a otra: siempre adelante, siempre al punto final.
(Actualización marzo-abril 2012/ BazarAmericano)